16.12.25

Quince minutos de «Balada para Adelina» vol. 4 y final

El duelo carece de definición. Al menos eso impresiona en Castilla (escribirás llegando al final de este relato que nunca sabrás si más bien resultó un no-ensayo, e ignorarás si lo que habrás de escribir en esta oración ya lo has escrito, y de todas formas te escaparás de este paréntesis no sin exhibir tu cobardía, en diciendo «territorialidad teológica» y otras cosas raras que trabarán la lectura de la pobre persona que pretenda leerte, pero allá tal o cual que desee leerte en cualquier tiempo verbal, te justificarás, harto, pensando en cambiar dólares para sobrevivir, y escribirás igual, porque esto debo terminarlo, te dirás, y escribirás trabado, decíamos, por fuera del paréntesis, «territorialidad teológica», y «territorialidad teológica» encontrará tu torturado lector al salir de aquí), territorialidad teológica, según cierto hispanista ultramontano de gracioso apellido itálico, quien ha dicho en más de una ocasión que tal región existe desde antes de que Dios lo creara todo (aquel ítalo-hispanista que ha imaginado a Dios y a Castilla en el medio de la nada, también suele decir —evocarás, recordarás, tu memoria te dirá—, que Cristo a Pedro entregó Roma; que a Juan, su madre, y que a Santiago, España, de lo que se desprende —también algo te dirás— un raro silogismo, donde la Hispanidad construye una sinonimia cacofónica con la Cristiandad, así en mayúscula, y donde, además, Cristo, por poco, es un manchego eterno que alimenta toros de lidia y se alimenta de quesos y puercos).

Antes del iterado escollo parentético volverás a escribir que el duelo en Castilla parece carente de definición, así posea dos acepciones, una en la confrontación, la otra, en la relación dolorosa y problemática de los deudos frente a uno o más cadáveres, y ha de ser así, concluirás sin ya saber a qué hora llegará tu cambista de confianza, porque no hay en verdad conocimiento del mundo que pueda definirse como verídico a través de la mera palabra; que a esta conclusión habrás de llegar no mucho después de las cuatro y cuarto del mismo día, o bien de otro muy igual. Y así y todo pronto caerás en la cuenta de que la Real Academia desconoce al mundo y también al ser humano, puesto que el duelo no sólo se relaciona con un cadáver, te dirás, y no irás más lejos en tu escritura de tu no-ensayo para no abundar en obviedades, en lo palmario. Más bien antes esperarás a tu cambista ilegal y a una compra compulsiva del día anterior que te debe llegar, como has leído un poco antes, entre las 15 y las 21 horas, y desearás que te caiga más trabajo retrasado como el de recién, que te permitirá matar las horas de un modo distinto, acaso menos escabroso, quizás más automático y saludable, pero mientras tanto nada de todo aquello ocurra (los agradecimientos de un cliente a su libro por ti escrito, en verso libre; más el epílogo elogioso de un catedrático al mismo libro, etcétera), qué música poner, te preguntarás, y también ¿cómo nublar la memoria y no pensar en el departamento ni en tus padres ni en los pétalos de rosas y los dos funerales, comenzando por el último y luego por el primero de los entierros, el infierno tan temido de cuando eras apenas un niño que manchaba sus calzones y que increíblemente se había confrontado hacia los tres o cuatro años con la noción de la muerte y no soportaba, pues, que sobre todo su madre no llegara del trabajo a la hora acordada, y era entonces que te debía bajar la nodriza de turno, otro tipo de nodriza no cuida-viejos sino cuida-niños, junto a tu hermana que no dolía, como sí en cambio tú, que vendrías a ser vos, y a los gritos te bajaban a la avenida y la muerte no era un cadáver ni un accidente ni una enfermedad, la muerte resultaba la mera desintegración de tu madre, y luego, cuando ella llegaba al fin a casa, como también más tarde tu padre, te quedaba el saber bastante científico de que ambos un día habrían de morir y que, cuando tales hechos sucedieran, no habrías de soportarlo, y ahora que aquí estás, que hasta aquí has llegado, te preguntarás cómo terminar con todo esto o, con al menos, esta tarde, tras los días anteriores de la última muerte, las nodrizas mecheras, los martilleros públicos y el gordo rufián de la F150 auxiliado por el par de facinerosos expertos en ultrajar lo que fue un hogar en cuestión de tres horas?

