3.7.09

Todos los nombres fueron cambiados (1)

Sala estaba vestido de tribunales: saco azul, corbata azul, pantalón azul. Sus pies calzaban unos mocasines marrones.
—Me parece que te pesco en mal momento —me dijo.
—Voy a jugar al fútbol —le dije.
—¿A qué? —me preguntó. Un viento caliente le levantaba los últimos pelos que le caían sobre la frente. Del hombro le colgaba un maletín marrón como los mocasines.
—Quiero decir que le dije a Juliana que voy a jugar al fútbol —le dije.
—Dejame de joder.
—Es una mentira piadosa, si querés.
—Claro…
—Te hablo en serio.
—Sos increíble.
—¿Por qué no me dejás tranquilo?
—Está bien. ¿Pero podés darte una vuelta hoy? —dijo y señaló la esquina,.
—No conozco a nadie.
—Va a estar un chico del juzgado que es nuevo. Gonzalo, se llama, un buen pibe.
—Vienen los chicos en un rato.
—Mirá, hacé como te parezca —dijo y del maletín sacó un papelito ajado con nombres. Cada nombre se alineaba a lo largo de una horizontal donde se leía “Escalera Catedral”.
—Te invitaría a tomar un café, pero Juliana quería pegarse una ducha y el departamento es chico —dije.
—Está bien, no te preocupes. Quedátelo. Como para que tengas de qué opinar hoy a la noche. Tratá de venir, es importante. Vienen todos, hoy.
—¿Y qué saben de mí? ¿Qué les dijiste?
—Que sos mi amigo, con eso alcanza.
—Yo te quería decir una cosa.
—Decime.
—¿Qué puede pasarnos mañana?
—Llevá calzón de lata —sonrió Sala.
—Andás apurado.
—Un poco… —Y cambiando de tono—: Estamos llamados al martirio, te guste o no te guste —dijo.
Me estrechó la mano, amplió el saludo con un abrazo y un beso a dos carrillos, a la española.
—Olé —me salió decirle.
—Saludos a Juliana y a los chicos —se despidió—. Si venís o no, por favor, decidilo solo, pero no me llames. No hay que confiar en los teléfonos.


—Voy a cenar con el gordo, si no te molesta —le dije a Juliana. Juliana no me respondió. Mi hermana había llevado a los chicos al pelotero del mc donalds, ya había vuelto con los chicos, pero no les había dado de comer. A veces no entiendo a mi hermana, a veces no sé si es o se hace.
Juliana dejó las milanesas recién hechas sobre la mesada de la cocina. Mi hermana la ayudó con los chicos, los sentó a la mesa, puso los platos y los cubiertos.
—Sacá el del señor —le ordenó Juliana.
—Una vez en la vida que voy a cenar con un amigo —protesté.
Mi hermana me miró, bajó la cabeza. Se había hecho un tatuaje mi hermana. En el hombro se lo había hecho. Pero yo estaba demasiado preocupado por quitarme del bolsillo el papelito de Sala para memorizarme los nombres y romperlo. Mi mujer ahora, para irritarme, le estaba comentando a mi hermana las reflexiones de Sala del último fin de semana en el club, y mi hermana a todo respondía no te puedo creer, no te puedo creer. Que Sala había dicho que todo guardaba relación, que el pluralismo era una invención demoníaca que hasta el vocero del obispo esgrimía, que no había debates de ideas, que imperaba el relativismo, el marxismo ateo, cosas así.
Me metí en el baño con una revista bajo el brazo para disimular. Me costaba descifrar algunas vocales. Las os y las as de Sala eran iguales y a su vez se confundían con las es. Pero más o menos me di una idea, sobre todo de los apellidos más fáciles: había un Rodríguez y un González, de eso estaba seguro, y un Arreche o Arrocha o Arrache. Los otros tres, imposible saber cómo se llamaban. Y quién era ese tal Gonzalo, menos.
—¿Estás bien? —me preguntó mi mujer desde el otro lado de la puerta—. Tu hermana se está yendo.
—Ya voy —respondí, y arrojé al inodoro el plan de acción de Sala.
—Así que vas a ir a jugar a la pelota con el gordo —me dijo mi hermana no bien salí del baño. Además del tatuaje, recién me daba cuenta, se había encajado un piercing en la nariz, diminuto y plateado.
—¿Y en qué andás vos? —le dije señalándole con el índice el ariete aquél.
—¿No te gusta?
—La verdad es que me parece que no era necesario.
—Veo que ya pensar en ir a jugar a la pelota con el gordo trae serias consecuencias.
—Cortenlá con mi amigo… ¿Cómo estuvieron los chicos?
