20.8.09

L.A.S.





Justo que pensaba
en vos ( nena )
caí muerto
¿ quién le dio, al pequeño Dios
el centro gris
del abismo?
solo sé que no soy yo,
a quien duerme
solo sé que no soy yo
a quien duerme

Oye dime nena,
¿ adónde ves ahora algo en mí
que no detestes?
Qué solo y triste voy a estar
en este cementerio
qué calor hará sin vos
en verano

15.8.09

La otra "nueva" narrativa argentina

Pero ahora veo, tanto tiempo después, que así más o menos seguimos como siempre: nosotros, los escritores, atrapados en la mínima cápsula de nuestros propios miedos y miserias, en marcha pero estancados, anónimos y perdidos en la interminable caravana de la gente común, que sabiamente, nos corresponde con su ignorancia. Nosotros los ignoramos a ellos, y ellos nos ignoran a nosotros. Y es que los puteríos son así: carnavales amargos que sólo a sus putas entretienen.

¿Interesa todo este conventillo? ¿A qué otro se parece? ¿El topo Gigio era un topo?
Estoy desvelado y por eso me hago estas preguntas. Nomás me den ganas de mover el vientre se me pasa.

triste samurai

2
Esa noche, así todos dicen y cuentan en el dojo, en busca de abrigo para su calva, el pañuelo ilustrado con el rojo sol del imperio —el torso desnudo, las piernas enfundadas en el pantalón azul de gimnasta, los pies descalzos y blancos—, esa noche Horacio El Samurai Gómez halló, en uno de los cajones de la cómoda, la pequeña carta.

Estoy triste. Creo que no debemos seguir con esto. Está mal. Muy mal.
Z.

Y olvidado ya de su busca y del frío de su calva —agitado, la caja torácica exhibiendo toda su capacidad al espejo, los bíceps repentinamente duros, las venas marcadas—, quitó del ropero de la pieza la katana de noble acero toledano, la desenfundó munido de pericia y empuñándola encaró a Laura; la carta en la mano libre de katanas.
Ella estaba en el baño de azulejos azules. Sus ojos: pardos, fijos en los mosaicos del suelo. Su nariz: fría, empolvada por la blanca cocaína comprada en un oscuro condominio de Lanús. El corazón: ensayándole nuevas acrobacias, sístoles y diástoles entre el esternón y la columna vertebral. Ella estaba así en el baño y así nada dijo cuando lo vio venir, cuando lo vio increparla; tan sólo las acrobacias cardíacas se le sucedieron y aceleraron, y tan sólo vio que él, con la mano que antes había empuñado la carta —la carta ahora arrojada contra los mosaicos del suelo—, pretendía golpearle la cara. Él. Su torso desnudo. Sus tetillas cuadradas. Sus enormes bíceps. Su calva. Vio Laura esas cosas, cosas que ya había visto, que volvía a ver, y en su recule trastabilló, dio contra el inodoro y cayó de espaldas en la bañera amarilla, descolgando en la caída gancho a gancho la cortina de vivos girasoles. Impactó su castaña cabellera en la alfombrita rosa antideslizante de esa misma bañera, y él, entonces, dejó la katana y con sus brazos la levantó en peso, la llamó puta, la llamó desgraciada, la llamó drogadicta y la hizo volar como si fuera una novia recién salida de la iglesia que así es festejada por las fuerzas masculinas de la fiesta. Pero al notar que ni de ese modo ella confesaba su traición, aquella traición que debía encerrar la pequeña carta con esa letra estilizada y masculina, decidió dejarla caer contra el piso en el último vuelo, junto a carta y katana y también cerca de la bolsita blanca de cocaína, y de esa manera quedó ella, como si antes de caer ya estuviese muerta.
Con la certidumbre de esa muerte, así dicen, Horacio El Samurai Gómez salió del baño y de la fea casa.