Y no, no habrá respuesta, el dólar volverá a dispararse y los cambistas saldrán de sus cuevas a realizar sus grandes negocios, y uno de tus clientes escribirá en verso libre su agradecimiento y su dedicatoria del libro que jamás que escribirá, y sobrevolará otra vez en tu putrefacto corazón el odio y el aburrimiento, pero sobre todo el odio para no llorar, para no entrar en crisis, y los de la compra compulsiva del día anterior no tocarán el timbre hasta tarde, y los de la administración del edificio que habitarás enviarán un mail donde anunciarán que mañana todas las bicicletas arrumbadas en la terraza serán retiradas y arrojadas a la basura, tal como se ha advertido meses atrás, y pensarás que ahí, arriba, ha quedado la bicicleta Bianchi que fuera de tu madre, pero que nada harás por ella, que no la rescatarás del seguro olvido ni del reverbero de la muerte, porque está rota, porque es pesada y porque no es necesario, en el fondo, hacer ya nada, más que bajar el precio publicado del otro departamento, el de tus finados padres, que eso es lo único que falta para cerrar con este capítulo, donde fuiste hijo hasta que de forma definitiva dejaste un día, no hace mucho, sólo dos meses y monedas, de serlo, puesto que has recuperado de repente la mera noción de la matemática y tu padre murió hace dos meses y tu madre hace siete, por eso la distancia entre el fin de ambos da cinco y no hay música de fondo que poner, o si la hay; tan solo deba de tratarse de esas músicas que sonaban en un edificio de unos amigos de tus padres sobre la calle Rosario, frente al Parque Rivadavia.

Richard Clayderman en el ascensor, ¡maravilla!, quince minutos de «Balada para Adelina».

Vos de chiquito.

Todos aquellos quince minutos.

Subiendo y bajando dentro del ascensor de la calle Rosario.

Creyendo que aquella música te hacía feliz.

Sólo subo y bajo, mamá.

Sólo suyo y bajo, mamá.

No, hijo, no podés quedarte solo.

Bueno, entonces, acompáñenme, y llévenme luego a la plaza, a las hamacas, esas hamacas que ya no existen y que precisaban del impulso de tus pies para volar.

Acompáñenme, por favor, aunque no todos mis recuerdos sean ciertos, puesto que cuando el señor Clayderman sonaba yo aún no sabía sumar y mucho menos entender cómo se determinaban quince minutos, no más, no menos, aquellos quince minutos de felicidad por los que hoy habrías de matar, si tuvieras a quien hacerlo.

Y la puta madre, el dólar sigue subiendo, y el cambista ya te habrá fijado un precio cada vez más bajo, segundo a segundo más bajo, y así será que perderás plata por andar escribiendo (y abusarte de los paréntesis, que no fueron creados por Dios, el de Castilla, para estas cosas), y no te será gracioso terminar así estas otras cosas, para nada te será gracioso, o lo será tanto como un cliente taimado escribiendo en verso libre los agradecimientos o la dedicatoria de aquel libro que le habrás escrito y que tan buena crítica tendrá de numerosos catedráticos hispanoamericanos que saben, como Cristo, de quesos y puercos, y de toros de lidia, allí en Castilla, como también en La Mancha. (Y no sea cosa, acabarás por decirte, al ritmo del pianista francés, pues el loco ítalo-hispanista es educador como tu cliente e investigador del Conicet, y no sea cosa, te dirás, al son del tarararará, que el loco facho chauvinista chicloso que cree en Dios, Castilla y la nada, llegue acaso a leer aquella magna obra que habrá de preludiarse de versos libres y que, por propiedad transitiva, también replique elogiosos elogios que te elogien sin que lo sepas, amén, y amén, gloria al Señor y al dólar que sube y no para, como pretendía el Fondo Monetario Internacional y como al fin y al cabo siempre sucede con países como el tuyo, que no habrá de ser ya el mío, para cuando metas el punto final y pienses en contactarte con los de la inmobiliaria, que no habrán entendido hasta ahora que jamás buscaste hacer negocios con aquel departamento que fue de tus padres, que sólo te lo querés sacar de encima, cuanto antes, como a esta tristeza que es, sobre todas las cosas, una soledad, y adejetivarás, insoportable). 