—Bien, conmigo siempre se portan bien —dijo mi hermana, me dio un beso, y yo, medio en broma, la volví a besar en la otra mejilla.
—Como los españoles —le dije.
Ella saludó a mi mujer de la misma manera y lo mismi hizo con los chicos.
—Somos todos españoles, je —dijo.
—¿Y por qué te hiciste esas cosas? —no me aguanté.
—Otro día te cuento —me dijo.


Me hice la señal de la cruz y les pedí a mis hijos que me copiaran.
—Tienen que agradecer a Di-s que tiene comida, chicos.
Juliana me miró escandalizada pero guardó silencio.
Los dejé solos.
Aunque era de noche, el cielo estaba rosado. Un rosa ennegrecido que preludiaba mucha lluvia. Me llevé un paraguas por las dudas y salí en dirección a Rivadavia. Crucé la avenida, estalló un trueno y al trueno le siguió el aguacero.
Sala estaba sentado a una mesa del Tuñín, contra la ventana. Era una mesa con cuatro sillas. Recordé que contando a los seis tribunalicios seríamos ocho y se lo dije. Entonces le avisamos al mozo que todavía esperábamos a seis tipos más. El mozo nos preguntó si teníamos pensado cenar o simplemente tomar unas cervezas. Nos inclinamos por la segunda opción para por lo menos tener aseguradas las sillas faltantes. Fuera, del otro lado de la ventana, la avenida Rivadavia era el aguacero y los autos deteniéndose en el semáforo.
—En Mario Bravo y Rivadavia fui concebido —le conté a Sala.
—¿No digas?
—¿No te lo conté?
—No.
—Sí, te lo conté. Cómo no te lo voy a contar.
—No me acuerdo. ¿En qué edificio?
—No, tanto no sé…
El mozo se acercó otra vez a nuestra mesa para saber si queríamos ir ordenando algo. El Tuñín comenzaba a llenarse de gente apurada por la lluvia. De las paredes del Tuñín cuelgan retratos de las figuras relevantes del pugilismo mundial. Levanta uno la mirada y se encuentra con Marvin Hagler, Mano de Piedra Durán, Monzón. El lugar suele elegirlo el gordo Sala para cualquier ocasión, es parte de un cliché del gordo. El Tuñín para el gordo es un lugar de gente de barrio, decente y trabajadora.
Ordenamos una tres cuartos y papas fritas para empezar.
—Mis viejos alquilaban un cuarto piso en Mario Bravo y Rivadavia. Y se mudaron cuando yo estaba en la panza de mamá —dije.
—¿Cómo están ellos?
—Bien, gracias a Di-s.
—Hace tiempo que no los veo.
—Están muy bien.
Sala no se había cambiado de ropa ni había tomado el recaudo de traerse un paraguas de la casa. Se bebió el primer vaso de cerveza de un saque y después sacó de su maletín otro papelito similar al que había garabateado y ahí volvió a dibujar el escenario de la acción del día siguiente. Pero no se me puso a detallar en qué consistiría la defensa de las escaleras, aunque por su tranquilidad me dio a entender que sería bastante siemple. Adelantó el papelito hasta el centro de la mesa, junto a la botella, se quedó mirándolo un rato, después levantó la vista.
—Tengo miedo de que no vengan —me dijo.
Como nada supe contestarle, Sala continuó solo:
—El juez hoy me dijo que me dejara de joder. Y Gonzalito Arreche es de mi juzgado. El juez, que es una mierda, lo debe haber agarrado a Gonzalo.
—¿Qué le molesta al juez?
—Que yo no sea un hipócrita. Que diga lo que pienso. ¿Qué carajo le va a molestar a un juez como el mío si no es eso? Tiene miedo de quedar pegado, de quedar mal parado, de que lo señalen.
Sala se aflojó la corbata. Comenzó a transpirar. Revolvió el contenido de su maletín y de ahí sustrajo otro papel, esta vez tamaño oficio y escrito a máquina. Las frases de Sala ocupaban el tres por ciento de toda la hoja y es mucho decir.
—Vos que sabés de literatura, decime qué te parece —dijo y deslizó el papel sobre la mesa, mojándolo con la humedad que exudaba la botella de la tres cuartos.
—Yo no sé de literatura, gordo.
“Desde el poder ejecutivo nos mandan depravados. En el poder legislativo, sancionan leyes los brutos. Y en la justicia los genuflexos dan a cada uno lo suyo.”
—¿Qué es? —le pregunté.
—Quiero llevar un cartón con algo así, para que todo el mundo lo lea.
—Vos estás loco. Sos funcionario público, gordo.
—Me importa un carajo. Ojala lo vea por televisión el juez.
—Pero están tus nenas. Pensá que tenés que darles de comer.
—Ah, no jodas.