Pocos en el dojo remarcan la ausencia del gran Edgardo Kazanovich en la fea casa de Avellaneda la triste noche del fin samurai. Sólo esos pocos dicen que, cuando todo acabó, el gran Kazanovich ni siquiera los telefoneó. La mayoría que soslaya estos detalles prefiere ampararse en un texto que Zamudio publicó en un número reciente de Golpes y Patadas, donde tipea las lamentaciones de Kazanovich y hasta un cierto arrepentimiento. Allí puede leerse que Kazanovich casi pide disculpas por haber echado al ahora muerto karateca de "La noche del viernes". El texto de Zamudio, para quienes no lo hayan leído, simplemente se detiene en el fin de la relación contractual entre Horacio El Samurai Gómez y el gran Edgardo Kazanovich, y teoriza que ese desenlace es de algún modo el principio de la decadencia final del karateca. Kazanovich concuerda, así parece, con lo que Zamudio escribe, y es más, Kazanovich reitera varias veces que, de haberlo sabido, hubiese actuado de otro modo. En el dojo también, quienes citan este texto, puntualizan que el fin de la relación Kazanovich-Gómez se debió pura y exclusivamente al desgaste y al mal desempeño de Norma Ofelia Laura Monje, la también fallecida representante artística del artista marcial. Desde la otra vereda, los pocos que en el dojo remarcan la ausencia del conductor televisivo, señalan que quienes defienden a Kazanovich lo hacen nomás para no dejar de pertenecer a un círculo, el que pronuncian "La noche del viernes" con sus eventuales espectáculos orientales, la AAK y algunos managers de ciertos luchadores. "Es típicamente argentino el amiguismo", dicen estos pocos críticos, "así sucede en la política, las artes y también en nuestro rubro". Sólo en un punto hay coincidencia en estos bandos encontrados, en que esa noche terrible el gran Edgardo Kazanovich volaba en un avión de regreso a Buenos Aires, tras jugar duro en Las Vegas.

14.8.09

Hallazgo

aquí.

No solamente soy una rubia linda

también pienso.

se me resiste, así debería iniciar

Todo lo que en el dojo se dice de la noche en que murió Horacio El Samurai Gómez

Fotografía tomada de clubdelsamurai.blogspot.com


1
Esa noche, Anna Grunauer, viuda de Patiño, esperó sentada a la mesa del comedor de la casa, iluminadas ella y la mesa rectangular por la lámpara de pie negra. Y mientras aguardó, Anna Grunauer, viuda de Patiño, fue conmovida por el sueño de vez en vez, y de vez en vez cabeceó, creyendo ver montañas de tierra multicolor y lagos y cielos azules, tiroleses. Así la encontraron Martín y Vilmito.
Martín y Vilmito con sus ropas deportivas y sus enormes zapatillas blancas.
Anna Grunauer, viuda de Patiño, despegándose del respaldo de la silla, apoyando los codos sobre la mesa para estirar mejor la espalda.
Cenaron albóndigas, los muchachos le repasaron las novedades del día, preguntaron por cómo se sentía, ella respondió que no muy bien, pero que eso no importaba, y Vilmito entonces le recitó, para alegrarla, ese poema que tanto a la señora Anna Grunauer, viuda de Patiño, le gustaba, ese poema escrito por Vilmito y que aparecería en ese próximo número de Golpes y Patadas:

Recuerdo
la paciencia con que me mirabas.
(Tus calzones azules,
también recuerdo tus largos
y brillantes
calzones azules.)


—Gracias, es muy bonito.
—No, gracias a ti, gracias a ti por ser tan bella.
De postre hubo frutas, melocotones en almíbar, manzanas, mandarinas, toronjas. Y el teléfono.
Atendió Vilmito. Anna Grunauer, viuda de Patiño, ya se había marchado a la pieza. Martín se cortaba las uñas en el baño. Era la vecina de Horacio El Samurai Gómez, así más tarde todos en el dojo dijeron. Una chica soltera, flaquita, a la que Vilmito ya le había echado el ojo. Una chica de flequillo por encima de las cejas y baja estatura como él, de la que Martín se había burlado llamándola "enana" en reunión de luchadores dentro del vestuario de la AAK, era esa chica tan morena como Vilmito, tan distinta a Martín; era esa chica morena y chiquita que decía llamarse Verónica y que ahora llamaba a Vilmito para hablar con Vilmito, que soy Verónica, que atendeme, que el señor Horacio está muerto.
Martín se lastimó la uña del dedo mayor del pie derecho nomás Vilmito pegó el grito. La señora Anna Grunauer, viuda de Patiño, abrió un ojo, luego el otro.

