3.11.25

Dónde están

Debiera ser esto un tuit, algo más corto. En parte lo es.

Pasan los días y el cuerpo registra lo que no puedo expresar con una parte de él: la cara.

A menudo pierde todo el sentido.

Enseguida, dolor de espalda, mareos, una molestia justo acá, en el costado izquierdo del estómago.

Luego irrumpen fotos, sonrisas perdidas cincuenta o sesenta años atrás.

Ahí están ellos dos, en un aeropuerto, felices, jóvenes, todavía sin la carga de los hijos. Sin también, no debo ser injusto, la supuesta felicidad de los hijos.

Suelo asimismo detenerme en fotografías de mis siete u ocho años. Nunca más tuve esa expresión en la mirada. Ni aquella sonrisa que la siento todavía más lejana. No fue culpa de nadie. Un día la biología de unos empujó las voluntades de otros. Y todo cambió para siempre.

Hoy madrugué. Tras un par de horas de viaje dormí una pequeña siesta todavía durante la mañana en la casa que fue de mis padres, que ahora está vacía, que ya he puesto a la venta. Dormí como no duermo en mi casa. Dormí como no duermo en ninguna parte. Limpio de sueños y pesadillas. Con cierto alivio. Con alguna ¿protección? Desconociendo en mi descanso que ellos ya no están, que no existen, que fueron sepultados.

El timbre, mi hermana, me despertaron. 

29.10.25

Cronología

Mi padre murió hace 29 días, mañana llegarán los números redondos. Escribo por el mismo motivo de siempre: para encontrarle algún sentido a todo, aquel sentido que a nada le encuentro. Escribo porque quizá me guste desnudarme, esperar en una ochava con apenas un impermeable y escandalizar a quien sea. No lo sé.

En estos últimos 29 días me persiguió un reloj con carrillón de esos enteros, alemanes, que van desde el piso hasta el techo. Lo quise vender y a punto estuve, 1500 dólares había acordado con una vecina. La hermana de la vecina le dijo que no lo hiciera, que ya basta de compras absurdas. Debí cargar en un flete el reloj, una heladera, la mesa donde cenábamos en mi infancia.

El reloj es mi padre.

Él se encargaba de subir las pesas, de cuidarlo. Lo recuerdo desde muy chico. De alguna forma atávica -pero no quiero calificarme ni menos entrar de costado en categorías freudianas-; como sea, de algún modo he recreado el departamento de mi infancia en mi departamento. Sé que es una manera de escupirle en la cara a la muerte, al paso del tiempo, a los distintos sonidos del carrillón. Sé también que todo es inútil.

(Hubo otro reloj que me persiguió antes, se activó, sin que se le diera cuerda, uno de estos días. Es un reloj centenario que perteneció a un tío abuelo político que supo defenderse en la vida como yo, haciendo de escritor fantasma. Desde hace unos días ese reloj ha dejado de funcionar hasta nuevo aviso).

Mañana será ya un mes desde la partida de mi padre, y el 9 de noviembre se cumplirán seis meses de la muerte de mi mamá.

Aquel último final -por muchos "imprevisto"-, en verdad resultó más práctico. Mi madre se ahorró la postración, la demencia, los pañales. Odiaba ser vieja, se le había instalado en la cabeza, aunque no lo dijera así, que volvería a ser joven y que otra vez retomaría su profesión y que manejaría hasta Mendoza de un tirón. Procuré con ella intentar que se cuidara, que tuviera en cuenta los alimentos que le empeoraban su salud arterial. Le di a mi infarto como ejemplo. Le dije que sal no, que galletitas dulces tampoco, que casi todo tenía grasas de distintos tipos. Pero mi madre era una negadora profesional y ahí estaban el maní japonés y el Baileys mal escondidos.

El 22 de septiembre le practicaron una gastrostomía a mi padre.

El 29 de septiembre se murió.

Antes, e incluso mientras mi madre iniciaba el proceso de su muerte, internada, con morfina, debió vivir postrado con una sonda nasogástrica. Conectaba mucho conmigo, aunque ya en los últimos meses no. De todos modos entiendo que supo que su compañera había partido antes y sin dar aviso, y entiendo también que en esas fracciones de lucidez, debe haber visto el horror, así fuera muy creyente.

