Escapar de estos días de súper bajón que crecen y que entiendo son necesarios porque, me digo, hasta que no largue toda esta tristeza la tristeza se va a quedar y este no es un problema mío, es un problema para los demás, y entonces los verbos, trabajo, leo, escribo, limpio, sobre todo limpio como un esclavo, pedaleo kilómetros y kilómetros y realizo mis ejercicios de calistenia ya no sólo por una cuestión cardiológica ni tampoco por la mera cuestión psíquica de generar antidepresivos naturales sino también así sin comas ni parates para (y es aquí donde me trabo) no pensar en que se murieron los dos en cinco meses y eso supone no ya sólo la orfandad, sino sobre todo la ausencia por siempre de alguien que de verdad me defienda o que tenga esa potestad paternalista de ejercer ese rol aunque en los hechos prácticos nada ya pudieran hacer desde hacía muchos años. Entiendo, porque la conozco, que la locura es hija, entre otras cuestiones, de la tristeza y de los duelos malparidos y de la rumia continua de la cabeza que se puede transformar en un asesino, y ya no sabiendo qué hacer regreso a este blog para luego ir al chino porque me falta soda, queso sin sal, galletas de arroz, aceite de oliva extra virgen que sale un Perú, huevos y no sé qué más, y pido perdón por todo lo realizado en estos últimos tiempos, actos de mi cosecha que fungieron de tapadera del dolor y no de otra cosa, a la vez que agradezco la presencia de aquellos que deben estar y quiero que estén, y que están no por obligación. Punto.
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