—¿Qué? —preguntó esa noche Novoa El Fotógrafo, repantigado frente a la mac mal cuidada de Golpes y Patadas: el cigarrillo trabado en el extremo izquierdo de los labios; la diestra sobre el ratón, la otra trabajando el pulgar, el índice, el teclado (control ese, control equis, control cu, control zeta); hombro y cabeza oprimiendo el tubo telefónico, enrojeciéndole la oreja el tubo telefónico; el cenicero más allá del ratón, al borde del escritorio, atestado de colillas y ceniza; la radio en la punta opuesta, cargada de boleros y tangos que anunciaba un presentador maduro, cursi, disfónico, bipolar; bajo el escritorio, un cajón metálico, sustraído de lo que se llamaba “el archivo”, lleno de fotografías color o blanco y negro con karatecas argentinos y extranjeros todavía sin escanear, todavía sin ser seleccionadas; y junto al cajón la impresora y el escaner encendidos, titilantes sus lucecitas rojas y verdes—. ¡No estoy de acuerdo! —dijo Novoa—. ¡De ninguna manera! —dijo y la diestra abandonó el ratón, tomó el cigarrillo, lo despositó en el vado del cenicero—. Carajo —dijo también, pero no con virulencia, sino como solicitando piedad—. ¡Me llevó tres horas recortar la foto, y me falta lo demás! —la diestra regresó al cigarrillo, lo sacudió, volvió a dejarlo; tenía largas las uñas Novoa, largas y amarillas—. Está volando en la foto —dijo mirando al Vilmo Patiño de la pantalla y la máquina; Vilmito ahí verdaderamente volaba: una pierna, la derecha, más alta que la otra; el torso cubierto por la camiseta de la selección argentina de fútbol, la cara marrón, torso y cara, cara y torso, defendidos por los puños enguantados; sólo faltándole a la fotografía el título que Martín había pensado, “El gran campeón humilló al santafesino”, a lo que Novoa se había opuesto por razones que ya había olvidado. Mas ahora (eso escuchaba Novoa, eso le decían) había cambio de planes: ni la fotografía de Vilmo Patiño ni ese título. Martín tenía en la cabeza otra cosa, una frase poco ingeniosa pero, a su criterio, vendedora, "El último samurai", grandes letras rojas, por encima de la captura del sensei decapitado. Y aunque Novoa El Fotógrafo volvió a meter sus objeciones, aunque regresó a uno de sus deportes favoritos, llevar y traer su odio contra Martín y contra quien fuera una, dos, tres mil veces; aunque intentó buscar ángulos dispares desde donde hacerle entender a ese alemán boliviano que sus ideas eran absurdas, aunque deseó incluso que ahora mismo ocurriera algo todavía más importante que la muerte del sensei decapitado, debió asumir, tras prevenir a Martín que la idea del sensei decapitado en tapa desvirtuaría seriamente el espíritu de la revista, ese halo orientaloide, Martín, orientaloide y pacifista, que tanto nos ha inculcado el director de Golpes y Patadas, debió asumir nomás Novoa otra vez su derrota contra aquél a quien le tocaba mandar—. Yo quiero contarte una cosa —tan sólo se atrevió a retrucar: otra vez el cigarrillo en el extremo de la boca, el extremo izquierdo—. Yo no trabajo para vos y nada más. Tengo otras obligaciones. Mañana temprano me comprometí con otra revista. Yo voy, pero no me hagás pensar que todo el tiempo que estuve acá fue al soberano cuete.
—La decisión está tomada, pero, y no me queda mucho crédito en el teléfono; si es por dinero, pues que te pagaré las extras…
Novoa El Fotógrafo se despidió. Sin apagar la máquina ni la luz descolgó de su cintura el teléfono celular. Mientras se metía en el baño, digitó el número de su changarín lampiño.
—Dígale que se venga ya mismo —dijo al padre de su changarín—. Despiértelo. Dígale que es urgente, señor.

