La perra de Germán es negra. Negra y vieja. Tiene la costumbre de irrumpir de noche. Ya no hay susto, me acostumbré a convertir al fantasma o al asesino que me acecha en la perra de Germán: no me equivoco. Le doy de beber. Le aparto el hocico para que no me moje el pantalón. Creo que ahora mismo anda afuera. Son sus ruidos: pasto seco que se quiebra.
Cuando no la acaricio y ando sentado leyendo un libro, ella me apoya una pata en la pierna. Creo que tiene varias caries, si es que los canes sufren de caries. Calculo que sí. Es negra y vieja pero aún conserva la habilidad y la fuerza. Trepa, cava pozos, se las ingenia para salir a la calle y atacar a los talones de los escasos ciclistas.
La mujer de Germán una vez me dijo que no le agrada que la perra salga a la calle. Teme una denuncia y antes que muerda a alguien.
No estoy para evitar los crímenes de la perra de Germán.
Es mi amiga.
Algunas veces la acompaña otra perra, que tiene nombre, un nombre demasiado estúpido. (Germán tiene muchos perros, nos hablamos en monosílabos una o dos veces al año, no más). También es negra pero presenta algunas manchas marrones en el pecho y las cejas. Parte de sus genes se corresponden a los de un rottweiler. Como parte de los míos es probable que sean marranos, guaraníes, nórdicos. A quién pueden interesarle esos detalles genéticos.
El diablo existe. Un examigo a veces leo que bromea con el satanismo. No sabe a lo que se aviene. Yo he visto al diablo. Al menos una vez, en la avenida Juan Bautista Alberdi. A unos trescientos metros, él en dirección Este, yo en sentido contrario, comenzamos a mirarnos. No hubo sobrenaturalidad en el encuentro. El diablo adquiere pieles de cordero de acuerdo a las modas y los terrores de los tiempos. Esta versión llevaba barba y el pelo largo aunque rematado en un flequillo.
La primera vez que la perra de Germán me interceptó de noche no experimenté el frío que aquella vez, hace añares, en la avenida Juan Bautista Alberdi.
Creo que de verdad la gente debería tomarse en serio eso de las dos ciudades que se disputan el mundo.
Una horrible representación del mal de una novela que destrocé más o menos rezaba:
Susana Giménez, la estrella televisiva, tiene el pelo teñido de un rubio inverosímil; insiste con las tonalidades ocres, tirando al marrón, para circunvalarse los párpados, y lleva los labios pintados de un tinte, si no similar, muy parecido. Vestida de blanco, los ojos desalineados, abandona el teléfono también blanco y presenta a un contrahecho, tras el auxilio de un «Susano» de bigotes —camisa roja y tiradores negros, quien le ha corrido, con caballerosidad, la silla donde se hallaba sentada realizando llamados telefónicos, detrás de un escritorio con predominio del oro—. Más bajo que la diva, moreno, de pelambre negra pasada por la permanente y el espray, el «fenómeno de la naturaleza», tal como reza el borde inferior de la pantalla, demuestra sus inclinaciones lascivas y a la vez circenses, inclinándose hacia ella, besándole la diestra, sin despegar sus ojos negros, perrunos, del par de tetas robustas que lo enfrentan. Habla con acento centroamericano, caribeño, y calza una camisa florida que refuerza la presunción de su origen; su pantalón y sus zapatos acharolados son blancos. Pero ni la estatura, ni el tono extranjero, ni la manera de vestir configuran el atractivo del invitado al programa. Susana Giménez lo subraya, sin mayor eufemismo que la palabra «miembro». Wilmer Cabrera, tal el nombre del liliputiense de columna desviada, posee dos vergas. Al menos eso les han certificado a los trabajadores de la producción del programa, quienes, enseguida, irrumpirán tras Cabrera, previo anuncio de la diva y en compañía, ellas —pues se trata de dos mujeres—, de la musicalización en piano, un tanto obvia, de lo que fue parte de la banda de sonido y hit principal de Nueve semanas y media. La mujer morocha, de collar de corales y vestido color salmón, asegura que proviene de República Dominicana. La rubia, puertorriqueña, ajustada dentro de un vestido rojo de profundo escote, añade que con Denís y Wilmer han conseguido formar una familia. Susana Giménez, por si no le ha quedado claro al espectador, remarca que las dos son mujeres de Cabrera, que Cabrera no solo detenta la capacidad de poseer sexualmente a sus ninfas al mismo tiempo, sino que, por su dualidad física, ¿defecto de Dios, bendición del Cielo?, acostumbra multiplicar sus orgasmos, al menos, también por dos. Lo que sigue intenta revestir la pretendida seriedad de las «entrevistas profundas». La diva, munida de una pizarra con apuntes y preguntas, en lo que simula ser una sala de estar, inicia su reportaje, indagando sobre la frecuencia con la que Cabrera atiende a Denís, la dominicana, y a Hanna, la de Puerto Rico. Una historia de sexo estereofónico. Eso mira la vieja, sentada, con un sapo contra la sobarba, sujeto por esa misma sobarba y la mano. La vieja se trata desde hace meses unas excrecencias bajo las recomendaciones de un médico de barrio y el cuestionable auxilio del anfibio anuro de cuerpo rechoncho y robusto, ojos saltones, extremidades cortas y piel de aspecto desagradable. La terapia versa en los valores curativos del vientre frío del animal, de su latir en vaivén. Nomás repara en la entrada de Durán, la vieja guarda al sapo dentro de una cajita que se ubica sobre la mesa; cierra la cajita. Dirige al muchacho bajo la luz de la cocina y exclama:
—¡Es blanquito, es él!
