24.2.21

24 de febrero

Ayer fui al supermercado a comprar vino barato, galletas marineras, una soda de dos litros y espuma (también económica) para afeitarme. Las cajeras, la mayoría de quienes ocupan esos puestos, integran al bello sexo y más o menos me conocen. Sin embargo es con una con la que se da una intensidad que podría implicar el disparador de una historia que no encuentro. Los tapabocas permiten prestar demasiada atención a las miradas del otro. Nadie escucha bien si no se mantiene firme la mirada. Y los ojos de ella tienen algo, si lo expreso de este modo tan pobre es porque aún no lo descifro del todo.

En alguna oportunidad hubo alguna broma que intercambiamos. Esta vez, que fui sin bolsa de tela y le pedí una de plástico, que cuesta dos pesos, viendo que el vino y la botella de soda podrían reventarse en el suelo, rompiendo exigencias laborales, me regaló una bolsa más, para que la pongas sobre la otra, me dijo.

Hola, qué tal, le dije un poco antes.

Nos vemos, me contestó ella antes de marcharme.

Sus ojos tienen demasiada juventud y también agua. Son pardos, angulosos. Así sentada frente a la caja su cuerpo es frágil. Una fragilidad voluptuosa.

Cuando me dijo nos vemos se me ocurrió retrucarle cuándo, en dónde, arreglemos. No lo hice.

En el tique, al llegar a la casa, busqué algún tipo de identificación. Solo había un código correspondiente a la caja, no sé si a ella.

Contar con la fortuna de que me atienda otra vez es una lotería por lo menos interesante. Hay una veintena de cajas y las chicas rotan, amén de los días donde gozan de sus francos. La coincidencia de otro encuentro con ella por una mínima compra me alienta. Esa es la parte del amor que cuenta, aquella que todavía nada es y que acaso nada sea. Ahí radica la necesaria narrativa de cualquier tipo de vínculo entre un hombre y una mujer. Sin eso todo es el cuerpo, y el cuerpo, por más acrobacias, no es más que una escena, capaz de iterarse, pero con eso no avanza ninguna historia; puede servir de excusa, como en "El infierno tan temido", en una obsesión, o bien ser empleada (la escena) para tomar el atajo de la lascivia y sobre esa base montar una fábula. Pero hay que escribir demasiado bien para que salga algo bueno sobre la base de esa superestructura.

A veces me desdigo y supongo que conocí el amor como lo conocen los mortales, entre los que me cuento. Sin tantos rebusques, sin tanto cuestionamiento. Al fin y al cabo el amor suele ser la atracción, la costumbre, la cierta rutina lúbrica, el compartir comidas y, en tiempos normales, viajes, encuentros sociales. Si eso es el amor, entonces lo conocí. Pero jamás me conformó. (La amistad y la seducción congelada en un instante primero: sin eso qué hay). Prefiero ese entrecruzamiento de miradas que no se sabe hacia dónde conducen, esas palabras que tal vez no avancen más allá de la literalidad, pero que son capaces de forzar una pequeña doble interpretación.

La cajera habrá de frisar más de una década menos que yo. Tal vez tenga novio, marido, algún amante. O tal vez se encuentre sola. No lo sé. Tampoco me interesa demasiado.

En mi encuentro con mis dos amigos uno me dijo que Fulana de Tal fue la chica más linda que tuve. Le respondí que no sabe lo mal que le sentaron los años, que la he visto en las redes sociales, que engordó, que se avejentó. Además no estuve de acuerdo pero no me explayé demasiado sobre el asunto. Mis asuntos con mujeres tienden a una privacidad que no cancelo como si nada. En términos generales mi privacidad siquiera es esta, y donde asoma, invento hasta los nombres. En términos generales nadie sabe nada de mí y, últimamente, nadie nada sabe por nada mucho sucede.

En el tiempo de mi última separación hubo algún intento por retomar el esquema binario de estar con una mujer. Y antes de mi última separación y tras otra que me desgarró, procuré salir con muchachas cada quince días. Tener suerte y ligar algo me rondó el diez por ciento. Está bien, no andaba lo que se dice bien, muchos problemas mentales y económicos, pero no es excusa ni tampoco un número bajo.

Muchas veces conjugué el verbo amar. Quizás por ese lado vaya la cosa. Que muchas veces la conjugación haya formado parte de una mentira o de una forma de urdir un monstruo de dos espaldas que no superaba a esa triste y barda condición.

Mis planes: cruzarme otra vez, acaso cuando caiga la tarde, con la cajera, si los númenes están de mi lado, improvisar algo, afianzar esos cruces de miradas, esos diálogos atestados de pequeños textos que, con suerte, sean capaces de adquirir más de un significado.

Mis planes: arreglar la bordeadora-desmalezadora que me prestó El Osteópata. Él se ofreció a realizarlo por mí, es una simple válvula. Dejó de llover y en estos días la hierba debe otra vez ser cortada, con esa máquina y con la otra, más tradicional y alimentada por la electricidad.

También debo pasar las correcciones de un relato o novela corta que rescaté, e imprimir, cuando me sea posible, en lo de Equis y Zeta, una novela que envié a un certamen en mi país, y que como todo lo que proviene de mi país, le desconfío, en especial si llegara a ser finalista o a quedarme con el gran premio. Nadie se puede fiar en la Argentina del juicio de los jurados, sean estos del rubro que sean. Nadie puede fiarse de nada acá.

Mis diálogos hoy, como desde hace un año, abundaron por lo escasos. Saludo al bicicletero, saludo al hombre de seguridad del súper, intercambio verbal con la cajera, diálogo telefónico con Equis y Zeta, un qué hacés acá a la perra de Germán, un vecino: el animalito suele trepar el cerco como un mono, a veces seguido de otra perra; las dos irrumpen en la noche negras, como fantasmas; ordenan que las acaricie, luego se van.

Una vez nada de todo esto fue así. Una vez los ruidos de mis hijos, las exigencias de la que es madre de ellos, los platos chocándose en la cocina, las reuniones dentro y fuera de casa, me hacían ver como a "un hombre normal". (No era cierto). De ese tiempo a esta parte hubo muelas que se estrangularon, mujeres con las que salí, alguna con la que procuré reinventar a la desvencijada convivencia.

Escribo porque no puedo dormir. Porque en Los adioses poco marqué. Me bajé, sí, todas las novelas breves de Onetti con prólogo de Saer. Evité el prólogo de Saer. Algunas de esas novelitas las leí mucho tiempo atrás, un tiempo harto lejano. Otras recién ahora las leeré. La expectativa de descubrir esas obras ni largas ni breves del uruguayo es de algún modo similar a no saber qué pasará con la cajera del supermercado. Los resultados, simplificando, tienden a tres: satisfacción, desencanto, indiferencia. Pero por lo general Onetti pocas veces me ha fallado (cierto cuento de cuando iniciaba su escritura, no mucho más).

Escribo también porque habré de estar enfermo. Y un poco solo.

Lo hago como me monto a la bicicleta cuando no puedo con mi cabeza.

Tiene cierta utilidad.

(Al principio del regreso a la soledad extrañaba en la noche girar el cuerpo y abrazar al otro que me acompaña. Luego los mosquitos o las pesadillas se ocuparon de quitar aquel espacio físico que suponía el colecho, palabra de la que dudo, pero me gusta).

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