13.2.21

13 de febrero

Hoy se lee Marcos 8, 1-10, la multiplicación de los siete panes y los peces para unos cuatro mil seguidores del Señor.

Con Manuel fuimos en bicicleta hasta la casa de sanitarios que dista uno o dos kilómetros. Antes Manuel desarmó la válvula del inodoro. Debo juntar algo más de dinero para cambiar también la descarga. Con un poco de desesperación, tras despedirme de Manuel. logré medio trabar el mecanismo para que el agua no se vaya y la mochila quede cargada. Debo tenerlo presente cada vez que me dirija al baño. Hay que realizar algunas maniobras para que todo funcione. Hasta que Manuel regrese. Aguarda mi llamado.

Equis hay días que necesita morirse, hoy no es uno de esos días, pero viene con esos asuntos. Le referí la intervención de Manuel, me contestó que bueno, no tenía muchas ganas de hablar. Y antes discutí con Aries. Siempre discuto con Aries. Desde hace años. Desde que me fui de la casa. No hay vínculo biológico que a ella le impida rotularme. Acaso fui duro, pero le dije que ya no me preocupo ni por su respeto ni por su amor, que ella tiene la ventaja de que yo siempre estaré, pero no para recibir rótulos. Le debo a cierta mujer que hoy me deplora este ejercicio de enfriar el corazón y la capacidad de moverme como un fantasma. Esa mujer me deplora por todo aquello que me enseñó.

En las Sagradas Escrituras hay una obsesión de Dios por la multiplicación, y me pido perdón por la "malsonancia". Multiplicarse es señal de que el universo camina. Será eso. Pero no busco la libre lectura de los luteranos y su séquito, y menos aún la predeterminación calvinista, que justifica hasta la esclavitud y la miseria. Es más genuino enfriar el corazón y trasladarse como un fantasma. No dejás de experimentar, pero lo hacés desde otra mirada. No es resignación, pero aceptás las cosas como son. Aceptás a un mosquito, a una araña que se come a ese mosquito y a otros insectos horribles. La infelicidad puede ser lo mejor que a uno le pase en la vida. Al menos la infelicidad comprendida tal y como el mundo la define. Me quedo con esto. Con este hablar solo.

A Manuel le queda un diente.

Si no dispongo de dinero en unos diez años mi boca lucirá ruinas idénticas.

Equis una vez (aunque varias fueron) me salvó la vida. Desde noviembre intento devolverle la gentileza.

Recuerdo cuando él me odiaba por mi falta de voluntad. Recuerdo sus gritos. Hoy los comprendo y hasta los justifico: Equis necesitaba que su descendencia no derivara en una multiplicación negativa. Acaso de eso se trate el amor.

(Muchos viejos asquerosos se llenan la boca de esa voz: solo buscan placer lúbrico y criminal; muchos de mi generación también lo hacen y los que no, los que se fijan en la palabra con desdén, solo sonríen para la foto; también hay amas de casa o profesionales frustradas que en la última mitad de su vida se buscan a un gurú para saciar urgencias de cierto chakra; sí, es un mal estrictamente femenino).

Del paréntesis anterior me viene a cuento algo espantoso que escribí y que luego eliminé y arrojé a mi carpeta titulada "Trash de textos" (eliminados por explicativos). Dice (y me causa mucha repulsión):

