No tengo dónde escribir esto. Podría ser un Word de la computadora que fue de mis padres y que funciona en una versión vieja no paga. Pero no deseo guardar en discos rígidos este tipo de cosas y tampoco espero hacer de esto un ejercicio de estilismo y literatura. Menos en tiempos donde la literatura se ha vuelto un privilegio, un taller literario de "aprenda a escribir" en tres sesiones con el escritor mainstream que consumen los ricachones de importantes ciudades, etcétera. En menos de cinco meses se me fueron mis padres y hace once, mientras esto escribo en lo que pareciera un diario, aunque no deseo que lo sea, y hace once meses, decía, un infarto con suerte me quitó el tabaco y me instaló remedios, ejercicios diarios.
Muchas veces desde muy chico temí esta hora. Era mi infierno más temido. Supe de la muerte junto con mis dos primeras palabras, "mamá", "papá", pero no supe de la muerte como un adulto, la registré a mis dos o tres años como la desintegración, que por entonces naturalmente carecía de una palabra para definir aquella sensación de que todo desapareciera frente a la falta de alguno de ellos dos, y también de mi hermana, aunque en menor medida. Y no sólo era en sí la muerte. Era el no cumplir con un horario de regreso. Mis dos padres debían trabajar. Mi mamá nunca fue puntual. Anunciaba en tiempos donde ni línea fija teníamos, y lo hacía por la mañana, antes de que me buscara el micro escolar, que estaría en casa a las 7 de la tarde, pero siempre sucedía lo mismo, se hacían las 7, las 7.30, habían ya dejado de pasar El Zorro y El Chavo y debía la nodriza de turno bajarme a la avenida para que mi llanto me ahogara menos. Todo dejaba de existir. Quedaban solo las imágenes borrosas de la avenida y mi falta de aire, hasta que llegaba mi mamá llena de culpas, tras estacionar el auto, con chicles, caramelos, autitos de colección.
Esta vez con sus muertes lloré. Pero no fue lo mismo que cuando chico. Lloré. Punto. Luego, vacío. No un pozo. Vacío. Hay una parte de mí que escapó y hay otra que escapa aún con el cuerpo en todos los órdenes, desde los más sanos a los más perniciosos. Una vez tuve una depresión crónica. Salí de ella con pastas, pero por sobre todo con el cuerpo. Y entonces me levanto, hago mis cuentas, trabajo, tres veces por semana voy al depto que dejaron ellos, el tren fantasma, la máquina del tiempo, llámenlo como quieran, espero tasadores, limpio, ordeno, tiro, me aplasto y regreso o me desvío y luego regreso a casa y al día siguiente 20 kilómetros de bicicleta más calistenia más el placer compartido que mejor me venga para no regresar a la avenida a esperar a mi madre, que esta vez no llegará, como tampoco luego mi padre.
Ayer encontré un par de cartas privadas, de ella a él. Le hacía reclamos en el nombre del amor. No las leí, las recorrí de forma lateral. Creí que me iba a desmayar. Las dejé ahí. Tal vez mañana las rompa. Son cartas privadas de dos que fueron como yo pero acaso más monógamos, son cartas privadas donde se dicen cosas privadas, esos asuntos de los cuales los hijos quedan al margen, porque se habla hasta de sexo. Mañana debo volver. No me lea quien pretenda leerme. No hay mucho de bueno que leer por aquí.
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