1.11.12

Otra versión

La versión más normal, mucho más informativa, si se quiere, saldrá en algunos días. Esta es la otra versión. La versión judía de las cosas, digamos.
Aclaro que no entiendo de arte. Más bien soy un sentimentalista, un ignorante. Salvadas estas cuestiones no menores, haber conocido a Guillermo Roux en tanto tipo y no artista fue para mí de las mejores cosas que me pasaron este año. Tal vez porque salga muy poco y me aburra demasiado. Pero también estuve internado, también conocí gente "interesante". Y sin embargo Roux les gana. A todos. Ahí va.
GR hace una parva de años.

Después de Rosh Hashaná
En una sinagoga de la zona norte del conurbano bonaerense se detiene un auto blanco. El conductor desciende por su puerta, abre una de las traseras, ayuda a un anciano a ponerse en pie. Juntos avanzan hacia los hombres de seguridad que custodian el templo. El anciano lleva en la cabeza una kipá, lleva un bastón en la diestra, el brazo del taxista en la otra. El anciano tiene una barba blanca recortada y quiere festejar el 5773; vino ilusionado con soplar un shofár.
—¿Y usted a qué viene? —pregunta uno de los hombres de seguridad.
—Bueno, el rabino dijo que yo viniera, me invitó —responde el anciano.
—¿Pero usted tiene invitación? Las entradas son numeradas.
—No, no tengo. Me invitó el rabino.
—Pero usted no tiene invitación.
—Pero el rabino dijo “¡vengan!”.
—¿Cómo “¡vengan!”? Dígame, por favor, ¿usted por qué viene por acá?
—Porque quiero oír el año nuevo.
—Pero dígame una cosa, ¿quién le dijo que viniera?
—¡Ya le dije, el rabino!
—¿Y este que está a su lado, quién es?
—Este es taxista, me lleva del brazo porque yo no puedo caminar.
—¿Y usted conoce al rabino?
—Sí, yo voy a las clases del rabino.
—¿A cuántas clases del rabino fue usted?
—Fui a cuatro, cinco clases.
—¿Pero usted es judío?
—No.
—¿Y quién le dijo que fuera a las clases del rabino?
—La profesora de natación.
Atardece o ya es de noche. El hombre de seguridad que realizó la indagatoria comenta con su colega “el problema” que ahí tiene:
—Acá hay uno que dice que la profesora de natación le dijo que fuera a lo del rabino y que quiere entrar a la celebración.
El colega del hombre de seguridad algo murmura, algo que no alcanzan a entender ni el anciano ni el taxista. Asisten así, sin comprender, a un pequeño conciliábulo, que finalmente tiene su veredicto:
—Mire, este año nuevo no va a poder ser.
—Bueno, ¿y el año que viene?
—Puede ser.
—Bueno, será el próximo año nuevo —dice el anciano, tira del brazo del taxista. Los dos regresan al auto.