12.12.25

Quince minutos de «Balada para Adelina» vol. 3

Te estoy viendo en la tentación de buscar etimologías. Querrás comprender qué es un duelo y qué el odio y cuál es la relación entre ambos. Y en la libre asociación de ideas a nada claro llegarás y tu cabeza colonizada te murmurará las coplas de pie quebrado tan conocidas y aprendidas en el tercero o cuarto año del secundario, donde dicen

...cuán presto se va el placer

cómo, después de acordado

da dolor.

Lugares comunes y abuso de itálicas y comillas españolas, que tanto te seguirán atrayendo aunque estarás arruinado, jodido, hecho el resto del hombre que alguna vez creíste ser, y entonces Corominas, sí, cómo no, Joan Corominas, más comillas españolas, la letra D, y ¡sorpresa!, resultará ser, ¿cómo no lo pensaste?, que «duelo» es multívoca, no así «odio», y leerás y copiarás con un ventilador a tu diestra y el diccionario etimológico sobre tus piernas, acerca de la primera voz, que proviene de «desafío, combate entre dos», empleada por vez primera hacia el siglo XV, cosa de la que habrás de dudar y mucho, y que, además, verás que se relaciona la misma voz con la «alteración del sentido (por influjo de duo “dos”) del lat. duellum “guerra” (…)» y (curiosidad), muy al pie, recién, la que creías como primera asociación de duelo y dolor, para lo cual deberías aún leer «doler», pero ni para el «odio» ya tendrás ganas, o sí, puesto que, al fin y al cabo, el diccionario continuará sobre tus piernas y nada mejor tendrás que hacer, entonces «odio», y un fraude su origen, puesto que lo más interesante será el leer que proviene del latín odium y, como con eso no harás nada, buscarás en internet, como antes has buscado a los mercachifles violadores del pasado, «compro, señora, compro, lavarropa, heladera, muebles, televisores, ropa usada», y no conforme hasta intentarás que una inteligencia artificial te ayude en la celeridad de tu búsqueda, y esto encontrarás antes de querer pegarle una patada a tu máquina: que odium era una voz latina, un dispositivo lingüístico creado para significar la fuerte aversión hacia alguien, y te dirás que la definición es incompleta, puesto que no sólo se odia a una persona humana, que también se puede odiar a un animal, a una planta, a un recuerdo, a una cosa, cualquiera sea, y a esa hora de la tarde (los relojes de tu casa marcarán las cuatro y cuarto de la tarde) no sabrás ya cómo seguir y, en tu ignorancia, necesitarás de la red que siempre suele darte el libro de Jonás, o bien el extenso del piadoso Job, el uno que se enfada y que es la ira misma cuando es vomitado en Nínive, el otro que supone la aceptación de todos los peores males que un sujeto puede tolerar en este mundo, pero tal red, esta vez, no te será de utilidad, pues estarás huérfano ciento por ciento y con el recuerdo todavía vivo de cómo se llevaron el bahiut, el juego de living de tu abuela, el juego de jardín que se hallaba en el balcón, el espejo donde se reflejaban las imágenes de tus abuelos maternos y de tus padres, la cabecera de la cama que fue primero de unos y luego de otros, la cómoda, las mesas de luz, los cuadros, las ollas y cacerolas y sartenes y jarros de acero inoxidable que las nodrizas mecheras días antes han procurado robar. Recordarás, enumeración, todo aquello y las camas que todavía habrán de quedar, la maceta aquella y los dos macetones, todo, todo menos lo que tu hermana ya te habrá pedido para ella: la mesa del comedor, dos divanes, la vitrina, una biblioteca.

¿Qué música poner, entonces? ¿Y cómo se sostiene esta vida?

Si te has mentido y a todos has querido mentir.

Si no es odio. No. Si es dolor.

¿Para qué negarlo?

