Como un presagio del tanque semi-vacío de mi vieja y problemática SUV, mi teléfono solo admite una última fotografía. Luego ya no me ofrece más capacidad. Es un teléfono también viejo, de segunda. Mis zapatillas son de segunda, mi pantalón. En cuarto grado fui abanderado, me eligió una maestra suplente. Mi viejo una vez llegó a subgerente. River, el club del que soy hincha, está en la B. Y nací en la Argentina.
La última fotografía que con mi teléfono saco tiene pavimento en más del sesenta por ciento. A la izquierda se levanta todavía parte de la planta embotelladora. A la derecha pronuncian una curva cajones donde meter botellas, son azules y creo que son cajones. Del otro lado de la curva, fuera del camino, se pueden observar algunos árboles. Al fondo del camino, muy pequeñitos, se suceden hombres trabajando, un camión Mercedes blanco con acoplado también blanco, la villa 21-24 y como efecto del meandro o rulo de Brian la torre, si no me equivoco, de la Siam abandonada.
Esta es la parte donde resolví tomar la delantera, por eso la tanta desolación, en contraste con otras fotos que tomé en el día. Una desolación tan grande como la del hombre de casco blanco y chaleco amarillo que, a pocos metros, me mira mientras mi dedo hace clic. Tomé la delantera porque ya no hay mucho más que ver. Porque casi nadie ya habla con nadie, porque lo poco que casi nadie habla es para arrojarme las coordenadas de hacia qué van, más que hacia dónde.
Me detengo, busco al fotógrafo. Él no deja de realizar tomas del juez, de Mussi, de los funcionarios judiciales. A uno de ellos le pregunto si es cierto lo que creí haber escuchado. Que si es como escuché. Que si están detrás nuestro maniobrando todos sus autos y camionetas para esperar al juez y al secretario del otro lado de la planta. Junto a lo que en mi última fotografía es el horizonte.
—Sí —me responde, y el horizonte vez a vez lo tengo más cerca.
—Ya me pasó la vez anterior —le digo al fotógrafo sin saber bien ya si antes se lo dije—. Llegamos a este costado de la villa 21-24 y resultó ser que todos rajaron por el costado de la villa y yo tuve que salir corriendo hasta la otra punta, hasta el confín de El Pueblito.
Esa vez fui guiado por la funcionaria de la Ciudad Autónoma que hace un rato me reconoció. Sin ella me hubiera sido un poco engorroso llegar hasta la villa Luján. Hacia donde ahora también tiene su límite la caravana.
—Sé que hay que agarrar la avenida de la cancha de Huracán, ¿cómo se llama? —le digo al secretario.
—Bueno, venite —dice.
La avenida de la cancha de Huracán, carajo, ¿cómo se llama esa avenida? Su nombre lo tengo en la punta de la lengua. Hay ciertas calles y avenidas que si uno las dice de un tirón saca patente de porteño de ley. ¿Cuál es su nombre?
Me voy quedando rezagado. De todas maneras alcanzo por inercia el horizonte. Ahí está otra vez la villa 21-24. Ahí otra vez el río y su inmundicia. Ahí también de vuelta la triste Siam y su torre.
Me sale decir "Américo" en busca del nombre. Me sale al fin decir "Amancio Alcorta".
—Tenemos que pegar la vuelta, buscar el auto, agarrar por Amancio Alcorta y doblar, según me acuerdo, por otra avenida, hacia el río —le digo al fotógrafo.
—¿Pero sabés llegar?
—Tendría que saber, ya hice una vez ese camino.
Pero no lo sé o no lo recuerdo. Y me pierdo por Nueva Pompeya hasta que encuentro la Avenida Sáenz, una salida.
—Te dejo en la estación Castro Barros, ¿te parece? —le digo al fotógrafo.
—Dale, no hay problema.
Él tiene que ir a sacar otras fotos. Yo tengo que ponerme a escribir sobre grandes premios en el Hipódromo de La Plata, sobre las bondades de un barrio cerrado en Tupungato, Mendoza. Y debo además editar los últimos capítulos de uno de esos libros a la carta que me encargan y que son decididamente bendiciones para mí, la manera que he encontrado de traer comida a casa. Una manera también de segunda. Nada de grandes ligas. Una manera discreta.
El fotógrafo está también entusiasmado con el Riachuelo.
Tras dejarlo, otra señal, pero esta vez indescifrable, me arrebata el ánimo: sobre la avenida Rivadavia, cruzando avenida La Plata, en el medio de la calle, una rata mueve las patas atacada por una convulsión, agoniza, o espera que un auto o un camión o las dos cosas terminen con su vida.
Le habrá agarrado un infarto, me digo, de tanto fumar.