11.11.25

Perdón y gracias

Escapar de estos días de súper bajón que crecen y que entiendo son necesarios porque, me digo, hasta que no largue toda esta tristeza la tristeza se va a quedar y este no es un problema mío, es un problema para los demás, y entonces los verbos, trabajo, leo, escribo, limpio, sobre todo limpio como un esclavo, pedaleo kilómetros y kilómetros y realizo mis ejercicios de calistenia ya no sólo por una cuestión cardiológica ni tampoco por la mera cuestión psíquica de generar antidepresivos naturales sino también así sin comas ni parates para (y es aquí donde me trabo) no pensar en que se murieron los dos en cinco meses y eso supone no ya sólo la orfandad, sino sobre todo la ausencia por siempre de alguien que de verdad me defienda o que tenga esa potestad paternalista de ejercer ese rol aunque en los hechos prácticos nada ya pudieran hacer desde hacía muchos años. Entiendo, porque la conozco, que la locura es hija, entre otras cuestiones, de la tristeza y de los duelos malparidos y de la rumia continua de la cabeza que se puede transformar en un asesino, y ya no sabiendo qué hacer regreso a este blog para luego ir al chino porque me falta soda, queso sin sal, galletas de arroz, aceite de oliva extra virgen que sale un Perú, huevos y no sé qué más, y pido perdón por todo lo realizado en estos últimos tiempos, actos de mi cosecha que fungieron de tapadera del dolor y no de otra cosa, a la vez que agradezco la presencia de aquellos que deben estar y quiero que estén, y que están no por obligación. Punto. 

8.11.25

Entel

Quiero llamar por teléfono a mi mamá. Con mi papá ya se hacía difícil desde el 2023, el Parkinson le impedía hablar como él deseaba; por él fui González y por ella Cozzolino. Es una tradición iniciada por mi abuelo paterno, que, a diferencia de sus hermanos varones, a quienes todos transmitían a su herencia el "González Lanuza", prefirió no omitir a su esposa, de apellido Font. De tal suerte que mi papá fue González Font y, llegado mi momento de ser el primogénito, yo no fui "González Font" sino González Cozzolino, algo les aseguro que muy raro en la Argentina o en la Buenos Aires del siglo XX. Luego, porque "el González" es demasiado común, experimenté que el "Cozzolino" y hasta el "Cozzo" fueran más fáciles para identificarme en los ámbitos escolares, y asimismo elegí alguna vez darme en llamar "Javier G. Cozzolino" por necesidad de síntesis en cuanto cosa escribí en mi vida, desde notas periodísticas que habían vencido antes de ser publicadas hasta libros.

Ayer volvió a surtir efecto la eliminación del "González" en el tercer cuento que me aceptan en Polvo, una revista que intuyo ocupa el lugar que dejaron vacío otras revistas como La Agenda (aunque La Agenda, originalmente fondeada por Horacio Rodríguez Larreta y el Pro, nunca fue otra cosa que disidencia controlada, donde la progresía se acercó a facturar lo que no pagaban otras revistas del mismo segmento; yo fui uno de ellos, a nadie señalo con el dedo).

Fuera del largo paréntesis, en Polvo volví a ser Javier Cozzolino. Es como normalmente me conocen los pocos que me conocen. No me quejo. Es tan solo un detalle y demasiado frívolo, pero que me vuelve a conectar con el inicio de estos párrafos: que quiero llamar por teléfono a mi mamá, hablar con ella acerca de cómo está mi papá, cortarle el tema con algo curioso, meterle cualquier delirio para que se lo crea un rato, desmentírselo enseguida, decirle que mañana me paso. Carajo, no es fácil el duelo.

En charla con hijo menor por WhatsApp ayer le comenté que tenía ganas, muchas ganas, de hablar con mi mamá.

Él me dijo que la tiene muy presente y que también a mi papá, su abuelo, sobre todo en esa foto donde él es un bebé y en brazos de mi padre come flores.

Le respondí que no sé dónde ni cómo están.

Mi hijo me dijo que crea en él, que confíe en que están mejor, y que él sabe dónde están.

No es un beato pero tiene ese don de creer. Debo creer entonces a través de las palabras de un chico de 17 años.