¿Y por qué no habrás de usar signos de pregunta cuando a estas conclusiones arribes? ¿O por qué los emplearás cuando todo esto corrijas? Y para qué intentar negarlo, te repite tu otro yo desde el pasado. Si todo habrá de resumirse en este agujero negro que vos y yo en el plexo solar sentimos, ese yunque tan parecido a la angina de pecho, que no calmarás ni con el amor de una mujer ni con el alcohol ni con la Vortioxetina. Ea pues Señora, abogada nuestra, el combate entre dos, entre tu yo y tu ego, o entre tu yo y tu otro yo que es el otro yo que no soy yo, o entre el cuerpo que te carga desde que naciste y el que finge ser, a tu edad, un hombre serio que a nadie carga. El duelo interno, amigo mío, donde, si pierde uno, pierden siempre los dos, e incluso los tres. Un duelo donde, por supuesto, todo se apoya en la tierra del odio que a la postre será y siempre ha sido dolor, más confrontación, guerra y repelús contra todos los que conformamos desde siempre el ti mismo.

«Esta es la luz de Cristo, yo la haré brillar. Compre, señora, compre. La traición se paga con sangre».

Y comillas españolas. Muchas comillas españolas más un loco suelto en la internet, a quien verás y atenderás por estos días de tristeza y calor, que pronunciará sin remilgos que, antes que el Hacedor nada creara, se hallaba él en su magnífica soledad cósmica junto a Castilla, que es tan inmortal, imperecedera, católica y eterna como, y perdonen la reiteración, el mismo Dios que allí se halla sentado en un banco que no existe, junto a Castilla, la nada, y acaso en Castilla, sólo y furioso, el toro de lidia que representará hasta el Juicio Final a todos los toros de lidia que más tarde corran por Las Ventas.

Amén.

11.12.25

Quince minutos de «Balada para Adelina» vol. 2

Debés desarmar la casa de tus padres. Todo tiene que ser rápido. Las expensas son elevadas. Tus padres donaron en vida unas pocas propiedades muy mal ubicadas, a vos te tocó en suerte este departamento, que guarda buena parte de tu infancia y toda la historia familiar de, al menos, dos generaciones. Felicidades, tu vida posee todavía un sentido. Happy problem, algunos imbéciles habrán de decir por lo bajo, esos mismos que no te llaman, pero quitales los pronombres a todo, como habrás de escuchar así decir por estos días de luto, porque los imbéciles no llaman en general, dirás y, si te prenden fuego, sacales el te, será problema de tu sistema térmico y de tu fuego, ya no puedo adjudicar (habrás de decirte) a otros lo que me ocurre, no es lógico ni de adulto adjudicar el incendio de mis bosques, te dirás. Y estaría bueno, te dirás también, cuando reflexiones sobre estos desvíos, escribir en alguna hora muerta un cuento donde todos los personajes proyectan su propia mierda en otros, sus propios fantasmas, pero no pasará a más de una reflexión; enseguida, se te irán las ganas de escribir y de rezar y de permanecer en equilibrio, y regresarás a este párrafo, lo tratarás de finalizar. Y no podrás. Nunca podrás.

Como fuere, tus padres ya te habrán puesto en estas mucho antes de que todos los verbos hayan sido escritos en futuro y, por propiedad transitiva, en la misión de convocar contactos que te dieron en el último funeral, contactos de personas de «inmobiliarias tradicionales» o de esas otras que funcionan «al estilo estadounidense». Uno de aquellos contactos te lo brindará un pelado con olor a mierda en la boca, a quien no podrás olvidar, así burles la máxima de no victimizarse, de dejar de usar pronombres como el me para hacerlo. Más bien antes llamarás a ese contacto del pelado sólo para hacerle perder el tiempo y para hacer quedar mal a ese nuevo enemigo de calva lustrosa. Asegurarás, como siempre has asegurado, no ser rencoroso, tu terapeuta te confirmará que no, que nunca fuiste rencoroso; te anotarás, así, un punto más en el campeonato de la impostura, y todo será por hacer quedar mal al pelado en cuestión. Pero este será sólo otro desvío, un nuevo rizoma, una venganza pequeña. Lo importante:

