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Esa noche, así todos dicen y cuentan en el dojo, en busca de abrigo para su calva, el pañuelo ilustrado con el rojo sol del imperio —el torso desnudo, las piernas enfundadas en el pantalón azul de gimnasta, los pies descalzos y blancos—, esa noche Horacio El Samurai Gómez halló, en uno de los cajones de la cómoda, la pequeña carta.
Estoy triste. Creo que no debemos seguir con esto. Está mal. Muy mal.
Z.
Y olvidado ya de su busca y del frío de su calva —agitado, la caja torácica exhibiendo toda su capacidad al espejo, los bíceps repentinamente duros, las venas marcadas—, quitó del ropero de la pieza la katana de noble acero toledano, la desenfundó munido de pericia y empuñándola encaró a Laura; la carta en la mano libre de katanas.
Ella estaba en el baño de azulejos azules. Sus ojos: pardos, fijos en los mosaicos del suelo. Su nariz: fría, empolvada por la blanca cocaína comprada en un oscuro condominio de Lanús. El corazón: ensayándole nuevas acrobacias, sístoles y diástoles entre el esternón y la columna vertebral. Ella estaba así en el baño y así nada dijo cuando lo vio venir, cuando lo vio increparla; tan sólo las acrobacias cardíacas se le sucedieron y aceleraron, y tan sólo vio que él, con la mano que antes había empuñado la carta —la carta ahora arrojada contra los mosaicos del suelo—, pretendía golpearle la cara. Él. Su torso desnudo. Sus tetillas cuadradas. Sus enormes bíceps. Su calva. Vio Laura esas cosas, cosas que ya había visto, que volvía a ver, y en su recule trastabilló, dio contra el inodoro y cayó de espaldas en la bañera amarilla, descolgando en la caída gancho a gancho la cortina de vivos girasoles. Impactó su castaña cabellera en la alfombrita rosa antideslizante de esa misma bañera, y él, entonces, dejó la katana y con sus brazos la levantó en peso, la llamó puta, la llamó desgraciada, la llamó drogadicta y la hizo volar como si fuera una novia recién salida de la iglesia que así es festejada por las fuerzas masculinas de la fiesta. Pero al notar que ni de ese modo ella confesaba su traición, aquella traición que debía encerrar la pequeña carta con esa letra estilizada y masculina, decidió dejarla caer contra el piso en el último vuelo, junto a carta y katana y también cerca de la bolsita blanca de cocaína, y de esa manera quedó ella, como si antes de caer ya estuviese muerta.
Con la certidumbre de esa muerte, así dicen, Horacio El Samurai Gómez salió del baño y de la fea casa.
Pocos en el dojo remarcan la ausencia del gran Edgardo Kazanovich en la fea casa de Avellaneda la triste noche del fin samurai. Sólo esos pocos dicen que, cuando todo acabó, el gran Kazanovich ni siquiera los telefoneó. La mayoría que soslaya estos detalles prefiere ampararse en un texto que Zamudio publicó en un número reciente de Golpes y Patadas, donde tipea las lamentaciones de Kazanovich y hasta un cierto arrepentimiento. Allí puede leerse que Kazanovich casi pide disculpas por haber echado al ahora muerto karateca de "La noche del viernes". El texto de Zamudio, para quienes no lo hayan leído, simplemente se detiene en el fin de la relación contractual entre Horacio El Samurai Gómez y el gran Edgardo Kazanovich, y teoriza que ese desenlace es de algún modo el principio de la decadencia final del karateca. Kazanovich concuerda, así parece, con lo que Zamudio escribe, y es más, Kazanovich reitera varias veces que, de haberlo sabido, hubiese actuado de otro modo. En el dojo también, quienes citan este texto, puntualizan que el fin de la relación Kazanovich-Gómez se debió pura y exclusivamente al desgaste y al mal desempeño de Norma Ofelia Laura Monje, la también fallecida representante artística del artista marcial. Desde la otra vereda, los pocos que en el dojo remarcan la ausencia del conductor televisivo, señalan que quienes defienden a Kazanovich lo hacen nomás para no dejar de pertenecer a un círculo, el que pronuncian "La noche del viernes" con sus eventuales espectáculos orientales, la AAK y algunos managers de ciertos luchadores. "Es típicamente argentino el amiguismo", dicen estos pocos críticos, "así sucede en la política, las artes y también en nuestro rubro". Sólo en un punto hay coincidencia en estos bandos encontrados, en que esa noche terrible el gran Edgardo Kazanovich volaba en un avión de regreso a Buenos Aires, tras jugar duro en Las Vegas.
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