Difícil misión la del sapo, piensa Durán.
—Muy difícil —mucho después dirá.
La vieja presenta la cara, el cuello, los brazos, las axilas, las manos, el torso, las gruesas entrepiernas, todo plagado de purulencias marrones, blancas, negras; abscesos de tinte escarlata, pústulas ambarinas, carnosidades parecidas a las que produce la sarna; abultamientos, cadillos, pequeños tumores con porosidades y pelos nacientes de dichas porosidades; lo que la vieja generaliza diciendo «verruga». Calza un anteojo culo de botella que le aumenta el bulto arrugado de los párpados y las lagañas de cada ojo, un vestido azul oscuro, atestado de lamparones de aceite, más frases vulgares, incultas. (Vieja de mierda, se dice Durán. Espantajo, se dirá Murari).
Tras los saludos y palabras de rutina, Durán sigue a Laura Satarsa por un patio, ingresa en otra construcción y continúa escaleras arriba. Ahí los Satarsa edificaron hace unos años el cuarto de la niña, o «el burdelito», como el muchacho sabrá llamar a la pieza en poco tiempo. Dentro de la pieza cuelgan una enorme figura de Cristo —el Hijo de Dios cierra los ojos, mantiene las manos cruzadas sobre su pecho— y otros artificios: una fotografía del viaje de egreso de la secundaria, en Bariloche; otra de Laura Satarsa en la facultad; otra más de un perro caniche con los incisivos inferiores salientes.
Laura invita a Durán a que se siente sobre la cama. Le participa, con seriedad, que su abuela es vidente, que le ha predicho el romance. Durán sonríe, desdeñando el agüero, forzándose a desdeñarlo. La besa. Entre los botones de la camisa de la perra sucia, lasciva y puta, desliza sus dedos; con ellos, corre el corpiño, palpa la textura mullida y porosa de un pezón rosado. Laura Satarsa le baja la bragueta.
—Te voy a chupar bien la pija —dice— y me voy a tragar toda tu leche, hasta deshidratarte —dice también.
Pero en ninguno de aquellos primeros días habrá mayores contravenciones contra la pureza: el confesionario del padre Farnese, asesor espiritual de Durán, será testigo. A Durán le costará decidirse a llevarla a un hotel y penetrarla. En el cuerpo de su novia lo frenará lo que su católico adentro dará en llamar «roña moral» y, muy luego, «Maldad» a secas y mayúscula. Una tarde miente a sus amigos periodistas —Durán es periodista, coordina («dirigir» es un verbo excesivo) una revista de variedades y reducida tirada— cuando le preguntan si ya lo hizo. Otra, vuelve a mentirles. Recién lo hace a las dos o tres semanas, sin protección, en la Costanera Sur, custodiado por la frondosa penumbra de un sauce. «La cosa» —de ese modo hablará— será «rara».
—Si existe algún tipo de convulsión sexual en los hombres, eso sentí, Murari.
Eso experimentará Durán, una suerte de placer límite, de explosión orgásmica.
—Como recibir doscientos veinte voltios. No sé cómo explicarle.
Empero, el sexo, aunque materia obsesiva para las formulaciones inmediatas del muchacho, significará una cuestión, si bien «paranormal» o «rara», menor en comparación con los hechos que comenzarán a sucederse alrededor de Laura Satarsa.
Esa novela destrozada hoy apenas y con ganas es un relato donde nada hay de todo esto. Una historia más o menos potable exige vergüenzas estilísticas sepultadas a siete metros.
Un recuerdo reúne las mismas exigencias para no transformarse en una obsesión.
Hace poco dije a cierta mujer que el pasado solo me es posible en la medida en que logro convertirlo en materia ficcional. Eso no implica solo escribir. A veces con el silencio o la mentira alcanza. Es un ejercicio involuntario y vital, como tantas otras prácticas humanas. Con que La Verdad esté adentro mío alcanza. Lo demás tiende a la neurosis o la locura.
Supongo que la perra de Germán, mi encuentro con el diablo y todo esto escrito sin pretensiones para conseguir cierta calma es parte de uno de esos ejercicios.
Mañana y pasado serán días bravos que incluirán un análisis de orina y sangre, una radiografía panorámica de mi boca y muchas atenciones de índole filial.
La perra de Germán no se altera cuando no me encuentra en la casa.
Caga y se va.
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