29.4.13

Causalidad

Escribo con los diez dedos de las manos. Mi zurda está operada, tres huesos reconstruidos tras un accidente, suele dolerme. Pero escribo igual de modo muy rápido. En el siglo pasado tuve en el colegio dactilografía. Eran tiempos donde todavía existía la remota posibilidad de ganarse la vida como dactilógrafo. Hoy cada vez es más difícil. A menos que te encarguen una desgrabación, o que escribas a destajo textos como los que me encargan escribir para ganarme el pan. Es muy útil entonces, en estos supuestos, la dactilografía. Pero La Velocidad De Los Dedos, El Genio Del Teclado, El Que Sabe A La Perfección Dónde Se Encuentra Cada Tecla, El Que Humillaría A Cualquiera En Un Campeonato De Dactilografía, es decir, Yo, que soy todo eso, puedo equivocarme. Los grandes dactilógrafos nos equivocamos. Y así es que allí donde quisimos escribir "casualidad" termina leyéndose "causalidad".
Pensaba titular así un post nostálgico sobre un sueño que ayer tuve con mi experro. Creo que lo estoy haciendo.
En realidad se trata de una sucesión de sueños, una sucesión donde voy en su busca y no lo encuentro, hasta que ayer sí lo encontré.
El hocico con barro seco. Sus largas patas. Su sonrisa.
Me abrazó, nos hablamos, fumamos juntos unos cigarrillos, le pedí perdón. Él en el sueño había sido por mí abandonado. Vivía con una perra salchicha gorda y agrisada por el paso de los años. No la estaba pasando bien, pero sin embargo me invitaba a comer algo, a beber un poco de vino. Él. Mi experro. Mi amigo. Otto.
Te reconocería a mil kilométros de distancia, le dije.
Él se emocionó. No había reproches en su mirada. Estaba feliz de verme. Yo estaba tristísimo. Era además un sueño de domingo a la tarde, esa hora del domingo donde la posibilidad de la pesadumbre ya no solo es posibilidad sino artificio pesado como un camión pisándote las piernas.
No tenemos todavía hijos, no tenemos relaciones sexuales, me confesó Otto.
La salchicha estaba de muy mal humor, se había quedado fuera de la casa; Otto y ella tenían casa y todo.
Pero la quiero, me dijo también Otto, aunque soy un poco grande para ella, lo reconozco.
Me sirvió el prometido vino, un Bianchi de etiqueta amarilla, nada extraordinario. Y leímos en silencio cosas que teníamos ganas de leer.
En algún momento le conté que lo había soñado días atrás, que lo venía soñando.
No te encontraba, tenía miedo de tu destino, le dije.
Él, que se había calzado unos lentes tipo quevedos, se los quitó. Sin mí Otto se había humanizado a un punto que causaba cierta impresión. Sacó la lengua, me sonrió.
Luego desperté. Luego supe como en esos cuentos chinos o en esos otros que no son chinos que todo había sido un sueño, pero hasta ahí nomás. Jamás puedo desprenderme del todo de mis sueños. De hecho mis sueños son fuertes alucinaciones. Que no me dejan por días. Que me confunden los días. Luego supe también (o recordé, la memoria es en mi caso un descubrimiento frecuente, malditos) que Otto había sido entregado en adopción, sano, limpio, sin que a mí se me derramara una lágrima. Entregado a una casa humilde del conurbano donde los humildes siempre reciben a los perros si tienen un pequeño jardín donde hacerlos correr. Y lo eché de menos mientras en la calle debía llover y no llovía, mientras me alejaba despacio por esas cuadras por donde habíamos paseado cuando él y yo todavía éramos amigos, hermanos, compañeros.
Fókin tristeza.

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