No es fácil llegar a viejo, menos aún postrado casi de un día al otro; mi padre, un día estaba en silla de ruedas, venía el kinesiólogo, lograba ponerlo de pie, conseguía incluso hacerlo caminar con el andador. Y un día, una internación, la muerte que parece que ganará la partida esta vez, pero la pierde, aunque deja su aviso en cada hueso de mi padre. Y en su cabeza ("¿dónde está mi mujer; dónde estás, vieja?"). Ya no podrá ni sentarse.

El 22 de septiembre le practicaron la gastrostomía. Unos quince días antes fui solo a entrevistarme con los cirujanos y a ordenar todos los estudios que eran necesarios. Me recibió uno de los muchos que lo intervendrían, coordinados por el médico paliativista.

No quiero mandarlo al cadalso, dije.

Es una operación sencilla, me dijo, de no más de cuarenta minutos.

Yo hago un acto de fe, estoy solo, no está aquí mi hermana, queda en mí todo el peso. Usted sabe, doctor, que hasta una apendicitis tiene riesgo de vida. Y perforarle el estómago...

No hay salida, la sonda lo lastima, no puede seguir todas las semanas siendo trasladado a que le cambien la sonda.

¿Se puede morir?

Convengamos que estas operaciones se las realizamos a pacientes con muchas comorbilidades. La posibilidad es mínima.

"Mejorar su calidad de vida, por poco de vida que le quedara", resultó la síntesis de todo lo anterior.

El 22 lo operaron, el 30 lo vi ya sin vida, era un muerto con una expresión satisfecha, casi feliz, fue el primer muerto que vi con aquella gestualidad. Se fue junto a mi hermana y a una enfermera que iba a domicilio y que fue una de las últimas que pretendió robarle lo poco que le quedaba en el departamento: ollas de acero inoxidable, ropa, pañales, parches de opiáceos, medicamentos.

Los dos, mi mamá y mi papá, se fueron de esta tierra sin sus alianzas y sin una parva de cosas que eran suyas.

Mañana llegará el 30 de octubre.

Mañana llegarán los números redondos.

En todo este tiempo, e incluso desde la muerte de mi madre, procuré, con muchos errores, escapar de la tristeza a como diera lugar, como ahora mismo lo hago escribiendo estas cosas. Sin embargo, por las mañanas se pone difícil. Debo saltar de la cama, estimular mi nervio vago, beber a las apuradas un café y llegar rápido a la Vortioxetina.

No sé para qué se vive.

No sé para qué se ama.

No sé para qué se tienen hijos.

No sé para qué se escriben libros.

No sé para qué se trabaja.

Nada tiene sentido cuando la muerte domina el escenario.

Comparar es una comodidad, una práctica común del autoconsuelo. Por supuesto, entre los miles de millones de seres humanos que habitamos el planeta mi situación es privilegiada. No obstante, comparar también es una falacia que sólo llena de culpa. Cristo entiendo que quitaba demonios, como luego los exorcistas y más tarde los psiquiatras a personas de cualquier tipo de condición social. ¿Debo sentir culpa por escribir estas cosas, por levantarme vacío, por no encontrarle sentido a las cosas, al menos ahora, al menos hoy, al menos en esta hora?

Debería encender un cigarrillo, pero lo tengo prohibido.

Debería matar a esta polilla que sobrevuela mi perímetro mientras el carrillón canta las 11 de la mañana.

Hubo un tiempo, también, donde el sonido de las campanas del reloj obraba en mí una tortura sonora y quería saltar de mi cama con un hacha. Pero esa es otra historia, la historia de una depresión que hasta mereció un libro no fantasma de mi parte, que leyeron pocos, como pocos son los que me leen, mientras muchos quienes toman cualquiera de mis libritos negros.

¿Pero qué carajos tiene que ver este último lamento con lo que importa?

Nada.

Voy a ver cómo sigo.

Para empezar, abrir uno de los roperos, rociar cada cuarto de matapolillas. Y luego.