(Desnudo). “Después fui aprendiendo la otra vida, la vida más cómoda —dice—. Y después, bueno, para muchas cosas, yo estoy comenzando de nuevo. Yo no sé qué va a pasar mañana. Soy un chico. Por ejemplo, por este asunto de la culebrilla y los dolores que tengo, estoy descubriendo un mundo nuevo. Si estoy enfermo no es que lo tome a mal, lo tomo a mal porque me duele muchísimo, pero empiezo a sospechar inmediatamente que por algo ha de ser. Y me pasó esto: yo nunca había entrado al vestuario de un club porque siempre tuve prejuicios con respecto a la desnudez en los vestuarios. En los dormitorios no, pero en los vestuarios me daba cosa de nervios. En Termini, cuando me bañaba ahí una vez por semana, era un compartimiento para vos solo, otra cosa. Y pintar desnudos era otra cosa. El asunto es que también siempre le tuve mucha impresión, esto es una falta, no una virtud, a los que tienen deformidades; me asustaban, me impresionaban desde chico, quizá porque había en esa casa de ladrillos, de Caracas y Yerbal, en Flores, un chico al que le faltaban los brazos y salía con los muñones haciendo así —mueve los codos como una gallina— y me asustaba; era una escena tremenda. Desde esa época le tenía terror a eso. Y bueno. Ahora tengo que ir al club, a nadar por esto de la culebrilla, el dolor. Y voy un día y de repente estoy desnudo, cuando todavía me dolía más, cuando el taxista me tenía que ayudar a levantarme los pantalones. Estoy desnudo en un vestuario, lo que ya es una cosa rara para mí, desnudo con el bastón ahí, y de repente entran 15 o 20 chicos down y se desnudan todos juntos. No te digo que eran pocos down, eran como 15 o 20 tipos, todos peludos, y yo desnudo, cagado completamente, pero al mismo tiempo desconcertado y con piedad de verme a mí mismo maltrecho y a todos maltrechos, todos en la misma bolsa. En eso estoy y se me cae el bastón, y un down viene, me lo levanta, y yo le acaricio la cabeza, y de pronto se me cuelgan cuatro o cinco o seis desnudos y me saludan, y yo me dijo ‘¿qué hago ahora?’, y entonces veo que ¡somos iguales!, y perdí el temor, completamente lo perdí. ¡Todos somos iguales! Bueno, se me da vuelta esto en la cabeza, y ahí empecé a entender otra parte del mundo. Y escuchá. Un día entro a la pileta y la profesora que me hace hacer los ejercicios empieza con eso y me comienza a decir cosas que no eran normales para una profesora. Por ejemplo yo le digo:
“—Mire, yo no puedo levantar la pierna.
“Y ella me dice:
“—Bueno, lo ideal es levantar la pierna. Pero si el ideal no se puede, se hace lo real. Y si lo real no se puede, se hace lo posible. Y si no se hace lo posible, se hace lo posible de lo posible. Y si aún así no se puede ni eso, basta con pensarlo, porque algún día va a ser posible. El acto de pensarlo ya es algo.
“A lo que le pregunto:
“—Dígame una cosa —y te aclaro que yo jamás entré a una sinagoga por más que Franca, mi mujer, sea judía, yo no voy ni a sinagogas ni a iglesias ni a nada, ni rezo ni un corno—. Dígame una cosa, ¿cómo usted sabe todas estas cosas, usted va a algún profesor de filosofía?
“Y ella me dice:
“—No, estoy yendo a las clases de un rabino. Estamos estudiando con un grupo de vecinos el Antiguo Testamento, acá, a diez cuadras.
“Y yo me iluminé, y le pregunto:
“—¿Y cuándo da clases el rabino.
“—Los lunes a las 7 da las clases.
“—Bueno, el lunes a las 7 estoy ahí”.
Franca, que se apellida Beer, que nació en Palermo, que por judía huyó con su familia de Italia en 1939, saca una kipá. Él dice que cada vez se interesa más por el judaísmo. "Por ejemplo: un vecino tiene una pelea con alguien:
“—¿Y sabe qué pasa?, el hincha pelota de mi vecino, que esto y lo otro, y la otra vez tocó la puerta de mi casa y no se la abrí.
“Entonces dice el rabino:
“—Dígame una cosa, ¿Dios está en todas partes?
“—Sí, está en todas partes —dice uno.
“—No, no está —dice otro.
“Gran discusión. Y el rabino dice:
“—Dios no está en todas partes. Dios está donde abren la puerta. Dios no entra porque sí si no lo invitan. Para que lo inviten a Dios hay que haber trabajado antes y abrir la puerta, pero no entra en todas partes, hay que haber trabajado antes para recibirlo. El que no tiene interés en recibir la visita no la recibe. Dios no es uno que se impone”.