«Viva la vida, viva la vida, / viva la vida, viva el amor, / viva la vida y las mujeres / que en este mundo / son lo mejor». El Jaguar menemista de papá. Yo. La Recoleta. Andar en Jaguar por la calle Vicente López. Un sábado. En Buenos Aires, la capital de la corrupción política en los noventa de aquel siglo y los posteriores. Nos dicen que seremos parte del primer mundo en poco tiempo, que ha triunfado el capitalismo. Prometen que viviremos de la economía de servicios. Alientan a estudiar a los jóvenes pseudociencias: marketing, administración de empresas, publicidad, comunicación social, periodismo deportivo, decoración de interiores, psicología. La historia y las ideas han terminado, todo eso nos dicen, desde el presidente hasta los empresarios y periodistas de dudosa moral, sus narinas blancas de merca, hartos ya de las prostitutas que no los sacian, en busca de travestis que les rompan el orto o de menores expuestos en catálogos pedófilos. Odio a la Argentina ya en esos noventa. Odio a esos argentinos que también soy yo aunque no lo quiera, porque no elegí ser millonario, aunque: ¿cómo renegar de mi herencia?, ¿cómo denunciar los negociados de mi finado padre con los que mamá se pagó viajes, chongos, tetas nuevas, y yo guitarras, ropa y viajes alrededor del mundo? ¿Cómo? Problemas de niño rico haciéndose el rebelde, eso me tortura en esos noventa, y eso soy por ese tiempo tan distante o más bien ajeno a las calamidades del milenio que se avecina. No lo niego, está bien ser de ese modo juzgado. Pero realizo por esos días serios esfuerzos para no convertirme en una basura, en los otros que (los conozco bien) se transforman a fin de aquel siglo en policías culturales y se autodenominan poetas y escritores porque sus padres son importantes economistas y abogados hijos de puta con todos los contactos del universo. Licéncienme, al menos, de semejantes pecados. No soy en esos noventa del fin de un siglo pretérito un comisario de la cultura que usa un puñadito de su fortuna para abrir una galería de arte o fundar una casa editora de nombre moderno donde quitarse sus complejos por la floja capacidad intelectual que lo conturba y las ganas de llevarse a la cama a una muchachita judía de grandes delanteras y pensamientos de izquierda que lo transformará en la bestia de dos espaldas hasta que consiga el verdadero amor o alguien que se la nueva como Dios manda. No aspiro en esos noventa finiseculares a sobornar a ningún jurado. No procuro ser aquél que escribió una pésima novela y que tiene por esos días a todos los críticos de los suplementos culturales comprados. Tampoco me he convertido en el hijo del ministro que se da aires de poeta y se clava un ariete y tuerce la boca cuando escucha a los Sex Pistols en su mansión de San Isidro. Tampoco en esa década ostento el título de gerente de nada, de CEO de nada, honores que bien podría comprarme, ni les he inventado un nombre de fantasía empresaria a mis no tan ocultas pajas y a mi obsesión por contar el ganado de los campos familiares robados en tiempos de Rivadavia, de Rosas, de la Conquista del Desierto. No. No quiero en esos ya antiguos noventa de aquel siglo fatal dominar las cabezas del resto. Desdeño toda posibilidad de irme a Harvard desde hace por lo menos diez años. Desprecio mi dinero, todo ese dinero que podría transformarme en un sujeto vil, experto en negocios, en cualquier tipo de negocios. Como también rechazo las ofertas para ingresar como redactor y de inmediato dirigir cualquier área de un par de diarios centenarios manejados por familias que se han codeado y garchado con la mía desde principios de aquel siglo que acaba como un coitos interruptus. Nada deseo de todo aquello. (Ni ser un doctor en finanzas). No ansío mostrarme como especialista de lo que sea y a quien sus relaciones con las elites luego salvarán de cualquier mala praxis o estafa. No presumo en esos noventa (como tampoco lo hice en los anteriores ochenta), no presumo de inteligencia por el tamaño de mi herencia y de mi billetera, y no pretendo abusar, en resumidas cuentas, de mis privilegios de clase, de esa clase social acomodada desde siempre que te vuelve un psicótico y más que nada un parásito y un psicópata. Tan solo busco una fría venganza, nada más, contra uno de los míos que ahorró, como mi familia, en aquel seguro rancio de vida del que algunos aleatoriamente nos agenciamos, para luego estallar en esta eterna vejez donde ya no se puede morir ni aunque te apuñales con un destornillador. Y donde nadie joven hay para que te limpie o te la chupe. Deberían estar de mi lado todos aquellos que, como yo, no elegimos aquella inyección de eternidad en la que nos hallamos encerrados. Deberían apoyar mis esfuerzos mientras consumo mi memoria ampliada al escribir estas cosas, asistido por uno de estos juegos de entretenimiento para ancianos que traduce la voz en palabras, audios, imágenes y collages. Soy un Batman resentido. ¿Alguien recuerda a Batman? O un Robin o un Alfred, soy, que quiere matar a Batman. Busco en esos noventa del pasado hacerle daño a uno de esos jóvenes millonarios a quienes nada les importa la pobreza, la injusticia y las variadas formas de poder nacidas al calor del dinero, la alta alcurnia y el amiguismo. Oh, tú, que me lees, tras el fin del mundo y las revoluciones científicas y privadas que nos mantuvieron vivos a unos pocos y al azar. Oh, tú, deberías apoyarme en esta aventura que recién comienza si de verdad caminas del lado del bien, el amor y la belleza, aquello que llamo Satori y también muerte, ansiada muerte que nos rechaza; Satori y muerte, voces que dan la impresión de hallarse en desuso entre esta nueva y nonagenaria humanidad que compartimos como un virus, aferrados al sueño del final que no acaece y a cristos que no llegan; aguardando, todos, o casi todos, el justiciero galope de los jinetes del Apocalipsis que ya no sabe mi memoria ampliada si eran cuatro, cinco, seis o siete. Oh, tú. Oh, tú. Oh, tú. Víctima, como yo, de este nuevo tiempo, que añora lo antiguo no por mejor, sino por la ignorancia de la que gozábamos. Oh, tú, rara ave que en visiones el futuro te fue dado como a mí, y que por loco terminaste en un hospicio en los dosmiles, o señalado por los otros como un simple chiflado con una importante herencia. (Oh, tú, también, que tu inmortalidad tuvo su origen en servirnos a nosotros, los señores del presente, y que ahora te cagas encima igual que cualquiera en una silla de ruedas. ¿Qué maleficio nos mantiene vivos? ¿Qué fórmula fantástica nos inyectaron y ya no se puede adulterar? ¿Desde cuándo todos soñamos con el fin?). Oh, tú y oh, todos, triste renacida y geronte humanidad, que anhela con alguna esperanza la muerte, aquella que supo ser un don de Dios mientras vivo andaba, aquella que la ciencia y nuestros familiares nos arrebataron bajo el juramento mesiánico de que podríamos recapitularlo todo, enmendar el resto y vivir como la bestia de dos espaldas en un rítmico orgasmo. A ti y a todos, en la lengua que me salga, vaya esta historia como pequeño modo de recuerdo de una porción íntima de aquellos noventas que fueron tan nuestros.

Oh, tú.

Oh, todos.

Y oh, yo.


Lo bien que hice en censurar esa declaración estúpida que pretendía enmarcar una historia más estúpida.

Manuel es amigo de Julio, Julio oficiaba antes de "el plomero" en mi cabeza, lo que en otras partes llaman con mejor estilo.

Julio enfermó como Equis, hace un año que no sale de su casa. Y pocos días atrás se cayó y partió una ceja. Debe operarse. Los médicos lo atienden mal.

Hoy creo que regresaré por fin al libro de Onetti. Ayer me quedé dormido así con esa intención y lo que llevaba puesto. Me mataron los mosquitos.


(Para Aries y sus casi veinte años Onetti hubiese sido un viejo victimista, allá ella y su capacidad de rotular a todo el que no le gusta. Supongo que crecerá un poco más y que alguna vez comprenderá que solo soy su padre, que jamás pretendí volar por el cielo y salvar ancianas y gatos).

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