El duelo carece de definición. Al menos eso
impresiona en Castilla (escribirás llegando al final de este relato que nunca sabrás
si más bien resultó un no-ensayo, e ignorarás si lo que habrás de escribir en
esta oración ya lo has escrito, y de todas formas te escaparás de este paréntesis
no sin exhibir tu cobardía, en diciendo «territorialidad teológica» y otras
cosas raras que trabarán la lectura de la pobre persona que pretenda leerte,
pero allá tal o cual que desee leerte en cualquier tiempo verbal, te justificarás,
harto, pensando en cambiar dólares para sobrevivir, y escribirás igual, porque
esto debo terminarlo, te dirás, y escribirás trabado, decíamos, por fuera del
paréntesis, «territorialidad teológica», y «territorialidad teológica»
encontrará tu torturado lector al salir de aquí), territorialidad teológica,
según cierto hispanista ultramontano de gracioso apellido itálico, quien ha
dicho en más de una ocasión que tal región existe desde antes de que Dios lo
creara todo (aquel ítalo-hispanista que ha imaginado a Dios y a Castilla en el
medio de la nada, también suele decir —evocarás, recordarás, tu memoria te dirá—,
que Cristo a Pedro entregó Roma; que a Juan, su madre, y que a Santiago,
España, de lo que se desprende —también algo te dirás— un raro silogismo, donde
la Hispanidad construye una sinonimia cacofónica con la Cristiandad, así en
mayúscula, y donde, además, Cristo, por poco, es un manchego eterno que
alimenta toros de lidia y se alimenta de quesos y puercos).
Antes del iterado escollo parentético volverás
a escribir que el duelo en Castilla parece carente de definición, así posea dos
acepciones, una en la confrontación, la otra, en la relación dolorosa y
problemática de los deudos frente a uno o más cadáveres, y ha de ser así,
concluirás sin ya saber a qué hora llegará tu cambista de confianza, porque no
hay en verdad conocimiento del mundo que pueda definirse como verídico a través
de la mera palabra; que a esta conclusión habrás de llegar no mucho después de
las cuatro y cuarto del mismo día, o bien de otro muy igual. Y así y todo
pronto caerás en la cuenta de que la Real Academia desconoce al mundo y también
al ser humano, puesto que el duelo no sólo se relaciona con un cadáver, te
dirás, y no irás más lejos en tu escritura de tu no-ensayo para no abundar en
obviedades, en lo palmario. Más bien antes esperarás a tu cambista ilegal y a
una compra compulsiva del día anterior que te debe llegar, como has leído un
poco antes, entre las 15 y las 21 horas, y desearás que te caiga más trabajo
retrasado como el de recién, que te permitirá matar las horas de un modo
distinto, acaso menos escabroso, quizás más automático y saludable, pero
mientras tanto nada de todo aquello ocurra (los agradecimientos de un cliente a
su libro por ti escrito, en verso libre; más el epílogo elogioso de un catedrático
al mismo libro, etcétera), qué música poner, te preguntarás, y también ¿cómo
nublar la memoria y no pensar en el departamento ni en tus padres ni en los
pétalos de rosas y los dos funerales, comenzando por el último y luego por el
primero de los entierros, el infierno tan temido de cuando eras apenas un niño
que manchaba sus calzones y que increíblemente se había confrontado hacia los
tres o cuatro años con la noción de la muerte y no soportaba, pues, que sobre
todo su madre no llegara del trabajo a la hora acordada, y era entonces que te
debía bajar la nodriza de turno, otro tipo de nodriza no cuida-viejos sino
cuida-niños, junto a tu hermana que no dolía, como sí en cambio tú, que
vendrías a ser vos, y a los gritos te bajaban a la avenida y la muerte no era
un cadáver ni un accidente ni una enfermedad, la muerte resultaba la mera
desintegración de tu madre, y luego, cuando ella llegaba al fin a casa, como también
más tarde tu padre, te quedaba el saber bastante científico de que ambos un día
habrían de morir y que, cuando tales hechos sucedieran, no habrías de
soportarlo, y ahora que aquí estás, que hasta aquí has llegado, te preguntarás
cómo terminar con todo esto o, con al menos, esta tarde, tras los días
anteriores de la última muerte, las nodrizas mecheras, los martilleros públicos
y el gordo rufián de la F150 auxiliado por el par de facinerosos expertos en
ultrajar lo que fue un hogar en cuestión de tres horas?