Guillermo Roux tiene 83 años. Es el anciano de la kipá en Rosh Hashaná, es el hombre desnudo del natatorio, el que asiste a las clases de la profesora de natación y a las del rabino. Es el casado, 45 años atrás, con Franca Beer. Es quien imaginó, antes que Luis Alberto Spinetta con su Capitán Beto, al primer astronauta argentino, cuando pintó el óleo, en 1969, “Primer lanzamiento del astronauta Fermín González, 1873”. Y es también el chico que vivió en el barrio de Flores, ahí en San Eduardo (hoy Aranguren) y Artigas; el que un día se sintió atacado por el arte, siendo todavía un adolescente; el que dejó el colegio y se puso a trabajar en la editorial de Dante Quinterno, amigo de su padre, Raúl Roux, también dibujante; el que igual siguió atacado y llegó, a través de Mario Quirós, a la casa de Cesáreo Bernaldo de Quirós, en Vicente López, que fue algo así como su primer maestro, y el que escuchó el consejo de Benito Quinquela Martín de “vayasé a Europa, pibe, arreglesé, y tenga cuidado con las minas”, y el que finalmente zarpó en el vapor Salta hacia Italia, con destino final en Roma, y asimismo el que de allí volvió principiando los 60, para instalarse en Jujuy como maestro, y el que todavía no terminaba de ser reconocido, y el que jugaba al límite con su vocación, y el que vivió un tiempo en Nueva York como dibujante, y el que regresó otra vez, como dibujante para la agencia de publicidad de Franca Beer, quien sería el punto de inflexión en su vida, el antes y el después, el inicio de un nuevo amor y el de la fama y el reconocimiento de la crítica, cuando ya había llegado a las cuatro décadas, esa edad donde o se hizo todo o no se hizo ya nada. Todo eso es Guillermo Roux, más todo lo que de él han dicho en función de lo único que sabe hacer desde que tiene memoria: pintar.
“(…) no puedo olvidar que cuando conocí a Roux y miré sus obras por primera vez (Galería Rubbers), allá por el año 1975, me acerqué a él y le dije: ‘Usted es un artista, pero anacrónico’. Con lo que no quise formularle un reproche sino señalarle su prudente actitud y a la postre inteligente, por cuanto hoy día parece difícil seguir siendo artista pintor si no se es anacrónico, es decir, ajeno a las exigencias de su época. Con mayor razón en nuestro país, donde la nueva modernidad apenas aparece en pálidos destellos tecnológicos”. (Jorge Romero Brest).
“Con Guillermo, que es muy buen narrador, inventábamos historias. Él hacía un collage y yo escribía un texto. O a partir de las palabras surgían las imágenes que enriquecían la escritura. Por esa época, los objetos comenzaron a invadir las figuras en la obra de Roux. Vi cómo avanzaban sobre un tenista, sobre La Gioconda, sobre Goya y la Maja, sobre los amantes, los futbolistas, los lectores, los escribas, que Roux pintó desde lo fragmentario. Fue la época [hacia principios de los 70, fines de los 60] en que se afianzó su arte”. (Pedro Orgambide).
“(…) Había pintado una serie de paisajes romanos con pinetas, cipreses, ruinas y estudios de volúmenes, que no toleraba y estaba dispuesto a tirarlos al Tíber. Seguimos caminando y frente al palacio Farnese discutimos. Llegamos a gritarnos y me costó mucho convencerlo, antes de llegar a la costa del río, para que me los diera en caución, porque yo los consideraba de valor; más aún, buenos. Guillermo padecía su autocrítica. Era impío consigo mismo. Se exigía sin límites, tanto en su trabajo como en los resultados. Cuando veinticinco años después le mostré aquellos cuadros, los miró interesado y como si hubieran sido pintados por otro. Solamente dijo: no está mal”. (Mario Corcuera Ibáñez).

(Franca, Guillermo, y final con rabino). —Fue una historia de amor. Me enamoré de él —dice Franca sentada a la mesa de su casa y que fue la mesa del hogar de Guillermo en Flores. Hace rato que todos tomamos whisky. Hace el mismo rato que todos nos tuteamos.
