Una de las formas de traer a Equis a la realidad redundó en leerle uno de los libros de (acaso) la gloria literaria de la familia, su tío Eduardo González Lanuza, premio nacional de literatura 1960, lauro que poco significó entre los González, en comparación con la importancia de las otras historias y glorias, las familiares.
EGL se encargó en buena medida de la primera formación cultural de Equis. Entre los 40 y los 50 lo llevó al gallinero del Teatro Colón y le mostró que ese mundo de las artes no era distinto del de una fábrica. Detrás de las máscaras de los esnobs de turno se escondían hombres y mujeres que, como cualquier obrero, defecaban y despedían olores acres en verano, y ostentaban una mayor debilidad por el suicidio o el éter.
A la casa de la calle Nahuel Huapi alguna vez se arrimaba una de esas celebridades creídas de sí mismas e impugnadas por la política, la religión o lo que fuera. Cada cual llegaba con un severo ataque de excentricidad e imagino que con un compartido repudio hacia el tango. Por esos tiempos, EGL, a su manera, también andaba atacado: se había hecho, a su estilo, medio comunista, y había adherido (pecado de juventud) al ultraísmo, asunto que no lograría borrar de su biografía ni después de muerto.
Lo que de EGL dicen las páginas de internet es reducido y más bien pobre. Se refiere su amistad con Jorge Luis Borges, cosa cierta, y se alude a la tríada que, con el futuro ciego, más Oliverio Girondo, formó en Prisma, Proa, Martín Fierro.
Copio lo que a mi entender es el resumen menos desgraciado de su obra:
“Su poesía evoluciona desde un vanguardismo muy impregnado de futurismo hacia formas más libres y menos escolásticas, a través de títulos como Treintaitantos poemas (1932), La degollación de los inocentes (1938), Transitable cristal (1943), Oda a la alegría y otros poemas (1949), y Suma y sigue (1960).
“En prosa cuenta Aquelarre (1928), una monografía sobre el pintor Horacio Butler y un par de libros de reminiscencias, Cuando el ayer era mañana (1954) y Los martinfierristas (1961)”.
Un poco de justicia podría operarse si se añadiera que a EGL se le atribuyen palabras injustificadas contra Leopoldo Marechal (dicen que dijo del escritor peronista que su lenguaje era “de letrinas”). Y un tanto más de acierto poseería su biografía si se le sumara que el mentado EGL transitó un camino particular en el plano ideológico: de la roja revolución al Cristo obrero y más luego a una literatura que no se avergonzó de frecuentar el folclore católico cuando fue preciso. Sin ser un ultramontano, EGL, santanderino del 900, no renegó de su sangre y de su tradición ibérica, y menos aún de sus santos y mártires cargados de sangre.
A lo anterior, y para la sección de chismes de una revista inexistente de literatura, sería posible agregar que EGL fue testigo, esto es, padrino, del primer matrimonio civil de JLB con la siempre olvidada Elsa Astete Millán. Según dicen que dijo, ese matrimonio consistió “en una tontería de mi amigo Borges”.
En la internación de Equis, y antes de que lo tomara por sorpresa una neumonía bacteriana intrahospitalaria, busqué en mi biblioteca uno de esos libros de Eduardo González Lanuza, con la escasa intención de proporcionar al enfermo de un túnel hacia el pasado que, de alguna forma, lo devolviera al presente. Antes de que nos encapsularan en un piso de la clínica, dentro de una habitación de la que no podías salir, encontré un feo ejemplar de Cuando el ayer era mañana, no el que deseaba.
El volumen deseado es de Sudamericana y tiene un diseño tan sencillo como exacto: dos franjas verticales de un rojo gastado, más dos franjas más reducidas y grises, un centro blanco y la ilustración de una maceta con una planta que forzaré su clase y escribiré que se trata de un hibisco.
En ese libro EGL cuenta el adiós a Santander, vía Burdeos, hasta el arribo a Buenos Aires, de toda la familia González Lanuza, a causa de un secreto que no lo es tanto: un fracaso financiero asociado a un asunto de explotaciones mineras, más una cuestión de honor donde nadie debe quedarse en Cantabria un segundo más porque el oprobio es grande.
El padre de EGL (y de sus numerosos hermanos) se educó en Londres y fue testigo de la inauguración de la Torre Eiffel.
El padre de EGL, abuelo de Equis, no es hombre que se tome a menos una derrota.
La elección del libro respondió a lo que entendí operaría como una pequeña trampa contra el paciente: sabía que el relato jamás llegaba en su avanzar cronológico hasta la casa de la calle Nahuel Huapi, que apenas arribaba, desde el punto de partida, Santander, a una propiedad de otra calle de Buenos Aires, Cuba; conjeturé que ese hecho despertaría en Equis, si la memoria le fallaba como le fallaba el aquí y el ahora, un apuro por llegar hacia el final y constatar si había sido escrita o no aquella casa añorada hacia donde con su cabeza se había trasladado, como antes lo había hecho su cuerpo, a punto de cumplir los 7 años.