El mozo trajo la otra tres cuartos y Sala le dirigió una mirada violenta.
—Me puedo dedicar a ejercer la profesión del otro lado del mostrador, qué joder. O monto cualquier negocio, la puta madre que los parió a todos.
—No está la situación económica para esas maniobras. Donde estás tenés vacaciones, aguinaldo, salud para toda tu familia.
—Pero no tengo libertad.
—Vos no sabés de lo que hablás… ¿Sabés lo que es no tener todos esos privilegios?
—Nunca voy a llegar a juez. Y si llego y me viene un caso… —y se quedó callado.
Mi hermana nos había visto desde la calle. Llevaba una camperita negra y delgada para cubrirse de la lluvia y un vaquero demasiado ceñido. Sala me avivó: con la mandíbula me indicó que voltease la cabeza.
—¿Qué hacen los futbolistas? —bromeó mi hermana. Sala no le quitaba los ojos del piercing de la nariz, o eso creí yo.
—¿Venís a cenar? —le pregunté.
—No, vi luz y subí… Cómo llueve, ¿vieron?
—Hace tiempo que no nos veíamos —al fin dijo Sala mientras con las manos se peinaba hacia atrás los pocos pelos de la frente.
Mi hermana tomó un poco de cerveza del vaso de Sala, dijo venir de lo de una amiga que Sala no sabe pero yo sí, de una amiga que es más puta que las gallinas. Agregó que mañana iba a estar soleado y que sería un gran día. Finalmente, viendo que no le dábamos demasiada importancia a lo que decía se despidió.
—Bueno, me voy, me espera Franco —dijo.
—Está loca—murmuré mientras ella nos saludaba desde la calle.
—No hables así de tu hermana.
—Pero se puso un piercing, ¿viste?
—Y bueno —dijo Sala.
En eso estábamos cuando sonó su telefonito.
—Gonzalo —me dijo Sala apartando la boca del telefonito—. No te hagás problema —le dijo—, si podés tomarte un taxi, hacelo. Si no, nos vemos mañana, viejo—. Y otra vez a mí—: Lo clavaron los otros. Es un buen chico, pero ahora que lo pienso no estoy seguro de hacerle un bien.
Me mantuve en silencio, esperando un desarrollo mayor a lo que me decía el gordo.
—Si él quiere hacer la carrera judicial está en todo su derecho —siguió—, y yo no soy quién para desviarlo de ese camino. El que tiene que dar un paso al costado en tribunales soy yo —insistió con la idea.
—No seás boludo, gordo.
—No soy boludo, pero tengo que armar algo.
Abrió otra vez su telefonito y me pidió que lo esperara. Salió del Tuñín y del otro lado de la entrada vi que hablaba bajo la lluvia, apenas protegido por el pequeño alero lateral del Tuñín, con alguien, haciendo campana con la mano. No me costó pensar que era con alguno de los otros. No hubo en sus gestos una expresión que me denunciara discusiones o cosas por el estilo, pero no me fié de lo que estaba viendo. El gordo Sala es de putear bajo cuando quiere y de maldecirte con la mirada, y era probable que eso estuviese haciendo. Cuando regresó a la mesa, sin embargo, se mostró más relajado y le avisó al mozo que seríamos dos y que tenía ganas de una grande de cebolla. Yo preferí no machacar sobre la traición que él estaba padeciendo. El resto del tiempo dentro del Tuñín nos la pasamos recordando boludeces de la infancia y la adolescencia.


—No sabés decir no —me dijo Juliana nomás se enteró de la verdad, porque yo, que no sé mentirle demasiado, que no sé cómo hacen otros maridos para llevar vidas ocultas veinte, treinta años, le dije la verdad—. Y sos un boludo, por lo menos un boludo —me dijo recostada en la cama, bajo la sábana, hablándome bajito para no despertar a los chicos.
—¿Pero no te das cuenta de que lo cagaron? No lo puedo dejar solo.
—Recién ahora lo cagaron, pero antes ibas a ir igual.
—Juliana…
—Mirá, mejor no me digas nada. Espero que no salgas en la televisión con toda esa gente.
Luego apagó la luz de la mesita. Y antes me ordenó sostener lo del fútbol con los chicos.
—No quiero que sepan lo que vas a hacer —me dijo.
—No es ninguna vergüenza.
—Para vos no lo es.
—Y no.
Naturalmente dormí muy mal y a la mañana siguiente me desperté peor, deprimido. Me puse la camiseta de River y unos pantalones largos. También zapatillas, un par de topper blancas. Y cartón lleno: discutí con Juliana porque uno de mis chicos me quería acompañar para verme jugar a la pelota y yo me negué y terminé levantándole la voz.