Todos de alguna forma soñaron con mis padres (hablo de mis hijos), en mi caso sólo tuve un sueño y en él mi mamá me insultaba de todas las maneras posibles mientras mi papá callaba. Naturalmente fue una pesadilla, me desperté, creo que me volví a dormir tras dar vueltas por el departamento deseando fumar un cigarrillo que tengo prohibido por la ciencia médica.

Hay noches en este duelo donde temo seriamente perder la cabeza.

Hay noches donde necesitaría llamar a medio mundo para que me distrajera.

Y existen mañanas (casi todas) donde despierto desesperado.

Pero todo lo relativo a buscar contención, lo sé, sería inútil. Al principio y al final mis padres están muertos. Y las noches y las mañanas se sucederán igual.

Recuperé un borrador escrito un año atrás y que ahora lleva un nombre más acorde, es una novela corta que ignoro su destino y que refiere la inminencia de la orfandad en conjunto con la pérdida de la salud y del amor a una edad crucial para cualquiera que no se haya limpiado antes (o que no haya tenido la mala fortuna de ser tomado por una tragedia o una enfermedad horrible como el cáncer). Es ese libro, su corrección sin pretensiones ni expectativas, de las cosas que hoy más me alivian.

Avanzo despacio, en el mientras tanto, con la lectura de Bulgákov y Carrère (y a veces retomo los cuentos de Lucia Berlin), y combato molestias en la espalda y el estómago con medicina, para realizar mis rutinas de ejercicios.

Hoy tal vez vengan dos de mis hijos a cenar a casa.

Simbólico, inconscientemente simbólico: me traje de la casa de mis padres tres teléfonos, dos inalámbricos y uno a disco, de Entel. Sobra decir que el de Entel no funciona y que de los otros dos, uno seguro tampoco.

Me resta probar al que me traje ayer, puesto que ayer debí regresar al barrio de Flores para que me clavara un tasador del Mercado de Pulgas, de esos que te compran muebles a precio vil.

Acaso hoy tome ese último teléfono y vea. Tiene incorporado un contestador automático. Y es probable que haya una grabación: la voz de mi mamá.

Todavía, por esa razón, no lo conecté al módem y demás.

Me voy a calentar agua para otro termo de mate.

3.11.25

Dónde están

Debiera ser esto un tuit, algo más corto. En parte lo es.

Pasan los días y el cuerpo registra lo que no puedo expresar con una parte de él: la cara.

A menudo pierde todo el sentido.

Enseguida, dolor de espalda, mareos, una molestia justo acá, en el costado izquierdo del estómago.

Luego irrumpen fotos, sonrisas perdidas cincuenta o sesenta años atrás.

Ahí están ellos dos, en un aeropuerto, felices, jóvenes, todavía sin la carga de los hijos. Sin también, no debo ser injusto, la supuesta felicidad de los hijos.

Suelo asimismo detenerme en fotografías de mis siete u ocho años. Nunca más tuve esa expresión en la mirada. Ni aquella sonrisa que la siento todavía más lejana. No fue culpa de nadie. Un día la biología de unos empujó las voluntades de otros. Y todo cambió para siempre.

Hoy madrugué. Tras un par de horas de viaje dormí una pequeña siesta todavía durante la mañana en la casa que fue de mis padres, que ahora está vacía, que ya he puesto a la venta. Dormí como no duermo en mi casa. Dormí como no duermo en ninguna parte. Limpio de sueños y pesadillas. Con cierto alivio. Con alguna ¿protección? Desconociendo en mi descanso que ellos ya no están, que no existen, que fueron sepultados.

El timbre, mi hermana, me despertaron. 

29.10.25

Cronología

Mi padre murió hace 29 días, mañana llegarán los números redondos. Escribo por el mismo motivo de siempre: para encontrarle algún sentido a todo, aquel sentido que a nada le encuentro. Escribo porque quizá me guste desnudarme, esperar en una ochava con apenas un impermeable y escandalizar a quien sea. No lo sé.

En estos últimos 29 días me persiguió un reloj con carrillón de esos enteros, alemanes, que van desde el piso hasta el techo. Lo quise vender y a punto estuve, 1500 dólares había acordado con una vecina. La hermana de la vecina le dijo que no lo hiciera, que ya basta de compras absurdas. Debí cargar en un flete el reloj, una heladera, la mesa donde cenábamos en mi infancia.

El reloj es mi padre.

