3. Terror en el puente
Era sábado, un sábado soleado y de calor, como puede ser
cualquier sábado para comenzar una película romántica. Mi perro estaba
insoportable. Tras la meada en el rincón tironeaba de la correa más de la
cuenta, procuraba comer cualquier porquería, chumbaba a los perros con que se
cruzaba. Me hizo salir nuevos callos en las manos su conducta, debía
amonestarlo con fuertes tironeos hasta que lo hice toser, vomitar un poco del alimento
balanceado. Cruzamos con esa mala relación las vías del ferrocarril, había
algunos hombres solos y otros acompañados por sus familias que también lo hacían.
Tras las vías creo que entendió que no estaba con ánimos de tolerarle mayores
indisciplinas. Varios tironeos le constataron la idea. Lo dejé mear en cuanto árbol
encontró, doblamos por la avenida y se contuvo de robarse unos ajíes de la
verdulería de los bolivianos de la avenida. Seguimos derecho por la avenida
hasta el puente, pensé cómo se comportaría en casa cuando a la noche yo no
estuviera, si deberíamos esta vez caminar más de la cuenta, cansarlo, lograr
que defecara y no dejarle alimento disponible para que no me cagara el patio. Pensé
también en los vecinos, en la bronca de los vecinos contra el hombre solo que
esa noche no estaría en casa, que se habría ido a buscar un taxi boy a Santa Fe
y Pueyrredón. Pensé también en ir a misa, en quedarme frente al sagrario tras
la misa para consultarle a Dios qué hacer. Llegando al puente determiné que
fuera lo que Dios deseara, que no tenía demasiadas ganas de caminar, que ya
estaba transpirado, giramos a la izquierda y comenzamos a subir el puente. Tuve
la esperanza de cruzarme con la dueña de Guizmo, tal vez pudiéramos entablar un
diálogo inútil, intrascendente, y así aliviar un poco mis nervios, esos nervios
de veterano jugador de fútbol que ya no sabe ni marcar y que sin embargo es
exigido a salir nuevamente a la cancha, porque debe cumplir con el contrato,
porque todos los titulares en su puesto se lesionaron. Podía hablar con ella de
la mañana, el sábado soleado y el calor, comentarle que mi perro me había
orinado dentro de la casa, que estaba preocupado por esa manifestación
repentina de falta de respeto; podía pedirle que me diera algún consejo sobre cómo
rectificar esa inconducta, y comentarle de paso que esa noche saldría con un
amigo y que me preocupaba mucho dejar solo a mi perro, que si no sería bueno
visitar al veterinario y pedirle unas gotas tranquilizantes o acaso algunas de
mis pastillas, si no le caerían mal a mi perro algunas de mis pastillas
tranquilizantes. Al costado del puente nacían yuyos y entre los yuyos había
botellas de vidrio, papeles, basura tirada, también excremento animal y olor a
pis de perro. Mi perro disfruta muchísimo ese puente, cada olor le sublima su
estado en celo perpetuo, su necesidad de montarse a una perra o a un perro o a
mí. También lo inspira para mover el vientre. Pero esta vez no movió el
vientre. Tan solo orinó varias veces más, y llegando a las alturas sobre el
ferrocarril volvió a tironear de su correa de una manera alarmante. Repelí su
rebelión con insultós, con tironeos de mi parte, él pareció calmarse, pero ya
en la bajada volvió a insistir, hasta que otra vez entre los suyos se detuvo
para oler lo que era un zapato, dos zapatos, un hombre tirado sobre las porquerías
de los yuyales del puente, un hombre con los ojos y la boca abierta, moreno, de
mediana edad, la camisa blanca abierta y manchada de sangre como todo su torso y sus pantalones y su cuello y su cara y varios yuyos circundantes, más una puñalada por encima del ombligo, directa a lo que supuse sería la aorta abdominal. Mi perro comenzó a ladrar, continuó oliendo los
zapatos del hombre. Pasó una mujer en calzas haciendo footing pero no reparó en
el descubrimiento de mi perro. No pasó nadie más. Busqué en mis bolsillos el
teléfono para marcar el novecientos once, no lo encontré. Comencé a gritar, a
pedir auxilio. Otro deportista amateur, pero de sexo masculino, pasó sin
detener su trote. Lo mismo hizo una anciana con dificultad. A todos dije “¡por
Dios, llamen a la policía, hay un muerto!”, pero todos antes que desviar sus
miradas hacia el hocico de mi perro y los zapatos que olía se fijaron en mi
cara y siguieron de largo. Le hablé entonces a mi perro despacio, le dije que
deberíamos correr hasta encontrar un policía. Le di dos vueltas a la correa
alrededor de mi mano. Iniciamos el descenso, los dos a punto de trastabillar,
de caernos. Ascendía por el puente un matrimonio con su hijo de pocos meses en
su cochecito. “¡Hay un muerto, hay un muerto!”, grité. El hombre empujó a su
mujer, maniobró el cochecito y se puso delante de él, en guardia. Yo pasé por
el costado que me dejó libre, no giré la cabeza, nadie estaba dispuesto a darle
credibilidad a un hombre solo, mal vestido, mal peinado y afeitado con su perro
raza perro. Tras bajar del puente corrimos cuadras y cuadras, hasta que mi
perro y yo, y yo antes que él, comenzamos a cansarnos. La gente de mi barrio
nos miraba azorada. Yo ya no emitía grito alguno, tenía fuertes ganas de
vomitar como antes lo había hecho mi perro presionada su tráquea por la correa.
Decidí regresar a casa, hablar desde ahí al novecientos once, brindar mis
datos, ofrecerme de testigo. Esa resolución me obligó a apurar el paso. Vi caras
conocidas que jamás me saludaban en el camino. Vi otras jamás vistas, pero lo
mismo. Ninguno reparó en mi búsqueda de una respuesta visual a mi desesperación.
Se me estaba descarnando la mano por las dos vueltas de correa que la envolvían,
mi remera estaba empapada de sudor, no podía ser todo más dramático y trágico. En
casa dejé a mi perro sin quitarle la correa, suelto. El fue al patio, lo escuché
beber agua. Yo me lavé la mano, que había comenzado a sangrar. Luego tomé el
teléfono. La operadora me tomó los datos personales, el lugar del hallazgo. Me ordenó
que regresara, me preguntó que cómo estaba seguro de que ese hombre estaba
muerto. “No se movía”, respondí, “tenía una herida sobre el ombligo, justo
donde está la aorta”. Resulté convincente. La operadora me pidió que dejase de
llorar. Yo no me había dado cuenta, pero había comenzado a llorar.
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