—¿En el primer momento en que lo viste te enamoraste?
—No, en el segundo.
—¿Y eso cuándo fue?
—Al día siguiente de hacer el primer dibujo para la agencia. Ahí me empecé a enamorar, y al tercero…
—¿Vos ya estabas separada?
—Yo estaba separada hacía un año.
—¿Y cómo fue el hecho?
—Empezamos a conversar y a la semana ya éramos pareja. Y ya no nos separamos más. Hace 45 años.
—Y en 45 años pasó de todo —dice Guillermo.
—Ahora, por lo que se ve en las cronologías, hay un antes y un después en Guillermo Roux tras este encuentro.
—En el acto —dice Guillermo.
—La vida de Guillermo es AF y DF. Antes de Franca y después de Franca —asegura Franca.
—¿Y eso cómo se explica?
—Yo tengo una teoría, pero es una teoría nomás —piensa Guillermo—. Una teoría racional. Yo creo que hubo una complementariedad, es decir que ella era un pedazo que me faltaba. O sea, yo creo que, hasta ese momento, yo vivía en un mundo ideal, fantástico, no por buenísimo, sino por fantasioso. Y creo que ella ordenó ese potencial, eso que había, y yo encontré en ese ordenamiento un camino.
—Y vos, Franca, ¿viste en él al artista que hoy es?
—Yo vi a una posibilidad que estaba en manos de alguien que, como yo le dije, era muy inteligente, pero tenía todos los cables del cerebro mal conectados.
—Es decir que estaba a punto de hacer un cortocircuito.
—Era muy objetiva —dice Guillermo.
—No razonaba bien, o normal —sigue Franca—. Me hacía cada razonamiento… Por ejemplo: “Yo no necesito dinero, porque yo con un salamín y un pan vivo”. Y a mí me enamoraba él como totalidad, pero objetivamente veía que había algo que no era lógico en una persona que estaba por llegar a los 40 años, que no se preocupaba por el dinero y que creía que con un salamín y un pedazo de pan era suficiente.
—Que era lo que yo había hecho, por otra parte. No mentía —vuelve a intervenir Guillermo.
—Entonces —habla Franca—, con la habilidad que él tenía, había una cosa que estaba desfasada. Él, a los casi 40 años, no estaba en el lugar que le correspondía estar, es lo que yo sentía. Presentía que él podía dar mucho más que eso, pero que había alguna razón por la que estaba como desfasado. Entonces le dije que tenía que psicoanalizarse, porque había incongruencias que no iban con su capacidad, su intelecto, su inteligencia, y él aceptó.
—Vuelve acá una persona bloqueada y acá florece… De  todos modos es increíble que un hombre que hasta los 70 está como “guardado”, de repente sea reconocido.
—En tres cuatro meses ocurrió —dice Guillermo—. Se da una serie de hechos que no sé quién la provoca.
—¡Yo la provoco! —dice Franca—. ¿Quién lo trae a [Rafael] Squirru? Guillermo estaba haciendo cosas maravillosas.
—Y a mí olvidate de las tendencias, yo seguía con lo mío, no estaba en contra de nada, iba por mi propio camino.
—Romero Brest dice que eras anacrónico en lo que hacías.
—Todo el tiempo me lo dijo.
—También dijo que él no era el mejor pintor argentino —Franca se prepara para lanzar algo así como un secreto—: Dijo que era el mejor pintor de la historia del arte argentino.
—Bueno, no empecemos a exagerar tampoco —la censura Guillermo.
—¡Me lo dijo a mí Romero Brest! Lástima que no lo escribió.
