5.9.24

De la serie "Estos días que estoy viviendo", "Sócrates vive en un edificio"

En tercera persona, mejor.

Se mudó el día anterior a la gran tormenta.

El morocho dueño del flete le refirió que había leído a Ludwig von Mises.

De von Mises, nuestro protagonista había escuchado alguna referencia antes de que el presidente comenzara la campaña, como unos veinte años atrás, de un antiguo profesor que conjugaba a la Escolástica con el liberalismo. Detrás, en la camioneta del flete, además de un lavarropas, una serie de muebles vetustos y un espejo, se habían ubicado un débil mental y un muchacho grandote, de esos que no precisan de la calistenia para noquearte. Es probable, pensaba nuestro héroe mientras el morocho del volante se despachaba con precisiones sobre la obra del austriaco, es probable que los dos de atrás me hayan usado el sofá para acomodarse. Este será mi último viaje largo por la Panamericana, también se decía, a la par que a la oreja izquierda le llegaban al parecer citas exactas de cierto libro:

"Es necesario achicar el Estado porque el Estado es como una familia que gasta de más y las familias que gastan de más se empobrecen, entonces lo mejor es no gastar de más y más bien gastar de menos para entonces no gastar tanto y tener más dinero porque el ahorro es algo así como el inicio de la fortuna o el gasto futuro que uno precisará para cuando deba por ejemplo cambiar un termotanque viejo por uno nuevo".

Ludwig von Mises tenía una prosa llana y un modo de convertir en fácil lo difícil; si así había escrito sus obras no cabía la menor duda de que ese fulano se había ganado el título de genio. Lo que no le quedaba claro a nuestro protagonista era quién había inventado al termotanque y en qué época. Es probable, se dijo, que en paralelo a las máquinas a vapor. Pero ni él se fiaba de sus reflexiones, no había dormido en toda la noche y eran las siete de la mañana: un sol ya fuerte y un cielo demasiado limpio como tramposo.

Nuestro titán había hablado mal del lugar hacia donde se dirigía con sus pertenencias, le había dedicado al menos un libro, sino habían sido dos. "Ludwig von Mises, deberías leer a Ludwig von Mises", escuchaba parlamentar al morocho del volante y a punto había estado de responder "y usted debería leer un libro mío, al menos, que habla muy mal del lugar hacia donde me mudo y donde es harto probable que si existe un solo lector de ese libro desee por lo menos pedirme explicaciones". Pero antes de decir nada miró por la ventanilla, pensó en círculos de fuego, en artificios mágicos y en silogismos propios de un maníaco depresivo con altas dosis de obsesión. Se concentró en estas últimas herramientas:

Uno:

Estos hombres son mortales.

Yo soy mortal.

Todos nos vamos a morir.

Dos:

Ningún pez puede vivir sin agua.

Los peces no son humanos, pero sin embargo tampoco puedo vivir sin agua.

Por lo tanto, el agua es el todo y yo la nada.

Tres:

Los radiadores de todos estos autos están llenos de agua.

También los ahogados.

De lo que resulta que todos nos vamos a morir y antes a mudarnos, que es morirse un poco, como leen las gordas en las revistas alguna vez.

Lo que más pesaba de toda la carga era el lavarropas.

"Les ponen arena, piedras, cosas", dijo el morocho del volante mientras con gestos de sus manos y la cara ordenaba al débil mental y al grandote que fueran subiendo las pertenencias del prohombre que se ubica en el centro mismo de esta historia como asimismo del universo en general.

"¿Cosas?".

"Muchas cosas".

"Igual ese muchacho tiene fuerza, el chiquito".

"Tiene fuerza porque no tiene conciencia de sí mismo, es idiota".

"Ah".

"Sí".

"Claro".

"Idiota como todos los negros".

Hablaron un poco sobre la vereda, otra tanto en la escalera que conducía al departamento y otro tanto más ya dentro, tras cruzar a una rubia en short que sonrió a los dos y se metió en la puerta vecina.

Los peones acomodaron cada mueble y cada artefacto en su lugar. El morocho del volante extendió la mano y contó los billetes, uno a uno, por el servicio prestado. Se dejó luego acompañar hasta la puerta y ya nada más habló ni de austriacos ni de idiotas ni de negros ni de nada. Y fue entonces que quien de verdad nos importa tomó noción de que algo había terminado para siempre. Le impresionaba estúpida una frase leída tal vez de Jung o de algún discípulo, y más estúpido aún asignarse a sí mismo tal estado. Incluso no estaba seguro de si la frase provenía de un libro o de un pensamiento automático o del comentario de un (ahora) viejo vecino. (O de un cliente, se dijo). Para el caso, se negó a definir que aquel era un "duelo de transformación". Detalles menores al margen, supo que debería adaptarse y dejar todo el pasado (como suelen decir las personas con poco sentido común) atrás.

Había un ventilador de techo, en lo que desde ahora sería su habitación. Lo encendió y se echó sobre el colchón que allí habían ubicado los peones. Cantaban los zorzales y sonaban las chicharras como en su antigua casa, había un arbolito con flores rojas que asomaba por la ventana, pero no había ya ni jardín ni cerco que cortar ni perros ni gatos que acariciar ni hombres borrachos que pedían monedas ni mujeres gordas que lo invitaban a engordar ni almacenes a la vuelta con frutales verduleras ni disparos a cualquier hora del día.

Procuró un silogismo para resumirlo todo, no pudo.

Antes una mujer comenzó a gemir.

Y antes también un hombre aulló.

La una y el otro desde puntos cardinales disímiles.

Sexo, pensó.

Sexo.

De pie, caminó hasta la ventana de la habitación contigua y observó el vidrio esmerilado de lo que debía ser un baño de un departamento de la planta baja. Tras los aullidos llegó a divisar que un hombre calvo de chomba roja se enjuagaba las manos en el lavatorio. Los gemidos femeniles también habían cesado, pero no tuvo dudas de que se trataba de la misma mujer que minutos antes lo había saludado.

Ahora reparaba en ella. Si no recordaba mal era rubia, más bien joven y delgada, rasgos sajones, una sonrisa un tanto exagerada. Y un short.

Acudió al famoso silogismo para no enredarse en sus malos ejercicios:

Todos los hombres son mortales.  

Sócrates es un hombre.

Sócrates es mortal.

Buscó, con la misma oreja izquierda con la que durante el viaje había escuchado hablar de liberalismo al morocho, detectar desde su comedor qué sucedía del otro lado, pegándola a la pared. Pero nada. Sólo su transpiración.

Ensayó:

Todos los edificios están habitados por humanos.

Sócrates es un hombre.

Sócrates vive en un edificio.

Y, despacio, se despegó de la pared y descendió hasta quedar de rodillas.

Aumentaba el calor, debía regresar a la habitación, pero algo lo detuvo: esa otra ventana, la de aquel ambiente, desde donde el sol lanzaba aún sus rayos.

Había buen espacio entre su nueva propiedad y los edificios en contrafrente. Y ventanas, muchas ventanas y balcones, dispuestos en dos plantas, con desprendimientos de pintura en la parte superior. Porque todo edificio es un organismo animado por las heces, el semen y otros fluidos, se dijo desgarrándose la remera y tras quitarse el pantalón. Entonces:

Si todos los edificios no pueden vivir sin inmundicias.

Y si las inmundicias que los alimentan son humanas.

Somos, en consecuencia, de lo que Sócrates vive.

Concluyó, tendido de espaldas, sobre el parqué. Desnudo. 

1 comentario:

  1. edificios y humanos como entes singulares parecen tener una relación parasitaria con la naturaleza.

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