Tal vez meter un poco de orden a estas horas.

O afeitarme.

O meterme a leer Una novela rusa o los cuentos de Bulgákov que inicié en estos días mientras aguardo devoluciones de dos libros que (afantasmado) he escrito para ganar dinero.

No lo sé.

Iba a llover, no llovió.

El primer cuento que abre mi libro de Bulgákov lo leí en el tren. Es un animal lo bien que escribe así pueda contactarme con él a través de una traducción. Me sentí en un quirófano precario del interior ruso asistiendo a la amputación de la pierna de una niña.

Bulgákov, así dicen, no inventaba demasiado. Al menos en sus cuentos. Ahí es médico, como en "lo real".

Los ucranianos lo odian. Nació ahí. Pero cuando todo aquello era parte de la URSS.

17.10.25

Un sueño

Supongo que los soñé. Cuando mis ojos se abrieron (puesto que no los abrí yo) conté con mis dedos los años que estuvieron solos, sin contar el noviazgo, y la cuenta me dio seis años.

En el sueño ellos eran un matrimonio sin hijos que transitaba aquel periodo estéril con mucha alegría y sensualidad.

En el sueño yo los miraba sin existir y me daba cuenta de que mi llegada a sus vidas en nada contribuiría a la de ellos, así me desearan desde un inicio.

Es más, me daba cuenta de que apenas tendría tiempo de conocer a mi madre. Que llegaría a la existencia de aquella mujer joven pero de ya más de treinta años, que fumaba, que tenía su profesión y su talento, y que no precisaba de la maternidad para existir.

Ok, no era yo ni en el sueño ni fuera de él un correo no deseado, un spam ni uno de esos llamados que se reiteran y uno no los atiende y antes los corta.

Ok también: un abuelo, el materno, en su lecho de muerte, me supo anunciar cual paloma al oído de una virgen judía.

Conozco asimismo la historia donde mis padres se hacen análisis para saber qué pasa con sus fertilidades.

Sé del "milagro", de mi concepción sin pecado.

Pero el sueño.

En el sueño ellos vivían despreocupados, leves, con gracia. Y el matrimonio católico era la máscara perfecta para que nadie los imputara de fornicarios ni cosas parecidas.

Mis ojos se abrieron cuando entiendo que pretendí decirles desde mi inexistencia que no se reprodujeran, que continuaran en aquel limbo, que mi llegada les alteraría absoluta y totalmente todo.

Lo sostengo ahora que lo escribo.

Valía más aquella felicidad sensual de los años sin primogénito que la vida del primogénito ahora mismo, aturdido, sin saber cómo se vive huérfano, frente a una pantalla, escribiendo estas cosas.

Valía más todo aquello sin pañales ni berridos.

(A veces, y este fue un caso concreto, el correo deseado tiende a ser una trampa).

16.10.25

Bank Leu

No debo beber más alcohol, ni siquiera cerveza. Me dificulta las mañanas.

Regresé de lo que fue mi hogar (desde la mitad de la infancia hasta que me fui de ahí) llevado por uno de mis hijos y, tras despedirnos, me dirigí al chino, donde sólo hay dos o tres chinas. Compré:

Huevos.

Queso sin sal.

Dos latas grandes de Brahma.

En la cocina metí en el horno berenjenas con tomate, ajo, otros condimentos, salsa de tomate, el mentado queso, y a todo le eché un huevo. Ínterin bebí las latas de cerveza, tomé mis narcóticos, los narcóticos se fundieron con el alcohol, se hicieron las 3 AM y me levanté convencido de que no podría dormirme en lo sucesivo.

No obstante lo logré.

Pero con pesadillas:

1) Me quedo sin dinero. 

2) Llega el día de la madre y ya no tengo madre.

3) Corro desnudo en un campo y a nadie le importa.

4) Otra vez me quedo sin dinero ni libros que me encargan para escribir como un fantasma...

Ya puedo meter un etcétera.

Me traje de lo que fue mi hogar dos cajas de diapositivas. Vi en una a mi padre haciéndose el gracioso más joven que lo que hoy soy yo, pero como yo hasta ahora mismo suelo hacerme el gracioso, aunque más feliz, él.