—Andá, andá nomás —me gritó Juliana—, dejalo llorando.
La llevé a un costado, bajito le pregunté si me estaba jodiendo. Ella me codeó el brazo, me insultó. Mi hijo se había acercado a nosotros.
—Pero es que no lo puedo dejar suelto mientras juego. No lo puedo cuidar y jugar a la vez —dije para que él entendiera. Y a él—: Perdoname. Perdoname, hijo, pero papá no puede. Te prometo que otra vez que no juegue te llevo a ver cómo juegan.
No sirvieron mis palabras. Juliana me cerró la puerta en la nariz.
Sala me esperaba otra vez en el Tuñín, solidariamente vestido con una camiseta del Bilbao y unos largos azules como los míos, junto al pibe Arreche, que ya había sido instruido y vestía ropa deportiva, un equipo de gimnasia adidas de los viejos, de los que ya no se ven.
—Al final le conté todo a Juliana —le dije a Sala.
—¿Y por qué te viniste así? ¿Por qué no me avisaste?
Tuve ganas de pegarle un grito, de decirle que no se podía confiar en los teléfonos, ¿o sí, pelotudo, o sí? Pero nada, le di explicaciones como si fuese mi papá y le conté la reacción de Juliana, que soy un homofóbico de mierda, que vos también lo sos, Sala, estamos en el horno, y que mejor los chicos no se enteraran. Sala creo que se contuvo porque estaba el pibe Arreche o porque me vio medio caliente diciéndole esas cosas.
—Bueno, vamos —terminó diciéndome, sin permitirme pedir ni un café.
Aunque era junio, hacía calor. Raro. Como había anticipado mi hermana el sol daba pleno sobre Rivadavia y Rivadavia hacía rebotar al sol contra los edificios y los comercios. No había todavía mucha gente en la calle. Sólo señoras grandes con sus changuitos haciendo las compras para la semana y algunos ancianos realizando sus caminatas defectuosas en compañía de hijos bondadosos o de asistentes de anchas caderas, pelo revuelto y canoso y ganas de asesinarlos.
Nos tomamos el subte, y si bien los vagones andaban semivacíos, los tres, Arreche, Sala y yo, nos sentimos un tanto fuera de lugar así vestidos. Lo comentó primero Sala por lo bajo y Arreche sonrió. Los seguí luego yo diciendo lo mismo y le pregunté a Arreche si sabía con qué se iba a encontrar. El pibe se puso colorado, volvió a sonreír, miró a Sala, esperó a que Sala hablase, y como no habló, dijo que sí, que sabía. Era un pibe con buen físico, solamente lo traicionaba su cara medio lampiña y su nariz demasiado delgada. La naturaleza se había confundido con él, o había sido equitativa… No sé. Un buen físico combinado con un rostro virginal tenía Arreche, eso quiero decir, un difícil equilibrio entre fuerzas contrapuestas, tenía. Pensé que con un poco de barba la vida de Arreche sería distinta. Pensé que no tenía novia por esa falta de barba y me convencí de ello aunque no se lo pregunté por delicadeza, para no incomodarlo. Pero seguro no tenía novia y seguro era virgen. Nada de malo tenía ser virgen, me dije, y me pregunté la razón por la que me decía todas esas cosas mientras el subte evolucionaba por los túneles de la línea A, y me respondí estás nervioso, gil.
Hablamos también de la revista Rojo Punzó, una revista que leía Sala, dirigida por un tipo de apellido Martinetto. Ahora hace rato que no existe esa revista. No saqué el tema yo. Lo sacó Sala. Que había leído la última Rojo Punzó, que estaba imperdible, que Arreche también la había leído y que le había parecido lo mismo. Me callé. En el club alguna vez Sala me preguntó que por qué no compraba yo la Rojo Punzó.
—Porque vos me las pasás después —le contesté.
Esa alguna vez recuerdo que Sala se molestó con mi respuesta.
—¿Y vos sabés quién es Martinetto? —le pregunté a Arreche.
El pibe volvió a ponerse colorado y a bajar la cabeza.
—El editorialista —dijo.
—Una pluma brillante —completó Sala—, aunque a nuestro amigo —le dijo a Arreche— no le gusta demasiado la verba de Martinetto.
—No es tan así. Me parece un poco violento, nada más.
—Más violentos son esos tipos y esas mujeres que nos quieren destruir la catedral, ¿no? —me retrucó con sobriedad y elegancia el pibe.
—Ése es mi pollo —lo felicitó Sala.
No tuvimos mucho más tiempo para seguir conversando dentro del subte. La estación siguiente a Perú es la de la plaza y como era sábado y de mañana el motorman llevaba los vagones lo que se dice a los pedos, de manera que llegamos en un tris.

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