Él se encargaba de subir las pesas, de cuidarlo. Lo recuerdo desde muy chico. De alguna forma atávica -pero no quiero calificarme ni menos entrar de costado en categorías freudianas-; como sea, de algún modo he recreado el departamento de mi infancia en mi departamento. Sé que es una manera de escupirle en la cara a la muerte, al paso del tiempo, a los distintos sonidos del carrillón. Sé también que todo es inútil.

(Hubo otro reloj que me persiguió antes, se activó, sin que se le diera cuerda, uno de estos días. Es un reloj centenario que perteneció a un tío abuelo político que supo defenderse en la vida como yo, haciendo de escritor fantasma. Desde hace unos días ese reloj ha dejado de funcionar hasta nuevo aviso).

Mañana será ya un mes desde la partida de mi padre, y el 9 de noviembre se cumplirán seis meses de la muerte de mi mamá.

Aquel último final -por muchos "imprevisto"-, en verdad resultó más práctico. Mi madre se ahorró la postración, la demencia, los pañales. Odiaba ser vieja, se le había instalado en la cabeza, aunque no lo dijera así, que volvería a ser joven y que otra vez retomaría su profesión y que manejaría hasta Mendoza de un tirón. Procuré con ella intentar que se cuidara, que tuviera en cuenta los alimentos que le empeoraban su salud arterial. Le di a mi infarto como ejemplo. Le dije que sal no, que galletitas dulces tampoco, que casi todo tenía grasas de distintos tipos. Pero mi madre era una negadora profesional y ahí estaban el maní japonés y el Baileys mal escondidos.

El 22 de septiembre le practicaron una gastrostomía a mi padre.

El 29 de septiembre se murió.

Antes, e incluso mientras mi madre iniciaba el proceso de su muerte, internada, con morfina, debió vivir postrado con una sonda nasogástrica. Conectaba mucho conmigo, aunque ya en los últimos meses no. De todos modos entiendo que supo que su compañera había partido antes y sin dar aviso, y entiendo también que en esas fracciones de lucidez, debe haber visto el horror, así fuera muy creyente.

No es fácil llegar a viejo, menos aún postrado casi de un día al otro; mi padre, un día estaba en silla de ruedas, venía el kinesiólogo, lograba ponerlo de pie, conseguía incluso hacerlo caminar con el andador. Y un día, una internación, la muerte que parece que ganará la partida esta vez, pero la pierde, aunque deja su aviso en cada hueso de mi padre. Y en su cabeza ("¿dónde está mi mujer; dónde estás, vieja?"). Ya no podrá ni sentarse.

El 22 de septiembre le practicaron la gastrostomía. Unos quince días antes fui solo a entrevistarme con los cirujanos y a ordenar todos los estudios que eran necesarios. Me recibió uno de los muchos que lo intervendrían, coordinados por el médico paliativista.

No quiero mandarlo al cadalso, dije.

Es una operación sencilla, me dijo, de no más de cuarenta minutos.

Yo hago un acto de fe, estoy solo, no está aquí mi hermana, queda en mí todo el peso. Usted sabe, doctor, que hasta una apendicitis tiene riesgo de vida. Y perforarle el estómago...

No hay salida, la sonda lo lastima, no puede seguir todas las semanas siendo trasladado a que le cambien la sonda.

¿Se puede morir?

Convengamos que estas operaciones se las realizamos a pacientes con muchas comorbilidades. La posibilidad es mínima.

"Mejorar su calidad de vida, por poco de vida que le quedara", resultó la síntesis de todo lo anterior.

El 22 lo operaron, el 30 lo vi ya sin vida, era un muerto con una expresión satisfecha, casi feliz, fue el primer muerto que vi con aquella gestualidad. Se fue junto a mi hermana y a una enfermera que iba a domicilio y que fue una de las últimas que pretendió robarle lo poco que le quedaba en el departamento: ollas de acero inoxidable, ropa, pañales, parches de opiáceos, medicamentos.

Los dos, mi mamá y mi papá, se fueron de esta tierra sin sus alianzas y sin una parva de cosas que eran suyas.

Mañana llegará el 30 de octubre.

Mañana llegarán los números redondos.

En todo este tiempo, e incluso desde la muerte de mi madre, procuré, con muchos errores, escapar de la tristeza a como diera lugar, como ahora mismo lo hago escribiendo estas cosas. Sin embargo, por las mañanas se pone difícil. Debo saltar de la cama, estimular mi nervio vago, beber a las apuradas un café y llegar rápido a la Vortioxetina.

