Cuando era chico, en Belgrano, dije por estos días, tuve una infancia llamémosle "equilibrada". Aunque hiciera frío, mis días extraescolares los pasaba en una Legnano roja o pateando una pelota con el hijo del portero vecino. Pero era la Legnano roja fundamentalmente mi mayor felicidad. Plegable, con rueditas, a mis cinco años el portero de mi edificio se cansó y se las desatornilló. Antonio, se llamaba, don Antonio, hincha de Talleres de Córdoba y de Boca. Una tarde a la mujer de don Antonio le explotó un sifón de los de antes, los de vidrio, yo la vi toda ensangrentada, no sé por qué estaba en el primer piso, recuerdo que mis padres sin ser médicos debieron atenderla y que sobre el piso de madera goteó su sangre. Tenían por lo menos una hija, Roxana. Pero me desvié del asunto, como es natural en mí.
Don Antonio esa vez de su arbitraria decisión de quitar las rueditas de la Legnano roja, tras hacerlo, me dijo dale, andá, y de un empujón me lanzó hacia lo más parecido al paraíso: el equilibrio.
Esa sensación física guarda creo mucha relación con el equilibrio de los místicos, con el de los hombres puros de alma, con el de las mujeres al momento de parir, con la felicidad del chico que fui en bicicleta sin rueditas. Tener las gomas infladas, girar hacia uno y otro lado, sortear transeúntes, clavar los frenos y derrapar. Dar vueltas a la manzana a toda velocidad.
Hasta el 82 más o menos así fueron las cosas. Después vino la guerra y vino el Papa y mi abuela enfermó y le dije adiós a Belgrano, cuando Belgrano era el barrio de Belgrano y no esa cantidad diabólica de edificios y autos y gente. Y me vine aquí cerca, a Flores, donde en la plaza todavía había juegos para chicos, donde había un rulo de cemento por donde podías pasar y oler el orín de los borrachos. La realidad.
Para ese tiempo la Legnano quedó archivada en una baulera. Creo que también mi equilibrio.
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