“Eran las nueve y media. Lo decían / los baldes de oleosas aguas tristes / resonando en obscuros corredores…”.
Para dormir, para orinar, para quitarlo de una visión nocturna, lo escrito por su tío EGL fue la mejor medicina. Promediando los quince días de internación y encierro, logró detenerse en la contemplación de ciertas figuras poéticas, como así también en el juicio contrario cuando tal o cual parte se le tornó pesada. Impaciente (imaginaba yo) por descubrir si ese libro llegaba a la casa de la calle Nahuel Huapi donde él se creía, Equis actuaba con piedad y admiración donde lo decidía y lapidario donde lo consideraba justo. Tras ello, articulaba la eterna pregunta:
“¿Pero cuánto falta para llegar a Buenos Aires?”.
A lo que mi respuesta era siempre la misma:
“Bastante”.
Una de las imágenes que justifica a Cuando el ayer era mañana es la que contrasta al Cantábrico con el Río de la Plata. Escribe EGL de este último:
“(…) su dilatada planicie era algo así como el baldío dejado por la ausencia del mar, y medía el tamaño de mi nostalgia (…)”.
Otra imagen que rescata del olvido al libro es esta, situada en Cabo Verde:
“Poco y penoso honor hacían a su nombre la esterilidad rocosa de la costa, pero algo infinitamente más maravilloso que el verdor resplandecía en torno de la nave. Aparte de las sórdidas lanchas carboneras que iban a abastecerla de combustible, bullían canoas con negros, con auténticos negros que valían por toda una selva, que eran a los ojos de la criatura la selva misma, con su mínimo atuendo exigido por un debilitado pudor colonial. Los rostros dibujados al carbón en torno de la luminosa blancura de la amplísima sonrisa gesticulaban pidiendo a los pasajeros una moneda al mar, para lanzarse de inmediato en zambullida no menos elástica que la de los delfines tras de ella, y, casi instantáneamente, volver a surgir, la sonrisa de uno de ellos más amplia y feliz, levemente imperfecta porque entre sus dientes aparecía la moneda”.
Una imagen más, pero extraliteraria, es la de Equis, antes de acabar la lectura de todo el libro puesto en mi voz. Él se toma de una de las barandas de la cama ortopédica, intenta girar su cuerpo, no puede; me levanto y lo ayudo. Abre un ojo, dice:
“Este libro termina antes de la mudanza a esta casa de la calle Nahuel Huapi, que fue vendida al Flan del Rey una vez muertos mis abuelos”.
“Eso quiere decir que técnicamente es imposible que esto sea esa casa”.
“Para El Flan del Rey nada parecía imposible, era capaz de construir una clínica sobre aquel terreno. Pero sí, para que te quedes tranquilo, supongamos que esto es Palermo y no Belgrano”.
El padre de Equis encontró a EGL en 1984 sin vida en su cama. La mujer de EGL, según la versión de Equis, lo creía dormido al finado. Hubo que convencerla y eso fue trágico.
Esa última imagen es la que acaba con este texto. Porque ya no hay más que decir. O sí.
Que un libro, por pequeño y olvidado que sea, obra largos, largos etcéteras. Y que quizá la debida tensión de una historia puede, como a Equis, mantener en vilo a un moribundo hasta hacerle olvidar de que se está muriendo.
Los médicos niegan el sintagma anterior. Opinan que la Santa Ciencia ha obrado el milagro. Equis mismo lo sostiene, con igual convicción con la que asegura que, en el desahucio, lo único que hizo fue regresar a esa casa de los años 40, donde El Flan del Rey, quien quiera que haya sido, montó una clínica de más de diez pisos.
EGL, que define al Río de la Plata como “baldío del mar” (palabras más, palabras menos) intuyo que, antes que una metáfora, procura alguna relación entre ese par de elementos y sus símiles, aquellos que constituyen el título del libro, “ayer”, “mañana”, donde el mañana “de sueñera y de barro” es apenas la ruina del ayer peninsular, como estos huesos que escriben constituyen solo la mera corrupción de aquellos otros que fueron.
“Somos fantasmas”, le digo a Equis.
“No, sos un rebuscado”, me contesta.
Luego, pide que le tome la presión y me narra el martirologio silenciado en las hagiografías de una vieja beata que es arrollada en la avenida Cabildo, tras bajar del tranvía, con destino a la primera misa de la mañana. Otra vez me introduce entre fines de los 40 y principios de los 50. Pero esa es otra historia, la historia de la pobre señora de Ontaneda que, aquí, desborda.
"Con su hermana hacía los mejores merengues de Buenos Aires", escucho. "No hubo santa, supongo, que haya marchado más rápido al cielo".
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