16.9.24

De la serie "Estos días que estoy viviendo", "No teman y levántense"

Dios se me presentó una mañana en el patio mientras yo pensaba en un banquito que allí mismo ahora de igual modo se ubica. Nuestro Señor llevaba una túnica negra y también algo negro le cubría la cara.

Soy Dios, me dijo. No temas.

¿Y cómo se llama eso que te cubre la cara y los ojos?

Un hiyab, respondió.

Luego, nada más dijo.

Consulté mi teléfono. Busqué qué es lo que se ponen las musulmanas para taparse la cara. "Hiyab" fue la respuesta de Google: un velo que cubre la cabeza y el pecho de las mujeres de esa religión en presencia de personas que no son de su familia.

¿Y por qué no se te ven ni los ojos ni el pelo?, pregunté. ¿Eres el Dios de los judíos? ¿El de los cristianos? ¿O acaso el del Islam?

Pero, lo dicho, no volvió a hablar. Y yo no entendí por qué había conjugado el verbo "ser" en formato ajeno a mi estilo. Pensé en el don de lenguas, pero se trató sólo de un pensamiento pasajero.

Digamos que Dios estaba todo vestido de negro, incluidos los guantes, los zapatos, el sombrero y las botas.

Con su índice derecho me señaló el piso de baldosas de mi patio. Son baldosas coloradas, de unos cuatro centímetros por lado. Mi patio es pequeño, no lo he medido, pero es pequeño. Fue mal hecho por un albañil que contrató la que fue mi mujer y por culpa del albañil y de ella es que se hunde, y a la par que se hunde, se rajan las baldosas.

Dios señaló una de esas rajaduras.

Obedecí lo que imaginé era una orden.

De la rajadura salió una hormiga negra como Dios, se triplicó. Cada una de las tres hormigas (es decir, la original más las otras dos) tomaron caminos distintos. Cuando volví a levantar la vista, Alá ya se había esfumado.

Guardé mi teléfono en el bolsillo izquierdo de mi pantalón de tenis blanco. Dios se había vestido de negro, yo andaba todo de blanco. La remera, el pantalón, las medias, las zapatillas. Antes de levantarme dirigí otra vez mi mirada hacia el suelo.

Las hormigas también se habían esfumado.

No más me hube puesto de pie, fui en busca de mi unigénito, a quien encontré en su cuarto, sobre la cama. No precisé tocarlo. Él abrió los ojos. El cuarto de mi unigénito tiene una ventana que da al patio. Dijo que había cerrado los ojos de miedo, que no estaba dormido.

También lo vi, papá, añadió. Y supongo que debemos ahora hacer algo.

¿Qué?

Lo que te haya dicho, replicó mi hijo.

Es que nada me dijo más allá de que no temiera.

Entonces ahí está el mensaje.

Y en las hormigas. 

¿Hormigas?

Narré cómo había visto surgir de la rajadura una hormiga que se había multiplicado en tres, etcétera.

Mi unigénito no demoró en su conclusión:

Si de una hormiga nacen otras dos, eso quiere decir que tengo un hermano.

Con el revés de mi muñeca me sequé las lágrimas. Imaginé a la madre de mi hijo siendo madre otra vez con otro. Mi unigénito continuó:

Debemos buscarla. ¡Ala, tú, vamos!

¿Por qué hablas de “tú”?, pregunté.

¿Y por qué tu dices “hablas” y no “hablás”?, me retrucó.

La constatación del pequeño milagro lingüístico nos enmudeció a ambos. Rápido, sin mucho meditar, llenamos una mochila con galletas marineras y salimos en busca de Sara. Antes, a mi unigénito le ordené que se vistiera con el conjunto de tenis blanco igual al mío, que se quitara el pijama y se pusiera un calzón limpio.

Sara se había marchado a casa de su madre ya no recuerdo hacía cuánto tiempo. Debimos combinar tres colectivos llenos de temperatura. Mi unigénito tenía fresco el número de puerta y también el piso y el bloque donde Sara vivía.

No está más, se fue.

Todo aquello nos dijo mi exsuegra cuando preguntamos por su hija.

¿Y dónde es que vive ahora, señora mía?, pregunté.

Mi exsuegra no me respondió a mí, sino a mi unigénito. Dijo:

Se marchó ayer. Y retrocedió hasta la mesa del comedor, regresó con un papel, agregó: Ahora vive aquí, con un hombre al que no conozco.

Y voy a tener un hermano, articuló mi unigénito.

¿Quién te lo dijo?

De algún modo me lo dijo a mí ni más ni menos que Dios, tercié.

Nos despedimos dejándola, lo sé, boquiabierta. Bajamos por las escaleras por las que minutos antes habíamos subido. Aún el sol se hallaba en sus alturas y, fuera del bloque, había aumentado el calor.

Según las coordenadas de mi teléfono, para llegar al nuevo domicilio de Sara deberíamos tomar otros tres colectivos.

¿Te has fijado tú en las coincidencias, padre?, preguntó mi unigénito.

