29.12.12

Levítico 11:29


4
El concierto de aullidos de mi perro, un concierto repentino aunque esperado, supuse que por su hallazgo del muerto, acompañó mi búsqueda y mis lágrimas. Necesitaba esta vez sí el teléfono y encontrar mis documentos, la policía seguramente me pediría los documentos y seguramente también me retendría en la comisaría hasta que diera mi testimonio a un agente dactilógrafo. Avanzaba la mañana de sábado. Avanzaba como avanzan los días y se acerca tarde o temprano la soledad, la desnudez y la muerte. No debía demorarme, pensé que esa podía constituir una grave falta frente a las autoridades policiales, pensé también que debía estar ya mismo junto al cadáver y velar por él para que su asesino no aprovechara para quitarlo de lugar. Enseguida me pareció absurdo que el asesino regresara a la escena del crimen bajo el sol del sábado para cargar con el cuerpo del muerto y llevarlo a otra parte donde prenderlo fuego, donde descuartizarlo y repartir sus restos en bolsas de consorcio. Recordé entonces mi conversación con el negro, el negro me había llamado al celular, yo había atendido el celular en la cocina, luego había caminado por la casa. Repasé mis movimientos todavía sin hallar mi documentación. Me fue muy difícil. Abrí un cajón de mi escritorio, vi una foto de mi exmujer con los chicos y conmigo, cuando aparentábamos ser felices, cuando seguro lo éramos pero no nos dábamos cuenta. Los ojos de mi exmujer brillaban de felicidad y no se daba cuenta. Mis ojos brillaban de felicidad y tampoco me daba cuenta. Mojé la foto con mis lágrimas como una anciana en un geriátrico ha de mojar las viejas fotos de familiares que la olvidaron o se murieron. Mi perro continuó con sus aullidos, firme en el patio y me acerqué al patio para encontrar un fundamento a esa actitud de no venir él en mi busca para buscar consuelo. En un rincón del patio creí ver un gato gris, pero no era un gato. Mi perro se hallaba echado de costado, con una pata mordida. El gato era una rata de ojos colorados, o así la creí ver yo. Pegué un grito que no debería haber pegado, corrí en busca de una escoba en la cocina, encontré mi teléfono celular junto a la cafetera eléctrica. Regresé con la escoba: la rata seguía agazapada, también sangraba, pero en un costado, resultaba claro que habían combatido, que mi perro tal vez había atacado primero y que ella se había defendido. La rata no dejó de mirarme mientras elevaba la escoba, y así siguió mirándome, sin perturbarse por los aullidos de mi perro mientras yo le daba duro y parejo con la escoba, mientras la hacía escupir sangre negra por la boca. Matar una rata a escobazos no es una tarea fácil, además de asquerosa, es una tarea muy difícil e imprevista. Cuando la vi agonizar todavía le pegué más fuerte, de la boca comenzó a salirle espuma también negra y yo sin medir la mugre y la sangre que se había enredado entre las pajas de la escoba la invertí y con el palo de la escoba seguí pegándole hasta que directamente le clavé el palo en la panza. Más sangre negra ensució mi triste patio y más aullidos mi perro emitió por su dolor en la pata y acaso por intuir mi desesperación y mis gritos, gritos que de a ratos tomaba conciencia que mi garganta lanzaba, insultando a la rata, a esa maldita rata que jamás había visto en mi vida, que jamás había visitado mi casa y que, sin embargo, ese sábado de sol al fin lo había hecho para lastimar a mi perro, para tal vez enfermarlo de peste bubónica, de muerte. Nomás la histeria y mi faena terminaron, más lo segundo que lo primero, con esos pensamientos corrí hacia el baño y busqué alcohol, una remera limpia para envolverle la pata a mi perro. Mi mano lastimada por la correa me había vuelto a sangrar, la puse bajo el agua, le apliqué jabón, me ardió muchísimo, pero eso solo me hizo reforzar mi compasión con mi pobre perro descubridor de un cadáver que había defendido el hogar del ataque de esa miserable rata, que de no haber hallado ese obstáculo no se hubiera detenido hasta morderme a mí, hasta enfermarme de muerte a mí. Dolorido, la sangre de mi mano retenida por un pañuelo, volví otra vez al patio. Mi perro había conquistado cierta calma. Siempre echado de costado se le notaba su respiración agitada y su lengua relajada y oscilante sobre el piso. Le hablé con suavidad, intenté dejar de llorar. Le dije que le ardería un poco, pero que era necesario, que no sabía qué otra cosa hacer en esa circunstancia. El teléfono de la casa comenzó a sonar, yo levanté apenas la pata mordida de mi perro con la mano lastimada forrada en el pañuelo, con la boca desenrosqué la tapa del frasco plástico de alcohol, incliné el frasco y largué sobre la herida un grueso chorro de alcohol. Mi perro entonces se enfureció y demostró conservar ciertas fuerzas, giró su hocico hacia mi mano sana y le clavó sus colmillos. Se los clavó todavía más, forcejeamos, con una pierna logré devolverle la cabeza al piso, y con mis ya dos manos enfermas le envolví la pata con la remera y lleno de dolor en ellas hice un nudo lo suficientemente fuerte para que la herida de mi perro largase todo el veneno de la rata. Eso a mi perro tampoco le gustó y debí durante un rato contener sus intentos por volver a morderme presionándole con la pierna el costado del hocico, donde nacen las comisuras de sus labios. El teléfono mientras tanto sonó otra vez, y otra vez más, y la sangre de mi perro, más la negra sangre de la rata, más la mía de la mano mordida, todas esas sangres se confundieron en una sola, líquida pero espesa, que rumbeó lentamente, antes de su punto de coagulación, hacia la rejilla.

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