Qué música poner.
En el entierro de tu padre, cinco meses después
del de tu madre, tras echar cada quien pétalos de rosas, comenzarán las voces de
los asistentes a recordar hechos que vos no tenías registrados.
Que regaló heladeras.
Que apadrinó a huérfanos tan huérfanos como él.
Que pretendía que el personal de cierta
compañía de seguros comiera jamón cocido de primera y no variantes del plástico
con colorantes.
En el funeral número dos del año, donde llorarás
lo que quisiste como en el número uno, y te apartarás del universo lo que te sea
permitido, aquellas voces poco a poco consagrarán a tu padre a los altares, en
condición de santo de los pobres y los marginados, quien se inclinaba siempre con
devoción hacia las clases perdedoras, y entonces alguien, no sabrás quién, pero
será seguro uno o una de los que con él trabajaron, empezará a entonar «esta es
la luz de Cristo, yo la haré brillar», que sí, la cantaba él en la redonda de
Belgrano, en aquella misma iglesia donde una vez, según cuentos de tu madre, un
facha de Tradición, Familia y Propiedad le pegó un puñetazo en la mandíbula,
que lo hizo rodar por las escaleras.
Pero toda esa fiesta de la muerte y toda esta
remembranza de aquel que partió cinco meses después de su compañera, toda
aquella teología de la liberación y de la cristiana opción por los pobres se te
irá al carajo un día después, cuando todavía quede una nodriza en el
departamento que, por las cámaras cuyas imágenes se reproducirán en tu teléfono,
habrás de ver que ya no será solo una, sino dos y hasta tres, lo que te conducirá
a que, con disimulo, junto a tu hermana, visites lo que fue casa paterna, lo
que ahora será tuyo.
Joder, habrás entonces de decirte. Joder. Y las
elefantiásicas intrusas, como si nada, te recibirán con pollo al horno con
papas, con bebidas gaseosas, con todo lo que aún guardaba la heladera, y se volverán
a lamentar por lo sucedido, «pobrecito tu papá, pobrecita tu mamá», y una recordará
la secuencia narrativa donde llegó a descansar a ese departamento aún con tu
padre internado y vivo, a lo que las otras derramarán alguna lágrima, a la vez
que la misma de antes, que dejó la guardia en el sanatorio cuando la fuiste a
reemplazar, aclarará, por si alguna duda te quepa, que «las llamé a estas otras
dos porque me daba miedo quedarme sola estos días», y vos te fiarás, como ya te
has fiado, de los miedos a los fantasmas que han esgrimido durante tanto tiempo,
y recordarás que los pobres son buenos, que así te lo enseñaron, y que las
clases populares que delinquen lo hacen porque uno es el culpable, uno y el
resto socialmente incluido y punto, lo reza la letra chica del Génesis en la
Biblia Latinoamericana, allí donde dice más o menos que no sólo nacemos con el
pecado original, sino en un contexto de pecado social, y no se discuta más, no
es ni de buen cristiano ni de buena gente andar clasificando la moralidad de
los actos de las personas según las procedencias socioeconómicas y culturales,
así como también te han adoctrinado tus ya difuntos padres, antes incluso que
la Biblia Latinoamericana (que los fachas dicen que es roja desde siempre), y aquello
será por siempre en ti, que vendrías a ser vos, mucho más que palabra de Dios,
eso será por los siglos de los siglos La Verdad, lo que te obligaron a creer en
tu casa y más tarde en la escuela de aquellos curas peronistas, y que un poco
por la fuerza y otro tanto por la razón te entró, y además has visto que los
ricos también lloran y roban, desde Verónica Castro en la telenovela casi homónima
hasta acá, entonces a nadie aquí se estigmatiza y menos por el territorio donde
viva tal o cual, y un gran etcétera muy asociado e influido por el Cristo más
populista de todos, el del sermón de la montaña.
Te retirarás más luego del improvisado almuerzo,
junto a tu hermana, pero tu hermana olvidará su celular en el departamento,
cosa que, a la altura de la cancha de Argentinos Juniors, recién se dará
cuenta, a lo que vos mirarás de nuevo en tu celular las imágenes de las cámaras
del departamento, para ver si el teléfono de tu hermana quedó sobre la mesa del
comedor diario, pero no, no se verá dónde quedó el teléfono pero sí, en cambio,
ocuparán toda la pantalla rectangular las tres voluminosas nodrizas que dijeron
que hoy se irían y que una dejaría las llaves al encargado. Ahí continuarán las
tres, moviéndose como animales ágiles y enormes a la vez, acumulando sobre la mentada
mesa todas las ollas, cacerolas y sartenes de acero inoxidable, y será entonces
que a tu hermana ordenarás «pegá ya la vuelta», al tiempo que para tus adentros
te dirás lo que te has reiterado más de una vez en todo este tiempo: que el
problema no es la muerte, que el problema es el ser humano.
Minutos después, al entrar al departamento, si
las hubo alguna vez, como fuere, ya no habrá fe, esperanza ni caridad y, por lo
tanto, mucho menos piedad, sino el palo de amasar que tomarás de un cajón del
mueble de la cocina, más tu frase en tono sereno «la traición se paga con
sangre», tu fingimiento de que estás conectado con el inframundo y que desde el
inframundo te avisaron lo que estaba sucediendo; ya no habrá fe, esperanza y
caridad; por lo tanto, ningún tipo de razón ajena atendible, pero sí tu odio,
un odio que, si en práctica pudieras poner, haría su propio Pentecostés pero
con napalm.
Porque la condición humana toda desde siempre
ha sido atravesada por el mal, y en ese
sentido, papá, le dirás a tu padre, en ese sentido, mamá, le dirás a tu madre, nadie
se salva, que no me den un día facultades de dictador, porque estoy muy triste
y no puedo sobrellevar ni esto que pasó con ustedes dos en tan poco tiempo, ni
lo que te sucedió a vos, primero, ni lo que a vos, después, viejito, que
partiste con esa suerte de sonrisa o de satisfacción, creyendo hasta el final
que la gente no era tan mala, que la injusticia social la tornaba mala, pero yo
no soy vos, yo no puedo ser vos ni ustedes, yo no tengo tanta piedad y ya lo he
dicho, en algún momento de todos estos días me he dado cuenta de que carecía de
fe, esperanza y caridad, y a los dos, carajo, a los dos les han robado sistemáticamente,
desde que cayeron en desgracia hasta la última toalla, hasta la última media, hasta
el último pañuelo.