No sé para qué se vive.

No sé para qué se ama.

No sé para qué se tienen hijos.

No sé para qué se escriben libros.

No sé para qué se trabaja.

Nada tiene sentido cuando la muerte domina el escenario.

Comparar es una comodidad, una práctica común del autoconsuelo. Por supuesto, entre los miles de millones de seres humanos que habitamos el planeta mi situación es privilegiada. No obstante, comparar también es una falacia que sólo llena de culpa. Cristo entiendo que quitaba demonios, como luego los exorcistas y más tarde los psiquiatras a personas de cualquier tipo de condición social. ¿Debo sentir culpa por escribir estas cosas, por levantarme vacío, por no encontrarle sentido a las cosas, al menos ahora, al menos hoy, al menos en esta hora?

Debería encender un cigarrillo, pero lo tengo prohibido.

Debería matar a esta polilla que sobrevuela mi perímetro mientras el carrillón canta las 11 de la mañana.

Hubo un tiempo, también, donde el sonido de las campanas del reloj obraba en mí una tortura sonora y quería saltar de mi cama con un hacha. Pero esa es otra historia, la historia de una depresión que hasta mereció un libro no fantasma de mi parte, que leyeron pocos, como pocos son los que me leen, mientras muchos quienes toman cualquiera de mis libritos negros.

¿Pero qué carajos tiene que ver este último lamento con lo que importa?

Nada.

Voy a ver cómo sigo.

Para empezar, abrir uno de los roperos, rociar cada cuarto de matapolillas. Y luego.

Tal vez meter un poco de orden a estas horas.

O afeitarme.

O meterme a leer Una novela rusa o los cuentos de Bulgákov que inicié en estos días mientras aguardo devoluciones de dos libros que (afantasmado) he escrito para ganar dinero.

No lo sé.

Iba a llover, no llovió.

El primer cuento que abre mi libro de Bulgákov lo leí en el tren. Es un animal lo bien que escribe así pueda contactarme con él a través de una traducción. Me sentí en un quirófano precario del interior ruso asistiendo a la amputación de la pierna de una niña.

Bulgákov, así dicen, no inventaba demasiado. Al menos en sus cuentos. Ahí es médico, como en "lo real".

Los ucranianos lo odian. Nació ahí. Pero cuando todo aquello era parte de la URSS.

17.10.25

Un sueño

Supongo que los soñé. Cuando mis ojos se abrieron (puesto que no los abrí yo) conté con mis dedos los años que estuvieron solos, sin contar el noviazgo, y la cuenta me dio seis años.

En el sueño ellos eran un matrimonio sin hijos que transitaba aquel periodo estéril con mucha alegría y sensualidad.

En el sueño yo los miraba sin existir y me daba cuenta de que mi llegada a sus vidas en nada contribuiría a la de ellos, así me desearan desde un inicio.

Es más, me daba cuenta de que apenas tendría tiempo de conocer a mi madre. Que llegaría a la existencia de aquella mujer joven pero de ya más de treinta años, que fumaba, que tenía su profesión y su talento, y que no precisaba de la maternidad para existir.

Ok, no era yo ni en el sueño ni fuera de él un correo no deseado, un spam ni uno de esos llamados que se reiteran y uno no los atiende y antes los corta.

Ok también: un abuelo, el materno, en su lecho de muerte, me supo anunciar cual paloma al oído de una virgen judía.

Conozco asimismo la historia donde mis padres se hacen análisis para saber qué pasa con sus fertilidades.

Sé del "milagro", de mi concepción sin pecado.

Pero el sueño.

En el sueño ellos vivían despreocupados, leves, con gracia. Y el matrimonio católico era la máscara perfecta para que nadie los imputara de fornicarios ni cosas parecidas.

Mis ojos se abrieron cuando entiendo que pretendí decirles desde mi inexistencia que no se reprodujeran, que continuaran en aquel limbo, que mi llegada les alteraría absoluta y totalmente todo.

Lo sostengo ahora que lo escribo.

Valía más aquella felicidad sensual de los años sin primogénito que la vida del primogénito ahora mismo, aturdido, sin saber cómo se vive huérfano, frente a una pantalla, escribiendo estas cosas.

Valía más todo aquello sin pañales ni berridos.

(A veces, y este fue un caso concreto, el correo deseado tiende a ser una trampa).