Nuestro conocimiento es limitado. Somos seres contingentes. Santo Tomás y Kant pueden sentarse a tomar un vaso de leche. O no, no pueden, no se entenderían. Sería imposible, no vivieron en los mismos tiempos y espacios. Y el pasado es inalterable, pero se altera solo en nuestra mente. O lo alteran otras mentes. Y la demencia sale sola. O no sale. A o B. Mientras tanto, el que fue profesor mío alguna vez ahí sigue, ahora sin barba, aprovechando los calores del sur para irse al falso invierno guatemalteco. Brinda sus ideas, equivocadas o no, no tengo autoridad para juzgarlo, no le llego a los talones, y sus clases tienen cierta belleza cuando asocia a Kant con Santo Tomás, cuando empalma el pensamiento medieval con el moderno, cuando dice que la demostración de la existencia de Dios tomista en realidad fue un intento (monumental) de tornar racional el absurdo aparente de la fe, que se gana y se pierde, como se ganan y pierden tantas cosas. Porque si estás feliz podés sentir tristeza por los que padecen. Porque si estás triste tal vez sos verdaderamente feliz y no te das cuenta. Porque el mundo es raro, la existencia es rara, producto de un misterio gigantesco, lleno de porqués sin respuesta o con respuestas rengas, discursivas, humanas.
Felices los santos. Felices los colmados de tristeza y renuncia que viven en la felicidad. Felices los que se atrevieron a perder. A perder de veras todo para llegar al núcleo. Al desgarro por tanto amor y tanta nostalgia y tanta melancolía. Felices los que aceptan los designios divinos tal como son. Felices también los que tratan de investigarlos tanto como investigan la condición humana. Y la condición vacuna de las vacas.
Extraño el futuro que ya fue. Lamento ser un hombre que se sabe condenado a muerte, que solo espera la hora y el día y la asignación de su tumba. Lo lamento principalmente porque eso me exige, me reclama, y aunque de vez en vez intente de eso escapar, aquí está otra vez. Como cuan presto se va el placer.
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