Papá entre una amiga y mi madre, los tres jóvenes, calculo que en una casa de Mar del Plata que jamás conocí y que perteneció a la familia. Punta Mogotes.

Mamá ríe bajando la cabeza y mira su Agfa que ya está en poder de mi hija.

Papá algo les dice a los dos torciendo la cara.

La amiga de mamá también sonríe, es alemana. Llegó, clase 1939 o 1940, tras la segunda guerra mundial de la región del Mosela.

Me traje esas dos cajas y por primera vez pensé en lo felices que aquellos ancianos que murieron este año harían el amor más de medio siglo atrás, noche tras noche, convencidos de que jamás podrían ser padres, puesto que aún no había llegado "el anunciado", "el primogénito", "el que debía hacer todas las cosas bien", "el que les falló".

Y también me traje un librito que, en verdad, es un brochure, pero tampoco eso. Se titula "Sobre leones y seres humanos", y tiene ya una falla, le ponen punto a este título, y en la portada hay un león macho con su melena peinada hacia atrás. Pero de lo que menos habla es del comportamiento que nos asocia con los leones.

Se trata de folletería comercial elegante, en resumidas cuentas, del Bank Leu, que ya no existe, que se fusionó creo que en la década de 1990, y que fue fundado en 1875. Datos anodinos. Que sobran.

Pero es que trato de buscar elementos que justifiquen este último hallazgo. De hecho, me traje este volumen pequeño, que creía haber perdido, creyendo que podría servirme y que, en tal caso, entrecruzaría con mi Diccionario de Símbolos de Chevalier y Gheerbrant, más aquel otro de la Biblia editado por Herder.

Trato de buscar conexiones para matar estos días donde me pongo triste. Estas mañanas de resaca, tras visitar tan seguido un lugar que es mi pasado y también el tren fantasma. Trato de vivir después de un año poco amigable.

Leo, y siento la frustración en cada palabra:

"Sobre el pasado, el presente y el futuro. Sobre el contacto humano y las conexiones globales. Sobre una percepción algo diferente en Banca Privada. Y sobre lo que usted puede esperar de nosotros. Bienvenido a Banca Privada. Bienvenido a Bank Leu".

Acaso lo más importante para contrastar con Chevalier y Gheerbrant sea esta frase cargada de algún adjetivo inútil:

"La irresistible atracción que ejerce el león sobre el hombre se ha venido manifestando de las más diversas formas. Allí donde se mire, los leones desempeñan papeles principales, ya sea como esfinge del Antiguo Egipto, simbolizado con cuerpo de león y cabeza humana, león alado veneciano de San Marcos -que sé por Carrère que era el secretario de Pedro-, símbolo de la ciudad de Zúrich (...). Quién sabe, quizás también le estamos poniendo en estos instantes sobre la pista del león; un nuevo y muy particular león del que está a punto de descubrir sus cualidades".

En la calle de Alcalá, recuerdo, se encuentra el edificio del Banco de España, y hay leones. Y también por ahí cerca el carro de Cibeles es tirado por dos leones.

Agrego: en muchas casas de Ingeniero Maschwitz (o, a lo menos, en una que ya tiraron abajo), disponer leones de material a la entrada de la propiedad suponía cierto prestigio.

Mi padre era de Leo. Pero es una coincidencia inútil.

Mi padre no devoró a sus cachorros para mantener en celo a mi madre. Tampoco la rechazó cuando ya estuvo estéril.

De chico miraba la serie Daktari, donde acaso el protagonista que más recuerdo es Clarence, el león bizco. Por ese defecto, mi vaga memoria lo hace un medio león, un león incompleto.

(En la medida en que crecí y fui sacando malas notas en el boletín de expectativas que armaron mis padres desde que nací, cada vez me sentí más Clarence, o dicho mejor, más poco hombre, ser humano a medias, bípedo con fallas de origen. Pero este mi yeite freudiano, uno de mis traumas, y no debo cargarlos a ellos, los difuntos, con todo; el pasado debe ser prendido fuego, y el fuego servir de perdón de cualquier daño que haya sido olvidado en un rincón de mi cabeza. Debo barrer con todo, es lo único que sé). 