—Hola, perdone las horas —Vilmito le habló esa noche al contestador automático. Lloraba tragándose los mocos sin disimular, con fuertes aspiraciones—. ¿Hay alguien por allí? —preguntó—. Que en el hotel no lo encuentro, pero —silencio; de fondo, voces de hombres, discusiones, gritos—. Pues por favor, que si es tan amable, que le dice que le ha llamado el Vilmo, que ando con el teléfono de mi hermano el profesor. Y disculpe otra vez las horas. Pero que necesitamos un periodista para cubrir la noticia.
Esa noche, el hijo menor prendido de la teta, los ovarios doliéndole, esa noche Silvita pensó en Zamudio, mas no fue un pensar triste, melancólico, sino una especie emparentada con el asco, el horror y el miedo, que procuró censurar transformada en la blanca y tibia leche que su hijo el menor mamaba y que también habían mamado los otros cuatro. Buscó refugio en la vigilia infinita de la maternidad, en el hijo menor que de a momentos abría los ojos mirándola sin soltarse de la teta, que succionaba del pezón, lo partía y estriaba. Y sola y así y de ese modo Silvita logró burlar las insinuaciones pavorosas de la desgracia samurai del sensei karateca, y pudo volver a pensar en Zamudio, pero ya como si ella o él o los dos se hubiesen muerto, armada ella de la distancia sentimental que propicia el recuerdo de una muerte que ha ocurrido diez, veinte años atrás.
Se vio en el cine, él a su lado, apenas tocándole una mano, la pierna. Se vio de vacaciones en el mar durante las únicas vacaciones que se habían podido obsequiar junto a la madre de Zamudio y al primero de los pequeños Zamudio, en una casa alquilada por la madre de Zamudio en la zona norte de Villa Gesell. Se vio, lo vio, mucho antes, dentro de un hotel alojamiento, ella diciéndole que lo amaba con un tesón que ahora no podía comprender; él transpirado, ido, encima; los dos copulándose sin del todo desnudarse, apresurados, la noche que habían creído concebir al primer hijo. Recordó el noviazgo, el hotel alojamiento, el retraso, el test y la noticia del primer hijo casi a la par de la propuesta de matrimonio, y se vio también, como si aquélla que miraba no fuese ella misma, se vio junto a otros hombres dentro de diversos fornicatorios, hombres anteriores a Zamudio, acaso más cuerdos que Zamudio, más prácticos, más productivos y viriles; abogados, arquitectos, ingenieros, artistas; todos prometiéndole con honestidad la casa, el jardín, la pileta y los perros. La redención. Y sin embargo Zamudio, el test, el primer hijo, pero por sobre todo y sin embargo Zamudio, que por entonces, a pesar de sus cuitas y miserias, le había dado la impresión de ser un hombre bueno, que causaba esa impresión a la Silvita que jamás lo había sido, desprovista esa Silvita, la otra Silvita, del pringue lechoso, infinito, de la maternidad. A esa Silvita que no era Silvita, Zamudio le había dado la impresión de ser bueno, de quererla, ¿y que más podía pedírsele a la vida, que más que un buen hombre y un vestido blanco y un hijo?
Cambió al hijo menor de teta. Tenía el camisón blanco desabrochado hasta el ombligo. Andaba flaca, muy flaca. Recordó la transpiración de Zamudio por las noches, bajo las sábanas, en la cama. Recordó los ronquidos de Zamudio, las apneas heredades de la madre. Recordó al Zamudio de las revistas pornográficas ocultas tontamente bajo el colchón donde dormían, llevándola ese Zamudio, antes de casarse por iglesia, a un confesionario, porque tenemos que estar en gracia, Silvita, porque solos no podemos; y vio a aquella otra Silvita que principiaba a ser blanca y tibia leche, de rodillas, contándole a un cura joven, moreno y parco sus pocos pecados. Se vio, la vio, comenzó a reconocerse, creída en Zamudio, apostándole a Zamudio, al Zamudio de antes que no cuajaba con el del después, el absurdo, que no podía ser el del después.
Volvió a sonar el teléfono de la mesa de luz —la manita blanda del hijo menor, la manita izquierda, rasguñaba el contorno de la teta que succionaba; la otra se perdía bajo el sobaco materno; y al otro lado del pasillo del departamento de la calle Peluffo se escuchaba el sonido de los otros cuatro cuerpecitos revolviéndose, medio amontonados, entre sábanas y mantas— y Silvita, queriéndose desaparecer las lágrimas y el renovado miedo, otra vez no levantó el tubo.
Vilmo Patiño dejó ahí grabado el segundo mensaje, su llanto desconsolado. Que si sabía algo de Zamudio, señora, que por favor le avisara, señora. Que nadie contesta en el hotel, pero. Que eso sucedía.
Esa noche Silvita pensó en Zamudio y quiso terminar de pensar en él. Cargando al hijo menor revisó que la puerta de entrada al departamento estuviera cerrada, fue a la cocina, volvió con un cuchillo de carnicero que guardó bajo la almohada y pretendió quedar dormida. Pero tan sólo pudo alcanzar ese género de sueño que dicen tener los soldados cuando están en la trinchera, un sueño liviano, interrumpido de a momentos por los ruidos multitudinarios y paranormales de la noche.

