15.8.11

Un triunfo del amor


Una mujer que entrega su vida por su marido.
Un matrimonio sospechado de triángulos y cuartetos, pero que se mantiene a pesar de esas malas lenguas que sólo quieren destruirlo.
Hijos sin padre que buscan a su padre.
Hijos fehacientemente reconocidos que intentan vivir sus vidas lejos de la exposición pública, pues sus padres, hay que decirlo, son famosos.
Y un día. Oh, terrible Dios. Un día el jefe de la familia fallece y ella, la viuda, naturalmente llora.
Llora porque él no se entregó hasta el último momento.
Llora porque no es justo que las flores más bonitas del jardín se marchiten.
Llora porque ahora está sola.
Y porque es mujer. 
Y llorando pide que lo sucedido no sea cierto, y vestida de negro sale, como un Papa anciano y desvencijado, a no disimular su dolor, víctima de los hados y de la triste soledad de quien ha quedado sin compañero.
A estas alturas ella es la heroína de la historia.
De la historia que se canta y se baila en todos los rincones de la patria.
De la historia que se enseña y se aprende de memoria.
Donde hay buenos y malos, como debe ser.
La que sigue amando con desconsuelo, esa es la heroína.
No es como aquella otra a la que le decían Isabel aunque su nombre fuera María Estela. Esa otra había pretendido mantener las formas, esa cosa gélida de las malas de película.
Ella, en cambio, la desconsolada en negro luto, ha mostrado a todos y todas su vulnerabilidad. Como Grecia Colmenares. Como Verónica Castro. Como el Papa beato. Como Michael Fox. Como todos esos personajes y todas esas historias que, aunque despreciadas por pequeñas minorías, son del gusto y la emoción de las mayorías, que aprecian, todavía, un elemento por lo general desdeñado: el sentimentalismo.

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