En cuanto a "Leu", según veo en mi pobre investigación, leo que sí, que significa "león", pero en rumano (debería manejar idiomas) y, al parecer, es la moneda de Moldavia. Luego, sólo hay un tal Johann Jakob Leu (1689-1768), quien, en 1755, inició su actividad como banquero, "con un capital de 100.000 guiden -si leo mal, es mi presbicia-, donado por el Estado".

De nada me sirve todo esto.

Como de nada beber alcohol.

Apenas todo me recuerda a un lugar común que supe decir sobre estos últimos cinco años referidos a mi padre:

Que era un león herido. 

Un león enfermo, peor que bizco.

Un animal feroz al que le habían arrancado las garras y los colmillos. 

(Lo de mi madre fue distinto, partió en muy pocos días, en demasiados pocos días).

Sin embargo, ni escribir de una sentada estas cosas me sustrae del desánimo.

Hay un león, hay diapositivas, hay dos ancianos que fueron jóvenes y desnudos se amaban. Y existe un milagro, el primogénito, un Cristo que hará todo al revés. Que cegará a los que ven, que postrará a los que caminan y que hará más putas a las putas.

Hay todo eso y la certidumbre de estar metido dentro de una vida equivocada.

14.10.25

Leones

Terminé El Adversario, de EC, quedará como el libro que leía mientras mi padre partía de este mundo. Este no debe ser un diario. Y no debo hablar de la muerte, que es un hecho privadísimo.

Un seguidor que no conozco y que supongo que puede ser mujer (y su nombre apócrifo) me envió por una red social una reflexión sobre la necesidad de la muerte entre los leones: dijo más o menos que los leones se comen a sus crías para mantener en celo a sus hembras, a las vez que descartan a aquellas que se hacen viejas (y estériles, agrego yo).

Un amigo me habló de la muerte en términos de reciclaje. Sería esta última una idea ecológica del final de todos, donde con el último suspiro se inicia un proceso de cambio inexorable donde todo muta hasta que aquel que expiró por última vez es olvidado para siempre. Lo que vendría a ser muy bueno para que el futuro exista y se conserve, como el celo de la leona joven.

Me veo muchas veces como un personaje de Mario Levrero en una de sus novelas, creo, de su Trilogía involuntaria, ese que vive de rentas.

¿Viviré de rentas en el futuro?

¿Dejaré de escribir no sólo afantasmado sino también los libros que aún guardo en computadoras, nubes, cuadernos, y todo aquello otro que aún no salió y que necesito sacar?

¿A quién le importa, llegado un punto, que yo escriba o deje de escribir?

Alguien más que prefiero dejar en la reserva me envió un video con un monólogo de Diane Keaton, que murió este 11 de octubre de 2025, donde la actriz, en tren de escritora, se encuentra trabada porque la idea de la muerte la ha invadido y ya nada, con la omnipresencia de la noción de ser mortal, tiene un sentido.

Es lo que trabajo en terapia, puesto que sufro de esa falta de negación sana, y es muy cierto, sólo escribo cuando me olvido un poco del apremio que supone que tarde o temprano me he de morir.

(Otra persona me reclamó un libro. Yo robo libros. Jamás los devuelvo).

En la tv estoy colgado del cable, la Selección le gana a Puerto Rico 3 a 0. Un embole. Es el primer partido de la Selección que miro sin mi padre en vida.

Ha habido en este año un sinfín de cosas que he hecho sin ya mis padres en vida. Sin madre y sin padre. Y es un poco inclasificable mirar hacia arriba y ya no tener a nadie.

Me repito, creo. Tengo unos cinco, seis libros, sin que hayan visto la luz. Como embriones congelados, maltrechos, acaso no aptos para progresar dentro de un útero.

Esto no debe ser un diario.

Había encontrado en estos días de tirar libros y papeles y fotos un libro sobre el comportamiento de los leones. Creí guardarlo. Lo busqué antes de sentarme a escribir esto. No lo encontré.

La Selección sigue ganando. Un león se devora a sus crías. Una leona vieja es descartada en la sabana.