—Tampoco exageremos…
—Pasa que el prejuicio es tan grande, que aun los principales galeristas argentinos, frente a un desconocido… Guillermo estaba pintando las maravillas que pintó en los años 70 y no conseguía galería —cuenta Franca—. Le hablé a Rubbers, me dicen “no tengo tiempo”. Así hasta con galerías de cuarta. Nada. Bonino le había hecho una exposición de dibujos y collages y no quiso seguir viendo la obra. Quedaba Rafael Squirru, como crítico más importante. Ah, y Romero Brest. Pero antes de que fuéramos amigos, Guillermo le fue a mostrar un dibujo y Romero Brest le dijo: “¿Y usted para qué me muestra esto? A mí no me interesa nada de lo que me está mostrando”. Entonces le hablé a Rafael Squirru. Y él me dice: “Bueno, puedo ir para allá”, y vino acá a ver la obra, de muy mal humor. Yo no lo conocía. Subió al taller y yo digo: “¿Quiere sacarse el impermeable?”. “No, porque en cinco minutos tengo que irme a una conferencia”. Igual le digo: “¿Quiere un café?”. “No”. Y bueno, yo temblaba porque él estaba al borde del suicidio porque nadie quería su obra.
—Me había metido en un camino que para qué te cuento.
—Pero cuando subo con el café, Rafael me dijo: “Todo lo que veo aquí es de calidad internacional; acá tiene obra no para ser expuesta solo en la mejor galería de Buenos Aires, sino en las mejores galerías del mundo”, esas fueron las palabras de Rafael Squirru cuando vio la obra. Y enseguida preguntó: “¿Qué galería tiene usted?”. Y Guillermo dijo: “Ninguna”. “Cómo, ¿y Bonino?”. “No”. “Y Rubbers?” Tampoco. “¡Qué ignorantes!”, protestó Rafael, y de inmediato agregó: “Hoy es sábado, yo el lunes le consigo exposición en Bonino”. Y el lunes llamó y dijo “va a ir Bonino a ver su obra mañana”. Y al día siguiente vino Bonino. Y en octubre Guillermo hizo la exposición en Bonino: vendió absolutamente todo, todos los diarios y todas las revistas hablaron de él y fue un boom de golpe. Pasó de la nada a esa explosión. Y eso fue en octubre. En marzo del año siguiente expuso, le vino un telegrama de Marlborough, Londres, invitándolo a exponer, y después vino Munich, y ganó el primer premio en la Bienal de San Pablo.
—Fue muy rápido todo —recuerda Guillermo.
—Ahora bien, vos estuviste al borde de ser un ignoto total y hasta un fracasado.
—Es que nunca me sentí un fracasado —se defiende Guillermo—. Angustia sí, pero no fracasado. Yo tenía certezas de que lo que yo estaba haciendo era mi camino, aunque pasara lo que pasara. Trascendía mi vida. Yo nunca me sentí fracasado, nunca pasó por mi cabeza esa idea. Ni éxito ni fracaso.
—¿El rabino hace casamientos? ¿No te gustaría casarte en el templo?
—Qué sé yo… Sí pude ir al Día del Perdón. No sé por qué caminos se enteraron de que no me habían dejado entrar al año nuevo, trascendió, y el caso es que me fui al Día del Perdón impecable, con un traje blanco que me puso ella. Mirá el desenvolvimiento que tiene todo esto, que finalmente la enfermedad me lleva al Día del Perdón. Todo en mi vida se ha ido dando de esa manera, por hacer caso a ciertos hechos que no puedo explicar. Para mí no hay nada que no tenga una consecuencia, nada es desperdiciable, ninguna cosa es inútil, todo tiene un indicio, por algo te llega. Lo malo y lo bueno, eh, no importa. Nada de lo que pasa es inútil y hay infinita cantidad de vidas que hay que ir aprendiendo a recorrer. Lo de antes no te sirve para mañana ni para hoy. Y que cada día tiene su señal para el futuro. Camino mal: termino con el rabino. Luego, no sé qué significa eso. Pero no es que la vida se termina, sino que comienza cada vez, es un eterno recomenzar, con códigos nuevos, con cosas nuevas, algunas de las cuales que no descubriremos nunca.

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