Y no, no habrá respuesta, el dólar volverá a dispararse y los cambistas saldrán de sus cuevas a realizar sus grandes negocios, y uno de tus clientes escribirá en verso libre su agradecimiento y su dedicatoria del libro que jamás que escribirá, y sobrevolará otra vez en tu putrefacto corazón el odio y el aburrimiento, pero sobre todo el odio para no llorar, para no entrar en crisis, y los de la compra compulsiva del día anterior no tocarán el timbre hasta tarde, y los de la administración del edificio que habitarás enviarán un mail donde anunciarán que mañana todas las bicicletas arrumbadas en la terraza serán retiradas y arrojadas a la basura, tal como se ha advertido meses atrás, y pensarás que ahí, arriba, ha quedado la bicicleta Bianchi que fuera de tu madre, pero que nada harás por ella, que no la rescatarás del seguro olvido ni del reverbero de la muerte, porque está rota, porque es pesada y porque no es necesario, en el fondo, hacer ya nada, más que bajar el precio publicado del otro departamento, el de tus finados padres, que eso es lo único que falta para cerrar con este capítulo, donde fuiste hijo hasta que de forma definitiva dejaste un día, no hace mucho, sólo dos meses y monedas, de serlo, puesto que has recuperado de repente la mera noción de la matemática y tu padre murió hace dos meses y tu madre hace siete, por eso la distancia entre el fin de ambos da cinco y no hay música de fondo que poner, o si la hay; tan solo deba de tratarse de esas músicas que sonaban en un edificio de unos amigos de tus padres sobre la calle Rosario, frente al Parque Rivadavia.
Richard Clayderman en el ascensor,
¡maravilla!, quince minutos de «Balada para Adelina».
Vos de chiquito.
Todos aquellos quince minutos.
Subiendo y bajando dentro del ascensor de la calle Rosario.
Creyendo que aquella música te hacía feliz.
Sólo subo y bajo, mamá.
Sólo suyo y bajo, mamá.
No, hijo, no podés quedarte solo.
Bueno, entonces, acompáñenme, y llévenme luego a la plaza, a las hamacas, esas hamacas que ya no existen y que precisaban del impulso de tus pies para volar.
Acompáñenme, por favor, aunque no todos mis
recuerdos sean ciertos, puesto que cuando el señor Clayderman sonaba yo aún
no sabía sumar y mucho menos entender cómo se determinaban quince minutos, no más,
no menos, aquellos quince minutos de felicidad por los que hoy habrías de
matar, si tuvieras a quien hacerlo.
Y la puta madre, el dólar sigue subiendo, y el cambista ya te habrá fijado un precio cada vez más bajo, segundo a segundo más bajo, y así será que perderás plata por andar escribiendo (y abusarte de los paréntesis, que no fueron creados por Dios, el de Castilla, para estas cosas), y no te será gracioso terminar así estas otras cosas, para nada te será gracioso, o lo será tanto como un cliente taimado escribiendo en verso libre los agradecimientos o la dedicatoria de aquel libro que le habrás escrito y que tan buena crítica tendrá de numerosos catedráticos hispanoamericanos que saben, como Cristo, de quesos y puercos, y de toros de lidia, allí en Castilla, como también en La Mancha. (Y no sea cosa, acabarás por decirte, al ritmo del pianista francés, pues el loco ítalo-hispanista es educador como tu cliente e investigador del Conicet, y no sea cosa, te dirás, al son del tarararará, que el loco facho chauvinista chicloso que cree en Dios, Castilla y la nada, llegue acaso a leer aquella magna obra que habrá de preludiarse de versos libres y que, por propiedad transitiva, también replique elogiosos elogios que te elogien sin que lo sepas, amén, y amén, gloria al Señor y al dólar que sube y no para, como pretendía el Fondo Monetario Internacional y como al fin y al cabo siempre sucede con países como el tuyo, que no habrá de ser ya el mío, para cuando metas el punto final y pienses en contactarte con los de la inmobiliaria, que no habrán entendido hasta ahora que jamás buscaste hacer negocios con aquel departamento que fue de tus padres, que sólo te lo querés sacar de encima, cuanto antes, como a esta tristeza que es, sobre todas las cosas, una soledad, y adejetivarás, insoportable).