22.12.11

4. Peor podría ser nada


Pronunciar "Rulo de Brian" ya me genera una inverosímil felicidad. Se trata de una parte del tramo del Riachuelo que no fue rectificada y que, como escribí en uno y mil lugares, pronuncia, visto desde el satélite de Google o de quien cuernos sea, un, valga la redundancia, rulo, o también lo que podría ser un corcho de sidra. Como la letra omega, bah, para hacerla más sencilla. La margen provincial de ese Rulo divide dos municipios en su parte media: Avellaneda, por un lado, y Lanús, por el otro. En ese exacto lugar se realizará esa especie menor de encuentro estilo posta de Yatasto, pero no en Yatasto, pero no con San Martín y Belgrano, sino con los intendentes de ambas comunas. Uno se despedirá, cuando ello ocurra, de la excursión. El segundo la iniciará.
Pero para llegar al mentado Rulo todavía nos falta. Todavía estamos por Avellaneda, a la altura del Carrefour, o pasando ya por debajo del puente Bosch.
En algún momento una camioneta de la caravana nos pasó a toda velocidad, y lo propio también hizo otra. Seguramente funcionarios municipales o judiciales, o periodistas de medios tan inexistentes como mi identidad, que tienen la obligación de bajarse al compás del juez, de su séquito. Como sea, me ha molestado el apuro de esas camionetas y confirmado que poco importamos, o que más bien somos como fantasmas que tenemos la gracia de tan solo escuchar para yo, de vez en vez, derribar alguna duda preguntándole a uno de los secretarios del juzgado que por qué tal cosa o que por qué tal otra. Es el lugar que ocupo, que ocupamos con el fotógrafo. Es la sombra por la que debemos movilizarnos, la sombra que proyectan las figuras de quienes son protagonistas de esta historia. La variante no me incomoda, más bien me intimida. Hay que ser prolijo y cauto en este tipo de aventuras baladíes. Uno está ahí para que funcionen cuatro de los cinco sentidos. El que más se activa en esta parte de la recorrida es el olfato. El Riachuelo, a estas alturas, huele a cloaca, da asco.
Nuevos cortes policiales de tránsito nos permiten meternos en el camino de tierra y escombro que se adentra al costado del Regatas de Avellaneda, histórico club en el que estuve casi medio año atrás, también tras los pasos del juez. En aquella oportunidad él exhibió toda su capacidad retórica para conminar y convencer a los directivos del Regatas de la obligación de tirar abajo parte de las instalaciones de la institución, aquellas que se levantaban sobre el camino de sirga, aquellas que ya no se ven hoy. Recuerdo que el juez en esa otra oportunidad los congregó a los directivos, y también a funcionarios y periodistas en el bar del club. Recuerdo que la mayoría se sentó a escucharlo. Recuerdo que el juez dijo que el camino de sirga, los treinta y cinco metros desde el talud hacia adentro, debían ser respetados. Que agregó que eso era ilegal, que así el Código Civil lo establecía, y que etcétera. Poco o nada pudieron resistirse los hombres del Regatas, aquella vez, a lo dicho por el mandamás de traje.
Qué bueno que todo este asunto del Riachuelo, pensé yo, esté judicializado. Para bien o para mal, con aciertos y errores, sin el fallo de la Corte Suprema detrás, nada de todo esto que se ve hubiese sido posible. La política jamás se ocupó del Riachuelo. Jamás de quienes viven a la vera de esta inmundicia. Ahora que la cuestión está judicializada, algo, así sea poco, se hace, y no me quiero meter con el asunto medioambiental, porque eso daría para otro texto y para otro tipo de conocimiento del que carezco, ni tampoco con el relativo a la salud de los habitantes de esta ribera, porque todavía no hay siquiera datos que puedan tomarse como descriptivos (sí los hay parciales, de chicos con plomo en la sangre, por ejemplo). Subyacen en el asunto habitacional y en el relacionado con el despeje del camino de sirga —a eso iba antes del desvío— muchas reservas en el medio, como la calidad de las casas de telgopor adonde van a parar las familias que paulatina y lentamente son trasladadas. Me dirá uno de los secretarios que es un sistema de construcción en seco, que está probado. Yo, sin embargo, no dejaré de observar a ese tipo de construcción como enormemente inflamable, acaso desde mi ignorancia, lo subrayo, pero no dejaré igual de observarlo, más aún teniendo en mi recuerdo a los ex habitantes de El Pueblito relocalizados en el predio de Avenida Castañares y Portela. Más aún alojándose todavía en mi memoria un tanto defectuosa a un matrimonio compuesto por una paraguaya y un misionero, a quienes a la nueva vivienda no les había llegado todavía el gas, cuando los visité bordeando el reciente inicio de la primavera, y cocinaban felices con garrafa conectada a la cocina, sin que se viera en el vestíbulo de ingreso al edificio matafuego alguno. Tal vez esté totalmente equivocado y se trate de excelentes construcciones estas de las que hablo. No lo sé. Ningún clasemediero como yo eligiría vivir en algo así, de eso estoy seguro.
—Frente al Regatas, del otro lado del río —le digo al fotógrafo medio haciéndome el docto, eso que se ve es la villa 26—. Y más hacia el sur —también le digo— lo que se ve es villa Magaldi.
La 26 que asoma a las aguas pútridas son casuchas que parecen desear caerse al agua, edificadas de manera precaria sobre palafitos, basura y porquerías. Lo mismo puede decirse de Magaldi.
En toda esa costa capitalina hay una historia de generaciones sumidas en la miseria, donde es fácil imaginar cientos de enfermos que todavía enferman o que ya han muerto. También hay otra silenciosa, hecha de una incalculable resignación. En un país donde los ahorristas de clase media chillaron en 2001, yo incluido. En un país donde se manifiestan protestas por el impuesto a las ganancias, por la soja de los campos, por el presidente de la AFA, por la reparación histórica a los hinchas de San Lorenzo y su cancha. En un país como este donde yo me caliento con un colectivero que me tiró el colectivo encima de mi vieja SUV. En un país así, quienes viven en lugares como la 26 o Magaldi, resultan ser personas de un mansedumbre soberana. No los he visto protestar, que yo recuerde, ni en la Plaza de Mayo ni frente al Congreso.