Corre 1808. Napoleón, en guerra con los ingleses, invade la España de los borbones y el despotismo ilustrado. Necesita conquistar Europa, ganarse ese mercado por tierra, dada la hegemonía de los mares que ostentan sus enemigos. España, en 1808, es "dos Españas". Está la nación de los aristocráticos volterianos Aranda, Floridablanca, Campomanes y Jovellanos, aquélla que procura una forma particular de iluminismo, con su brazo político, las logias masónicas. Y está la otra nación, la católica, apostólica y romana, la que tuvo a los jesuitas y la que todavía tiene a la Inquisición. En esas aguas movedizas gobierna Fernando VII. En esas aguas recibe al emperador galo, a quien no mostrará mayores inconvenientes para ceder su corona a nombre José Bonaparte, el hermano del invasor. El hijo de Carlos VI, la quintaesencia misma de España, Fernando, al fin y al cabo, pasará a recibir el mote de "El Deseado" por la resistencia soberana que enseguida se forme. Él, mientras tanto, transitará su exilio en el verde valle de Loire, exactamente, en el castillo de Valencay, asistido por decenas de sirvientes.
España, antes de Napoleón, había quedado fuera de Europa. La Revolución Francesa y la industrial apenas si habían sido tomadas por los borbones y sus cortes masónicas para uso exclusivo de las clases altas. "Cuanto más se medita sobre nuestra historia —escribirá en el siglo XX Ortega y Gasset—, diría, más clara se advierte la desastrosa ausencia del siglo XVIII. Este ha sido el triste destino de España, la nación europea que se ha saltado un siglo insustituible" [El Espectador, tomo VII, pp. 106/107, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1929]. La bienvenida al emperador francés por parte de la corona despótica pero ilustrada guardará relación con esas ansias reales de insertarse en el mundo. El problema: en 1808 ya es demasiado tarde.
Francia e Inglaterra son los dueños de occidente. Los primeros triunfaron en Austerlitz. Los segundos lo hicieron antes en Trafalgar, contra los primeros y los españoles. Con el dominio por tierra de Europa, Napoleón se asegura el dominio del comercio en la región. Inglaterra, por su parte, tiene los océanos y, aunque a fines del siglo XVIII extravía para siempre sus colonias americanas, todavía existe para ese reino una vasta porción de Nuevo Mundo donde anticiparse al casi seguro avance galo. La situación, en el primer decenio del siglo XIX, en este sentido, es muy favorable a los ingleses. El avance napoleónico sobre la península ibérica también incluye a Portugal. La princesa de ese país es Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y representante, a la vez, de una nación históricamente aliada a los anglosajones. Carlota Joaquina y toda la corte lusitana huyen al Brasil. Desde allí los portugueses se convertirán en una seria preocupación para las aspiraciones francesas y para los dominios españoles. Una prueba es contundente: la princesa, dado su parentesco con "El Deseado", ofrece representar los intereses de su hermano en América. Las juntas que en España se han formado como resistencia, con la de Sevilla a la cabeza, agradecerán la propuesta, pero dirán que no. Que muchas gracias.
Existe otra ventaja para los ingleses. Esa ventaja ha nacido en Caracas. Se trata de Francisco de Miranda, precursor de los movimientos independentistas en Hispanoamérica, masón fundador de la Logia Lautaro (a la que pertenecerán, por su influencia, entre otros, Simón Bolívar y José de San Martín).
Miranda llegó a España de joven. Allí compró una patente de capitán de infantería. De ese modo inició una vida plagada de aventuras, libros, persecuciones y también traiciones. Según la benévola biografía que traza Alfonso Rumazo González [Alfonso Rumazo González, Francisco de Miranda. Protolíder de la independencia americana, Intermedio editories, Bogotá, 2006], el venezolano, en Gibraltar, fue iniciado en la masonería, y antes y después de ese paso de ascenso social para le época, y, asimismo, para conocer la literatura prohibida de la ilustración (Rousseau, Hobbes, Locke, Voltaire, etc.), se abocará a la lectura de manera compulsiva, lo que le deparará serios problemas con la Inquisición. Declarado traidor a la patria por España, escapará más tarde hacia los Estados Unidos de George Washington, y de ese país pasará a Inglaterra, llegará a Rusia, será amante de la princesa Catalina II y también mariscal de la Revolución Francesa. Será también Miranda quien escriba al primer ministro inglés, William Pitt, en 1790, acerca de las bondades comerciales de Hispanoamérica y, asimismo, sobre el descontento de las colonias por las malas administraciones españolas. Citado por Felipe Pigna, el revolucionario llegará a escribir al primer ministro: "Sudamérica puede ofrecer con preferencia a Inglaterra un comercio muy vasto, y tiene tesoros para pagar puntualmente los servicios que se le hagan. (...) Concibiendo este importante asunto de interés mutuo para ambas partes, la América del Sud espera que asociándose con Inglaterra por un Pacto Solemne, estableciendo un gobierno libre y similar, y combinando un plan de comercio recíprocamente ventajoso, ambas Naciones podrán constituir la Unión Política más respetable y preponderante del mundo"[Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina, Norma, Buenos Aires, 2004]. Cuando el 19 de abril de 1810 Venezuela inicie su proceso emancipatorio, Simón Bolívar llamará a Miranda a que regrese. Un año después, Miranda se convertirá en presidente dictatorial de una Venezuela que pretende ser libre.
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