En poco menos de un mes 2010 continúa con la saga de muertes célebres de 2009 y años anteriores (claro que 2009 se merece un capítulo especial). Seguramente hubo más, más muertes, digo, en este primer mes de esta nueva década, pero, entre ellas, entre esas muertes, digo, sólo tuve noticia -y para mí es suficiente- de: Roberto Sánchez (Sandro) -me enteré en Villa Gesell, iba en busca de unas Condorito para mis hijos y vi las portadas de los diarios con grandes fotos de Sandro-, Salinger -lo supe a través de un mail de Mauricio Salvador, editor de HermanoCerdo- y ahora el igoogle me escupe la noticia del fin de Tomás Eloy Martínez.
Casualmente hoy pensaba en Tomás Eloy Martínez. Veía el horror del regreso de Perón a la Argentina, toda esa historia de Ezeiza y los peronistas y los tiroteos, toda esa mentira llamada "peronismo" donde lo que menos había (y hay) era hermandad, donde lo que menos había (y hay) era ilusión, sino venganza, y me acordé de La novela de Perón, de lo que me produjo leerla, de lo feliz que me sentí sabiendo que para el entonces de los hechos estaba yo in utero, y bueno, ahora, antes de cumplir noctámbulamente con mis obligaciones pseudo-periodísticas (léase por ello escribir una notita por la madrugada y bastante cansado), me encuentro con este otro final, como para que enero 2010 no termine sin dar su tercera muerte, entre millones, pero su tercera muerte de hombre famoso.
Es algo que pienso bastante seguido. Desde antes del fin de Michael Jackson, desde antes del fin de Juan Pablo II, desde antes del fin incluso de Federico Moura y Miguel Abuelo. De chico intuí que tanta televisión y tanto diario y tanta fama sigloveintísticos, que tanta cosa de estar al tanto de tanta información y de tantas vidas, que tanta consagración de ídolos de carne y hueso al punto de la inmortalidad podrían, al menos a mí, luego reforzar mi conciencia de lo mortal. La fatua, pero real, noción de la mortalidad.
No sé cómo lo vivirán otros incluidos sociales (es casi palmario que los excluidos conviven con estas cuestiones). No sé si se preguntarán acerca de estas cosas como Unamuno lo hizo alguna vez. Yo sí lo pienso. Porque a diferencia de las muertes domésticas, donde no suelen existir los "héroes", estos sí fueron "héroes", "héroes" de esa tragedia que aún continúa y que lleva el nombre de "Celebridad". Una celebridad distinta de aquella que pudieron ver nuestros antecesores del siglo XVIII e incluso del XIX. Una celebridad que inmortaliza, que inmuniza a sus ídolos, que los torna dioses de mentira y que, finalmente, cuando caen desplomados desde sus alturas, asusta. O al menos llama poderosamente la atención y obliga al comentario, la exclamación, el "¡Murió Fulano!", "¡No!", "¡Sí, sí, murió!" Triste humanidad que caés en la cuenta de lo que sos cuando se te mueren tus ídolos (o tus padres o tus hijos o tus hermanos).
Que en paz descansen Sandro, Salinger, TEM. Que Di-s los tenga a su lado. Eso, al fin de cuentas, a mí, es lo único, lo único que me importa.
Lo demás es silencio.
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