Lo importante redundará en que todas las personas a las que llames para tasar el departamento, cuando se presenten, en el mejor de los casos, te dirán «lo siento» cuando expliques que él acaba de morir, que ella lo hizo cinco meses antes. Lo importante: todos nada opinarán si acaso te explayás y contás que, en el caso de tu padre, fueron cinco años de tortura y prácticamente trescientos sesenta y cinco días de postración en caída libre. Y a nadie menos aún le importará tu tristeza. Es más, habrá quien sólo se interese por su ombligo ya sea para decirte de modo falsario que te echa de menos (o que te odia), no con palabras explícitas, o sí, también con palabras explícitas. No interesará. Quedarás, en todos los casos, al borde de una cornisa, ausentes tus pretendidos amigos históricos, como un cagalástimas cualquiera, con el culo sucio como Gary Lineker en el Mundial de Italia 90, en aquel partido que creés que fue contra alguna de las Irlandas, y avergonzado, además, de tener este agujero en el plexo solar que ya no se llamará «angustia» ni tampoco «duelo» a secas, sino «odio», otra vez «odio». Porque estaba escrito en alguna sagrada escritura que los días pasarán y que el odio (por huérfano, solitario y viejo) habrá de crecer en tu podrido corazón al ritmo del desánimo, y ¡oh!, el duelo que imaginaste toda tu vida podría suponer un cambio radical en tu alma, antes que eso será vacío, repudio y violencia frente a la miseria, la negligencia y la avaricia de las nodrizas mecheras, los martilleros públicos, tus examigos que aún se creerán tus amigos y, te faltará escribirlo a estas alturas, los dueños de camionetas y camiones que llevan sus cornetas por los barrios gritando «compro heladera, lavarropa y muebles viejos, señora». Pronto sabrás, carajo, que, así como las unas han sido creadas para aprovecharse de los ancianos, que los otros sólo estarán en este mundo para llenar su cartera de propiedades en venta y así ver si la pegan con una y comisionan en dólares, y que los últimos serán el peor producto de las maquinarias del infierno, demonios esféricos y sinvergüenzas que tendrán una F150 o parecido y que se ocuparán de violar, con tu silenciosa complicidad, con tu irrenunciable tristeza, el espacio que habitó alguien tan débil como tu padre una vez que tu padre cumplió lo que la biología había anticipado y terminó en la morgue del sanatorio. Ah, y eventualmente orbitarán más martilleros y compradores de muebles, junto con muchachas a las que acudiste cuando creías que te matarías si antes algo no hacías con tus días, y aprenderás a bloquear y a borrar con fría crueldad de tus contactos a estos, los otros y los de más allá, porque no respetarán el dolor ni la muerte seguida de la enfermedad, y porque ya serás, a este ritmo, una mala persona, dolida, pero mala persona, a quien, ni las mentiras que se procuró para sobrevivir y no caer en la segura gran depresión de su vida, lo salvarán de la condena de aquellas que hasta pudieron llegar a albergar alguna incierta ilusión.

Nacer, crecer, reproducirse, enfermar, por fin morir. Tal el ciclo, te dirás para ahuyentar de ti tan oscuros pensamientos, como aquellos del parágrafo anterior.

¿Y por qué esto se llama «Quince minutos de "Balada para Adelina"»?, te preguntarás también, sin aún saberlo.

Volverás al hilo. O, dicho mejor, a la fuga de todos aquellos que en tu conciencia te persiguen: nacer, crecer, etcétera. Y llegarás a la rémora socialcristiana de tu cabeza una vez más, quien pretenderá darte lecciones y te obligará que agradezcas que todos esos pasos tus padres dieron y no como otros, que nacen y se mueren, o como otros menos afortunados que nacen, enferman y nunca mueren porque siempre sufren. Y de nuevo te dirás que nunca fue el problema la muerte, que el problema siempre fue la condición humana, incluida la mía, y habrá mañanas de espanto y Vortioxetina, y otras de correr a un colectivo o al tren que está por partir, y te procurarás que cada hueso y cada músculo te duelan haciendo ejercicios imposibles, todo lo que haga falta, menos drogarte, para poder atravesar un día más, un sólo día más, nada más que un puto nuevo día, puesto que, ahora, muchacho, tienes una misión, un sentido, un propósito: vender la propiedad que fuera de tus padres y que ya ha sido saqueada a precio vil por uno de estos que en la internet te compran «muebles de estilo» y se te llevan hasta la última maceta.

