15.5.25

Mensajes

Una chaqueña que una vez les pegó el covid a los viejos me escribe por whatsapp. Su imagen es un crespón negro que reza "la familia está de luto". Una paraguaya hace lo propio, recordándome que era "la paraguaya". Las dos se enteraron vaya Dios a saber por quién de las noticias. A la segunda le contesto que no puedo contestar, que me quedé sin palabras. A la primera la elimino. No fueron grandes personas ni grandes cuidadoras ni un carajo. Nada tengo contra ellas pero no por guaraníes o excluidas de ciertos derechos básicos como la educación o la salud debo yo cargarme con aquellas faltas y todavía sentir culpa y responder con elegancia. También llamó una prima de mi madre, que su marido andaba con presión alta, que le sangraba la nariz, que ella no sabía manejar y que cómo iría al sepelio que quedaba tan lejos si un uber le saldría algo así como cien mil pesos. Traté de buscarle alguna solución antes que pegar un grito, me prometió mi hermana que lo haría, se ve que no tuvo éxito. Y antes y después estuve y estoy metido dentro de una novela, no de la vida, donde actúo en función de lo que más o menos se debe o no hacer, y cuando descubro que soy una cáscara vacía tengo ganas de matar a la imbécil que me dijo cómo procesar el duelo, la otra que me indicó a quién abrazar y cuándo y la otra que procuró mear como un perro el territorio para dejar bien en claro que si Javier tuvo una mujer esa fue solamente ella. Extraño los días donde todavía apenas había la noción de la muerte, días muy tempranos, en Cramer entre Juramento y Echeverría, primero F, un sábado cualquiera, entre los dos, en la cama, ellos aún dormidos, yo mirando cómo ingresaban o flotaban o lo que fuera, a través de la luz de las hendijas de la persiana, las partículas de polvo. Extraño ese tipo de contemplación que era parte de los sábados o los domingos de mi infancia y que se rompieron de inmediato un mediodía con un muerto en Echeverría y Cramer y paulatinamente con más muertes y enfermos de la familia, más exilio definitivo a Flores a cuidar de una abuela que cada vez pensaba menos, a la vez que hablaba día tras día más pavadas. Extrañé todo aquello como ahora mismo hace unos días, el día del entierro, tras el entierro, tratando de comer lo que me habían elegido para comer y solo deseando fumar un largo cigarrillo y beber hasta la inconciencia, sería por Villa Urquiza o más o menos, tras todas las lágrimas que se pudieron y que no fueron todas y pensando que aún me queda el hombrecito que todo lo dice a través de sus ojos, que cada hora se abren un poco menos. Extrañé decía todo aquello (que fue un pequeño lapso en esta existencia rara) y extrañé todavía más a mi mamá y a mi papá cuando un contrahecho, un subnormal, vestido de Mario o más bien de Luigi, pues vestía de verde, se colocó en una esquina (almorzábamos en la vereda) e inició la típica musiquita de Nintendo que bien le habría valido terminar en instrumento de tortura. No sé qué hacer. Desde entonces procuro trabajar, subirme a la bici, hablar con hijos, visitar al hombrecito que sólo se expresa por los ojos, evitar el cigarrillo con chicles de nicotina. Y no sé siquiera si está bien escribir sobre este dolor que es un asunto privado y que no me tiene a mí de centro, sino a la ausencia que se creó con la vejez de mi madre y que terminó por armar este agujero ahora que ya no está, que la vi por última vez, que ya no la vi más.

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