6.11.12

Oliverio

Alguna vez chateando con Juan Dicent (o Dino Bonao, o con ambos (Ceci, me quedé al final con el libro de Dino, soy un ladrón)) tuve la tremenda estupidez de reírme de Oliverio Girondo. Lo pensaba por entonces demasiado poco escritor, tal vez porque no me había gustado una película de Eliseo Subiela. Hoy confirmo mi estupidez, la inteligencia del amigo dominicano y la genialidad de Girondo. Entre otras cosas, por esto que leí a los 15, 16 años, y que ahora me regresa con una carga de sentido tan demoledora como mis recientes lecturas de algunos libros de Houellebecq:
Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo. Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro llanto. Asistir a los cursos de antropología, llorando. Festejar los cumpleaños familiares, llorando. Atravesar el África, llorando. Llorar como un cacuy, como un cocodrilo... si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos no dejan nunca de llorar. Llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca. Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de flacura. Llorar improvisando, de memoria. ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

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