También esa noche, Kiku dormía en su cuarto de la planta alta, junto a las vías del ferrocarril, pero no escuchó el teléfono ni tampoco los trenes.
Shinnosuke, luciendo unos calzones blancos, con el cabello negro y revuelto, vino a despertarla perseguido por su esposa, la señora Matsuzaka. En ruleros la señora Matsuzaka, en salto de cama violeta y pantuflas verdes la señora Matsuzaka. Hablando un castellano casi perfecto, Shinnosuke dijo:
—Kiku-san, teléfono.
A lo que la señora Matsuzaka respondió:
—¡Shinnosuke, Shinnosuke, no!
Esa noche, él seguía siendo el mismo hombre alto, todavía joven y apuesto, a quien en Sarandí llamaban Chino. Esa noche, la señora Matsuzaka ya era una japonesa de cara redonda y baja estatura a la que le habían pasado los años: algo excedida de peso, el cabello año tras año se le hacía más blanco, y le habían salido várices.
—Shinnosuke, no seas animal —dijo la señora Matsuzaka en nipón: las cejas arrugándole el ceño; las manos contra el torso desnudo y marcado de Shinnosuke, apartándolo de la cama de Kiku.
Shinnosuke, mirando las vías del ferrocarril a través de la ventana del cuarto de Kiku, soportando los golpecitos de Matsuzaka, los insultos insulares, sacudió alternativamente la cabeza, masticó el aire encerrado en su boca. Se demoró un rato pensando qué hacer. Y finalmente resolvió desobedecer las órdenes de su esposa, excusándose en alguna extraña obligación paterna y algún otro concreto rencor.
—El sensei Gómez ha muerto —dijo—. Le cortaron la cabeza —dijo también, así dicen en el dojo.
Kiku, que estaba echada boca arriba, las luces voltaicas que iluminaban las vías del ferrocarril recorriéndole el cuerpo a través de la ventana, pegó un salto abriendo un ojo, el otro, y al son de las palabras de su padre y de los intentos de censura de su madre quedó sentada al borde de la cama: los brazos, extendidos a lo largo del cuerpo, a lo largo del camisón blanco envolviéndole el cuerpo; las manos, en puño, contra el colchón y la sábana; la mirada, un tanto extraviada entre Shinnosuke, Matsuzaka, la pared.
—¿Qué? —preguntó Kiku, en busca de salir de lo que todavía podía ser un sueño extraño, el más extraño de su vida.
—Eso —Shinnosuke dijo.
—¿Qué?
—¡Nada, hija. Nada! —gritó la señora Matsuzaka, pisó el pie de Shinnosuke, se sentó junto a Kiku—. ¡Nada!
—¿Nada? ¿Papá?
—Tu madre no quiere que vayas.
—¿Papá?
—El profesor se está encargando de todo, Kiku-san.
—¿Qué?
—Tal vez tu madre tenga razón.
—¿Papá?
—Tal vez sea mejor que duermas.
La señora Matsuzaka apoyó la cabeza de Kiku en su hombro.