La posta de Yatasto queda en la provincia de Salta. En enero de 1814, imagino que con un calor insoportable, hay quienes dicen (mientras otros lo desmientan y sitúan el encuentro catorce leguas distante) que fue allí que Manuel Belgrano, maltrecho como sus hombres, le entregó el mando del Ejército del Norte a José de San Martín, dos de los héroes máximos (acaso junto al charrúa Artigas) antes de que de la independencia argentina, de la unión de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que pronto quedaría en la nada.
De chico estuve ahí, en esa Posta, durante unas vacaciones de invierno, con mis padres, mi hermana. Ella y yo no llegábamos a los diez, once años. Vivíamos con nuestra abuela aterosclesclerótica, a quien mucho quise, y que había quedado en Buenos Aires al cuidado de una de las muchas mujeres que la cuidaban cuando mis padres no estaban en casa.
Yatasto fue un remanso en medio del dolor y la enfermedad de mi abuela, con interrupciones de mi madre, en épocas donde la telefonía móvil era un sueño extrañísimo, de ir cada dos por tres a un teléfono público perdido de Entel, para saber cómo estaba la situación en casa.
En Yatasto quedó tal vez una de mis últimas imaginaciones patrióticas, aquella tan voluntariosa de intentar ver lo ya inexistente, esas manos de Belgrano y San Martín tomándose con hombría, reconociéndose jugados, entregados a una causa que poco tenía que ver con el gran oriente porteño. El simulacro de ese encuentro entre dos intendentes del conurbano poco tiene que ver con mi recuerdo y mi imaginación. Hablar de Yatasto para hablar de ellos es más bien un chiste que me hago y que le hago al fotógrafo, es más bien una queja o un decir "mirá en lo que se convirtieron los héroes de la patria". No tengo nada contra Ferraresi y Pérez, ni a favor ni en contra. Sería hablar de más el hacerlo para un lado o para el otro. Pero hace demasiado tiempo que no irrumpe, en un país con tantos personalismos, un hombre común, como Belgrano, que un día se subió armado a un caballo.
El lugar del encuentro, dentro del Rulo de Brian, resulta, como en la oportunidad anterior a la que asistí, la misma. Es un lío para los autos, camionetas y para mi vieja SUV detenerse en ese punto altamente custodiado, áspero por tanta tierra, áspero y seco, a pesar del río maloliente, que se inicia con una curva hacia la izquierda y que se sigue enfrentando a la villa 21-24, del otro lado de las aguas. Esas aguas que, cuando las navegué, en esa parte de río, se tornaban más espesas y negras, gelatinosas, y trababan los motores fuera de borda de las lanchas.
La situación, quiero decir, está configurada, como el reinicio en las computadoras tras descargar ciertos programas. El intendente de Lanús ha llegado un poco antes al lugar para esperar al juez y a su colega de Avellaneda. Lo hace cercano a una señal que indica el inicio de su municipio, acaso una señal tan solitaria como las muchas que se distribuyen por las rutas que atraviesan desiertos. Está acompañado por funcionarios de su comuna y así también por algunos periodistas de medios tan inexistentes como los que ya vienen en caravana. Viste, como su colega, traje, aunque oscuro (Ferraresi ha elegido en esta oportunidad un saco marrón clarito), y es nomás verlo al juez, que se le acerca y lo saluda, para también hacer lo propio con el hombre más importante de Avellaneda en el plano político.
Todos, funcionarios menores incluidos, se llenan los zapatos de tierra.
Aquí, en toda esta zona dibujada por un meandro, no se observan avances. El camino sigue igual de difícil. Con yuyos, malezas y arbustos en derredor, donde habrán de festejar la navidad las ratas. Como un tótem, la carcaza derruida de la vieja Siam, por detrás, nos observa. Escucharé a un hombre que no conozco decirle al tal Alejandro de quien no recuerdo su apellido que sería una magnífica idea del gobierno poner en valor esa planta, que fue alguna vez símbolo del sueño argentino de contar con una verdadera industria pesada. Pero no habrá respuesta a esa sugerencia. El dinero que está es el que está y solo Dios sabe si habrá más. Dios o los que gobiernan el país. Tan solo en estos tramos de río hay demasiado dinero comprometido. Y esto es 2011 todavía. Y ya está el runrrún en la calle de no saber qué pasará en los dos próximos años.
—Si logran la relocalización de viviendas, si logran que la gente deje de vivir en las villas, van a ser Gardel —le digo al fotógrafo—. Gardel y Lepera —le digo.
El juez se muestra confiado. Cada vez que lo vi así se ha mostrado. Pero en la política y la economía con la confianza no alcanza.
Sacando fotos a la señal que reza "Municipio de Lanús" me sorprende la retirada de los hombres de Avellaneda. Ya están maniobrando la Sprinter y mi vieja SUV traba el regreso.
Acelero el paso, ruego para que arranque sin dificultad. Lo hace y le doy las gracias a todos los coreanos del sur. Un hombre desde una camioneta que precede a la Sprinter me indica que avance, el juez ya está dejando el Rulo. También varios uniformados. Levanto al fotógrafo antes de que nos dejen allí varados y me pego al culo de un móvil de la bonaerense, para abandonar esta parte de conurbano que me despierta una rara felicidad melancólica.
El camino en un momento desciende unos metros y se adentra por los pasillos de un asentamiento. Ya estamos, desde hace dos minutos, en Lanús. Y pronto llegaremos al barrio que están construyendo en Valentín Alsina, adonde serán relocalizadas más de 200 familias procedentes del barrio San Francisco de Asís y Villa Puente Alsina: el barrio Néstor Carlos Kirchner.
La tierra, el polvo, mientras tanto, no cesan. Y el tanque de mi SUV tiene cada vez menos nafta.