29.12.12

borrador desesperado


3. Terror en el puente
Era sábado, un sábado soleado y de calor, como puede ser cualquier sábado para comenzar una película romántica. Mi perro estaba insoportable. Tras la meada en el rincón tironeaba de la correa más de la cuenta, procuraba comer cualquier porquería, chumbaba a los perros con que se cruzaba. Me hizo salir nuevos callos en las manos su conducta, debía amonestarlo con fuertes tironeos hasta que lo hice toser, vomitar un poco del alimento balanceado. Cruzamos con esa mala relación las vías del ferrocarril, había algunos hombres solos y otros acompañados por sus familias que también lo hacían. Tras las vías creo que entendió que no estaba con ánimos de tolerarle mayores indisciplinas. Varios tironeos le constataron la idea. Lo dejé mear en cuanto árbol encontró, doblamos por la avenida y se contuvo de robarse unos ajíes de la verdulería de los bolivianos de la avenida. Seguimos derecho por la avenida hasta el puente, pensé cómo se comportaría en casa cuando a la noche yo no estuviera, si deberíamos esta vez caminar más de la cuenta, cansarlo, lograr que defecara y no dejarle alimento disponible para que no me cagara el patio. Pensé también en los vecinos, en la bronca de los vecinos contra el hombre solo que esa noche no estaría en casa, que se habría ido a buscar un taxi boy a Santa Fe y Pueyrredón. Pensé también en ir a misa, en quedarme frente al sagrario tras la misa para consultarle a Dios qué hacer. Llegando al puente determiné que fuera lo que Dios deseara, que no tenía demasiadas ganas de caminar, que ya estaba transpirado, giramos a la izquierda y comenzamos a subir el puente. Tuve la esperanza de cruzarme con la dueña de Guizmo, tal vez pudiéramos entablar un diálogo inútil, intrascendente, y así aliviar un poco mis nervios, esos nervios de veterano jugador de fútbol que ya no sabe ni marcar y que sin embargo es exigido a salir nuevamente a la cancha, porque debe cumplir con el contrato, porque todos los titulares en su puesto se lesionaron. Podía hablar con ella de la mañana, el sábado soleado y el calor, comentarle que mi perro me había orinado dentro de la casa, que estaba preocupado por esa manifestación repentina de falta de respeto; podía pedirle que me diera algún consejo sobre cómo rectificar esa inconducta, y comentarle de paso que esa noche saldría con un amigo y que me preocupaba mucho dejar solo a mi perro, que si no sería bueno visitar al veterinario y pedirle unas gotas tranquilizantes o acaso algunas de mis pastillas, si no le caerían mal a mi perro algunas de mis pastillas tranquilizantes. Al costado del puente nacían yuyos y entre los yuyos había botellas de vidrio, papeles, basura tirada, también excremento animal y olor a pis de perro. Mi perro disfruta muchísimo ese puente, cada olor le sublima su estado en celo perpetuo, su necesidad de montarse a una perra o a un perro o a mí. También lo inspira para mover el vientre. Pero esta vez no movió el vientre. Tan solo orinó varias veces más, y llegando a las alturas sobre el ferrocarril volvió a tironear de su correa de una manera alarmante. Repelí su rebelión con insultós, con tironeos de mi parte, él pareció calmarse, pero ya en la bajada volvió a insistir, hasta que otra vez entre los suyos se detuvo para oler lo que era un zapato, dos zapatos, un hombre tirado sobre las porquerías de los yuyales del puente, un hombre con los ojos y la boca abierta, moreno, de mediana edad, la camisa blanca abierta y manchada de sangre como todo su torso y sus pantalones y su cuello y su cara y varios yuyos circundantes, más una puñalada por encima del ombligo, directa a lo que supuse sería la aorta abdominal. Mi perro comenzó a ladrar, continuó oliendo los zapatos del hombre. Pasó una mujer en calzas haciendo footing pero no reparó en el descubrimiento de mi perro. No pasó nadie más. Busqué en mis bolsillos el teléfono para marcar el novecientos once, no lo encontré. Comencé a gritar, a pedir auxilio. Otro deportista amateur, pero de sexo masculino, pasó sin detener su trote. Lo mismo hizo una anciana con dificultad. A todos dije “¡por Dios, llamen a la policía, hay un muerto!”, pero todos antes que desviar sus miradas hacia el hocico de mi perro y los zapatos que olía se fijaron en mi cara y siguieron de largo. Le hablé entonces a mi perro despacio, le dije que deberíamos correr hasta encontrar un policía. Le di dos vueltas a la correa alrededor de mi mano. Iniciamos el descenso, los dos a punto de trastabillar, de caernos. Ascendía por el puente un matrimonio con su hijo de pocos meses en su cochecito. “¡Hay un muerto, hay un muerto!”, grité. El hombre empujó a su mujer, maniobró el cochecito y se puso delante de él, en guardia. Yo pasé por el costado que me dejó libre, no giré la cabeza, nadie estaba dispuesto a darle credibilidad a un hombre solo, mal vestido, mal peinado y afeitado con su perro raza perro. Tras bajar del puente corrimos cuadras y cuadras, hasta que mi perro y yo, y yo antes que él, comenzamos a cansarnos. La gente de mi barrio nos miraba azorada. Yo ya no emitía grito alguno, tenía fuertes ganas de vomitar como antes lo había hecho mi perro presionada su tráquea por la correa. Decidí regresar a casa, hablar desde ahí al novecientos once, brindar mis datos, ofrecerme de testigo. Esa resolución me obligó a apurar el paso. Vi caras conocidas que jamás me saludaban en el camino. Vi otras jamás vistas, pero lo mismo. Ninguno reparó en mi búsqueda de una respuesta visual a mi desesperación. Se me estaba descarnando la mano por las dos vueltas de correa que la envolvían, mi remera estaba empapada de sudor, no podía ser todo más dramático y trágico. En casa dejé a mi perro sin quitarle la correa, suelto. El fue al patio, lo escuché beber agua. Yo me lavé la mano, que había comenzado a sangrar. Luego tomé el teléfono. La operadora me tomó los datos personales, el lugar del hallazgo. Me ordenó que regresara, me preguntó que cómo estaba seguro de que ese hombre estaba muerto. “No se movía”, respondí, “tenía una herida sobre el ombligo, justo donde está la aorta”. Resulté convincente. La operadora me pidió que dejase de llorar. Yo no me había dado cuenta, pero había comenzado a llorar.

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