5.12.25

Quince minutos de «Balada para Adelina» vol. 1

 


Qué música poner.

En el entierro de tu padre, cinco meses después del de tu madre, tras echar cada quien pétalos de rosas, comenzarán las voces de los asistentes a recordar hechos que vos no tenías registrados.

Que regaló heladeras.

Que apadrinó a huérfanos tan huérfanos como él.

Que pretendía que el personal de cierta compañía de seguros comiera jamón cocido de primera y no variantes del plástico con colorantes.

En el funeral número dos del año, donde llorarás lo que quisiste como en el número uno, y te apartarás del universo lo que te sea permitido, aquellas voces poco a poco consagrarán a tu padre a los altares, en condición de santo de los pobres y los marginados, quien se inclinaba siempre con devoción hacia las clases perdedoras, y entonces alguien, no sabrás quién, pero será seguro uno o una de los que con él trabajaron, empezará a entonar «esta es la luz de Cristo, yo la haré brillar», que sí, la cantaba él en la redonda de Belgrano, en aquella misma iglesia donde una vez, según cuentos de tu madre, un facha de Tradición, Familia y Propiedad le pegó un puñetazo en la mandíbula, que lo hizo rodar por las escaleras.

Pero toda esa fiesta de la muerte y toda esta remembranza de aquel que partió cinco meses después de su compañera, toda aquella teología de la liberación y de la cristiana opción por los pobres se te irá al carajo un día después, cuando todavía quede una nodriza en el departamento que, por las cámaras cuyas imágenes se reproducirán en tu teléfono, habrás de ver que ya no será solo una, sino dos y hasta tres, lo que te conducirá a que, con disimulo, junto a tu hermana, visites lo que fue casa paterna, lo que ahora será tuyo.

Joder, habrás entonces de decirte. Joder. Y las elefantiásicas intrusas, como si nada, te recibirán con pollo al horno con papas, con bebidas gaseosas, con todo lo que aún guardaba la heladera, y se volverán a lamentar por lo sucedido, «pobrecito tu papá, pobrecita tu mamá», y una recordará la secuencia narrativa donde llegó a descansar a ese departamento aún con tu padre internado y vivo, a lo que las otras derramarán alguna lágrima, a la vez que la misma de antes, que dejó la guardia en el sanatorio cuando la fuiste a reemplazar, aclarará, por si alguna duda te quepa, que «las llamé a estas otras dos porque me daba miedo quedarme sola estos días», y vos te fiarás, como ya te has fiado, de los miedos a los fantasmas que han esgrimido durante tanto tiempo, y recordarás que los pobres son buenos, que así te lo enseñaron, y que las clases populares que delinquen lo hacen porque uno es el culpable, uno y el resto socialmente incluido y punto, lo reza la letra chica del Génesis en la Biblia Latinoamericana, allí donde dice más o menos que no sólo nacemos con el pecado original, sino en un contexto de pecado social, y no se discuta más, no es ni de buen cristiano ni de buena gente andar clasificando la moralidad de los actos de las personas según las procedencias socioeconómicas y culturales, así como también te han adoctrinado tus ya difuntos padres, antes incluso que la Biblia Latinoamericana (que los fachas dicen que es roja desde siempre), y aquello será por siempre en ti, que vendrías a ser vos, mucho más que palabra de Dios, eso será por los siglos de los siglos La Verdad, lo que te obligaron a creer en tu casa y más tarde en la escuela de aquellos curas peronistas, y que un poco por la fuerza y otro tanto por la razón te entró, y además has visto que los ricos también lloran y roban, desde Verónica Castro en la telenovela casi homónima hasta acá, entonces a nadie aquí se estigmatiza y menos por el territorio donde viva tal o cual, y un gran etcétera muy asociado e influido por el Cristo más populista de todos, el del sermón de la montaña.

