viene de acá
Una noche despertó sobresaltado, el peruano estaba
fuera de sí, pateaba la puerta de Barrios. Una mañana que se había levantado
temprano para reescribir dos párrafos que a la productora de modas de la
editorial no le salían volvió a escuchar las mismas patadas. Subió. Era Ruiz y
debió asistirlo, llevarlo al departamento para darle agua, llamar a una
ambulancia. Otra noche se le quemó la computadora mientras trabajaba en ella.
Primero había sido la baja tensión. Después un estallido en la planta baja. Bajó
raudo, a oscuras, trastabilló tras el descanso de la escalera y encontró a
Barrios con un martillo en una mano y una cédula judicial en la otra, frente al
tablero de la electricidad.
—Mmm, mmm —escuchó Fellner llorar al viejo—. Mmm,
mmm.
Fellner se tragó la rabia, sus propios insultos
hacia Barrios. Lo ayudó a subir la escalera iluminándola con un fósforo, con
otro. En el primer piso lo llevó al cuarto donde había puesto la computadora
sobre la mesa cuadrada, con rueditas. Con otro fósforo más en la mano dijo:
—Mire lo que me hizo, ¿ahora quién me paga esto?
Dos, tres días más tarde, Fellner notó que le
habían pasado un sobre por debajo de la puerta. Dos mil pesos. Fue en busca de
Barrios, encontró a la inválida señora Kicherer en su sillón de ruedas aguardando
el ascensor.
—Buenos días —dijo.
—Serán buenos para usted —contestó la señora
Kicherer.
Fellner golpeó la puerta.
—No puedo aceptarle este dinero —dijo a Barrios
cuando la señora Kicherer los dejó solos.
—Mmm, mmm —contestó Barrios, negando con la
cabeza. Tenía puesto un salto de cama marrón y el gesto conmovió a Fellner.
***
Fellner dijo a su padre necesitar una carta poder
o autorización o lo que fuese para las reuniones del consorcio. Le preguntó por
el viejo Barrios. Fellner padre respondió de mal modo: dijo que se trataba de
un viejo tirano, que era mejor no dejarse llevar por él.
—¿Y no me podrías habilitar otro departamento en
otra parte de la ciudad?
—No —fue la respuesta de su padre.
—Al viejo lo odian demasiado.
—Quitá el demasiado.
—Es un caos.
—Lo sé.
—¿Y por qué lo dejaron administrar el edificio?
—Porque son unos inútiles.
Con la autorización en su poder, Fellner acordó
con la señora Kudjimijian, presidenta del consejo de copropietarios, y la
inválida Kicherer, vía telefónica, la realización de otra reunión para tratar
el caso Barrios. Las viejas, que todavía le guardaban simpatía, no se
opusieron, y especialmente Kudjimijian creyó oportuno que Ruiz brindase un
estado de situación de las acciones legales. A esa reunión Barrios no asistió.
Ruiz contó que el abogado le había dicho que a
Barrios en un año con suerte lo sacaban del edificio. Se le preguntó por el
abogado. Ruiz dijo que se lo habían recomendado. Fellner preguntó que quién.
Ruiz dijo, impreciso, que un amigo. Los peruanos, la señora Kudjimijian y la
vieja Kicherer acompañada de un nieto desgarbado aprobaron la gestión. Fellner
manifestó objeciones, preguntó si Barrios tenía sobrinos, hijos; a todo los
otros dijeron no. Intentó otra vez con sus objeciones, con las razones humanitarias
que suponía el caso, pero sus palabras resultaron insustanciales frente a la
rotura del tablero de electricidad del edificio, cuya reparación, en manos de
un electricista chambón conocido de Ruiz, había demandado expensas
extraordinarias.
—No se confunda, joven —habló la señora
Kudjimijian—, usted ni sabe quién es Barrios.
—Es un viejo —retrucó Fellner.
—También lo soy yo —dijo la señora Kudjimijian.
—Pero está enfermo.
—Y yo también —dijo la señora Kicherer desde su
silloncito.
Fellner padre, en ocasión de un encuentro en el
centro, refirió otros pormenores más bien redundantes. Dijo otra vez que
Barrios siempre había sido un tirano, que quienes habían alquilado ese
departamento del primer piso donde ahora Fellner hijo habitaba en todos los
casos se habían quejado por la manera en que era manejado el edificio.
—Y si no vendí el departamento ni volví a
alquilarlo fue porque nadie lo quiso comprar o alquilar; Barrios, antes, se
encargó de espantarme a la gente. Y ahí tenés, el de la planta baja lleva como
diez años en venta o alquiler.
—¿Y quién es el dueño?
—Nunes, también.
Fellner pidió algo de dinero para la reposición de
la computadora. Detalló que Barrios, en parte, se había hecho cargo de los
daños.
—No gastes ese dinero, es dinero sucio, devolvéselo
—Fellner padre dijo.
—Lo intenté, no quiso.
—Intentalo hasta que acepte.
Pero Fellner resolvió desobedecerlo, mezcló el
dinero de su padre con el de Barrios, accedió a una computadora usada.
Mientras la instalaba sonó el teléfono.
—Ya no queremos que trabajes más para nosotros
—dijo la productora de modas. Cortó.
Ese mismo día Fellner imprimió varias hojas con
sus antecedentes, que dejó en tres editoriales que tenía agendadas. Llamó por
teléfono a conocidos. Se fue en rodeos. Terminó pidiendo trabajo.
—No entiendo por qué justo usted no paga —dijo a
fin de mes la inválida Kircherer a Fellner—, si ni alquila usted —dijo.
—Estoy sin trabajo.
—Hable con su padre, es un buen hombre —dijo la
señora Kudjimijian—, de alguna manera solucione este problema que a todos nos
ocasiona.
Ruiz se pasó el mismo pañuelo sucio por la frente.
La mujer del peruano delívery sonrió a Kicherer, le empujó el silloncito hasta
el ascensor cuando todo terminó.
—¿Es verdad lo que dicen? —preguntó del otro lado
del teléfono Fellner padre, por la noche—. ¿Cuántos años tenés?
—Me quedé sin trabajo.
—Buscate algo, defendete.
—En eso estoy, papá.
—Prefiero que no comas, pero no me hagas pasar
vergüenza, pagá.
Durmió demasiado Fellner. La necesidad de trabajo
fue tanta como el resentimiento y la tristeza. Una mañana escuchó gritos de la
señora Kicherer. En cuero subió al segundo piso. Ruiz, sudado, los ojos casi
fuera de sus órbitas, casi colgando de las tripas que Fellner imaginaba tenían
esas partes del cuerpo humano, retenía a Barrios del cuello de la camisa
mientras la vieja inválida insultaba con el libro de actas ya sobre la falda.
Fellner quiso decir a Ruiz que lo soltara, y estuvo a punto. Antes la señora
Kudjimijian abrió la puerta del ascensor y dijo Suficiente, a lo que Ruiz soltó
a Barrios, que miró a Fellner, que empujó débilmente a Ruiz y se metió en su
departamento.
—Me dijo hijo de puta —Ruiz se tomó el cuello.
—¿Volvió a hablar? —preguntó Fellner.
La señora Kicherer señaló el suelo del pasillo, un
papel amarillo por lo viejo. Fellner levantó el papel. Una letra penosa rezaba
“HDP”.
Ruiz cayó sobre ese piso. Fellner debió llamar
otra vez a una ambulancia.
—Problemas de presión arterial —dijo la médica de
emergencia, delante de la camilla.
Ruiz ya no se tomaba el cuello. Algo le habían
inyectado, algo que le hacía demasiado bien.