¿Pues cuáles, chaval?, repliqué.

Que todo es tres, como que también Dios es uno y trino, y que pues también es muy cierto que debemos de beber.

En el campito que mediaba entre los distintos bloques había una canilla en la que se mojaban unos muchachos corpulentos, en cuero, ennegrecidos por el sol. Eran también tres y con mi unigénito supimos que se trataba de otra señal. Uno de ellos, de su pantalón deportivo azul (los tres vestían el mismo tipo de pantalón deportivo azul a tres líneas verticales) sacó un largo y filoso cuchillo.

Quédense quietos y larguen todo, dijo.

En un tris nos quitaron los teléfonos, las billeteras, la mochila. Y en otro tris mi unigénito atacó al del cuchillo con una patada voladora directa a la cara. Tras desarmarlo, lo mató sin mancharse las manos con sangre, sino con otra certera patada.

¿Pero cómo lo has hecho?, pregunté.

Supongo que gracias a Dios, contestó. Pero padre, no os desviéis, que ahora debes tú continuar con la faena.

No, que está bien así, que esta ha sido legítima defensa, pero que, si prosiguiere del modo que tú dices, que ya no sería ni defensa ni legítima, sino venganza.

Mi unigénito, sin embargo, viendo lo que yo no veía a mis espaldas (que los otros se me echaban encima para matarme con sus manos) debió proceder como yo no lo había hecho con el otro. Una serie de patadas voladoras bastó para que quedaran sobre el pasto del campito, desnucados como su amigo.

Pedí a mi hijo el cuchillo, lo guardé dentro de la mochila. Allí también guardé el poco dinero que los tres maleantes ocultaban entre sus ropas y asimismo sus teléfonos, los nuestros, nuestras billeteras y las zapatillas de cada uno de los también tres.

¿Y eso por qué, padre?, preguntó mi unigénito.

No lo sé, dije.

Entonces caímos en la cuenta de que ya nos había rodeado un centenar de hombres salidos cada uno de la serie de bloques que conformaban el barrio. Se mantenían distantes de nosotros unos metros que a mí se me hicieron muchos, pero que a mi unigénito no. Todas miradas hostiles. Todos brazos cruzados. Todas piernas abiertas. Intenté hablar, antes mi unigénito se antepuso y dijo:

Que hoy hemos visto a Dios, así que quien quiera no dejarnos salir de aquí, que corra la misma suerte que estos tres, que por tres serán multiplicados hasta que termine con el último.

El círculo de piel, hueso y músculo que nos rodeaba se miró entre sí y murmuró. Mi unigénito, entretanto, tomó la delantera, rumbo a la salida del barrio, y acaso para demostrar que hablaba en serio, pegó un salto mortal en dirección a quienes por ese lado nos cerraban el paso, y el paso nos fue abierto tras la acrobática demostración.

Tres colectivos, luego, se sucedieron. Y tres horas tardamos y también tres en que se hiciera noche.

Mi unigénito quitó de uno de sus bolsillos el papel que le había entregado su abuela.

Es esta puerta y es esta casa, dijo. Que si te fijas en detalle, es una cabaña al estilo alemán, un perfecto triángulo.

Enseguida, golpeó la puerta y la puerta se abrió y vi en la cara de Sara los mismos rasgos que por genética llevaba mi unigénito; la única diferencia se hallaba en el largo del cabello. Sara lo llevaba como la recordaba, hasta más allá de los hombros, negro y lacio. Luego, eran, como quien dice, y como siempre habían sido, dos gotas de agua.

Que al fin han llegado, ella dijo sin siquiera saludarnos.

El interior de la casa a oscuras se hallaba y por esa razón nos costó enterarnos que tras su espalda Dios se encontraba.

Dadnos las ofrendas y marchaos, Sara también dijo. Y predicad por donde sea que Dios existe y que tendrá otro hijo, que, contigo, agregó dirigiéndose a nuestro común hijo, seremos una familia ensamblada, sumando el número de seis, si además contamos al Cristo.

Dejamos los celulares de los malvivientes antes liquidados, también sus pocos billetes, los tres pares de zapatillas y nuestras galletas marineras.

No teman y levántense, Dios nos dijo cuando nos pusimos de rodillas.

Pocos días después, a tres manos, pues contamos con que Dios nos inspira, iniciamos el primer capítulo de este libro.

Dios me dicta en la cabeza qué decir.

Yo le dicto a mi unigénito.

Y mi unigénito escribe, como ahora mismo lo hace, sobre este escritorio, en este blog que acabamos de abrir para tal fin.

Suponemos que el fin está cerca. Pero a tal asunto por el momento lo omitimos. Pues aún no nos ha sido revelado.

No teman y levántense, Dios nos ha dicho y nosotros a ustedes ahora les decimos.

Dios no es nuestro familiar directo, también nos ha dicho, aunque de modo más sutil.

Lo demás, por ahora, es tan sólo su silencio. Como esta noche también callada, con sus estrellas brillando. En la oscuridad.

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