Te retirarás más luego del improvisado almuerzo, junto a tu hermana, pero tu hermana olvidará su celular en el departamento, cosa que, a la altura de la cancha de Argentinos Juniors, recién se dará cuenta, a lo que vos mirarás de nuevo en tu celular las imágenes de las cámaras del departamento, para ver si el teléfono de tu hermana quedó sobre la mesa del comedor diario, pero no, no se verá dónde quedó el teléfono pero sí, en cambio, ocuparán toda la pantalla rectangular las tres voluminosas nodrizas que dijeron que hoy se irían y que una dejaría las llaves al encargado. Ahí continuarán las tres, moviéndose como animales ágiles y enormes a la vez, acumulando sobre la mentada mesa todas las ollas, cacerolas y sartenes de acero inoxidable, y será entonces que a tu hermana ordenarás «pegá ya la vuelta», al tiempo que para tus adentros te dirás lo que te has reiterado más de una vez en todo este tiempo: que el problema no es la muerte, que el problema es el ser humano.

Minutos después, al entrar al departamento, si las hubo alguna vez, como fuere, ya no habrá fe, esperanza ni caridad y, por lo tanto, mucho menos piedad, sino el palo de amasar que tomarás de un cajón del mueble de la cocina, más tu frase en tono sereno «la traición se paga con sangre», tu fingimiento de que estás conectado con el inframundo y que desde el inframundo te avisaron lo que estaba sucediendo; ya no habrá fe, esperanza y caridad; por lo tanto, ningún tipo de razón ajena atendible, pero sí tu odio, un odio que, si en práctica pudieras poner, haría su propio Pentecostés pero con napalm.

Porque la condición humana toda desde siempre ha sido atravesada por el mal, y  en ese sentido, papá, le dirás a tu padre, en ese sentido, mamá, le dirás a tu madre, nadie se salva, que no me den un día facultades de dictador, porque estoy muy triste y no puedo sobrellevar ni esto que pasó con ustedes dos en tan poco tiempo, ni lo que te sucedió a vos, primero, ni lo que a vos, después, viejito, que partiste con esa suerte de sonrisa o de satisfacción, creyendo hasta el final que la gente no era tan mala, que la injusticia social la tornaba mala, pero yo no soy vos, yo no puedo ser vos ni ustedes, yo no tengo tanta piedad y ya lo he dicho, en algún momento de todos estos días me he dado cuenta de que carecía de fe, esperanza y caridad, y a los dos, carajo, a los dos les han robado sistemáticamente, desde que cayeron en desgracia hasta la última toalla, hasta la última media, hasta el último pañuelo.

11.11.25

Perdón y gracias

Escapar de estos días de súper bajón que crecen y que entiendo son necesarios porque, me digo, hasta que no largue toda esta tristeza la tristeza se va a quedar y este no es un problema mío, es un problema para los demás, y entonces los verbos, trabajo, leo, escribo, limpio, sobre todo limpio como un esclavo, pedaleo kilómetros y kilómetros y realizo mis ejercicios de calistenia ya no sólo por una cuestión cardiológica ni tampoco por la mera cuestión psíquica de generar antidepresivos naturales sino también así sin comas ni parates para (y es aquí donde me trabo) no pensar en que se murieron los dos en cinco meses y eso supone no ya sólo la orfandad, sino sobre todo la ausencia por siempre de alguien que de verdad me defienda o que tenga esa potestad paternalista de ejercer ese rol aunque en los hechos prácticos nada ya pudieran hacer desde hacía muchos años. Entiendo, porque la conozco, que la locura es hija, entre otras cuestiones, de la tristeza y de los duelos malparidos y de la rumia continua de la cabeza que se puede transformar en un asesino, y ya no sabiendo qué hacer regreso a este blog para luego ir al chino porque me falta soda, queso sin sal, galletas de arroz, aceite de oliva extra virgen que sale un Perú, huevos y no sé qué más, y pido perdón por todo lo realizado en estos últimos tiempos, actos de mi cosecha que fungieron de tapadera del dolor y no de otra cosa, a la vez que agradezco la presencia de aquellos que deben estar y quiero que estén, y que están no por obligación. Punto.