8.11.25

Entel

Quiero llamar por teléfono a mi mamá. Con mi papá ya se hacía difícil desde el 2023, el Parkinson le impedía hablar como él deseaba; por él fui González y por ella Cozzolino. Es una tradición iniciada por mi abuelo paterno, que, a diferencia de sus hermanos varones, a quienes todos transmitían a su herencia el "González Lanuza", prefirió no omitir a su esposa, de apellido Font. De tal suerte que mi papá fue González Font y, llegado mi momento de ser el primogénito, yo no fui "González Font" sino González Cozzolino, algo les aseguro que muy raro en la Argentina o en la Buenos Aires del siglo XX. Luego, porque "el González" es demasiado común, experimenté que el "Cozzolino" y hasta el "Cozzo" fueran más fáciles para identificarme en los ámbitos escolares, y asimismo elegí alguna vez darme en llamar "Javier G. Cozzolino" por necesidad de síntesis en cuanto cosa escribí en mi vida, desde notas periodísticas que habían vencido antes de ser publicadas hasta libros.

Ayer volvió a surtir efecto la eliminación del "González" en el tercer cuento que me aceptan en Polvo, una revista que intuyo ocupa el lugar que dejaron vacío otras revistas como La Agenda (aunque La Agenda, originalmente fondeada por Horacio Rodríguez Larreta y el Pro, nunca fue otra cosa que disidencia controlada, donde la progresía se acercó a facturar lo que no pagaban otras revistas del mismo segmento; yo fui uno de ellos, a nadie señalo con el dedo).

Fuera del largo paréntesis, en Polvo volví a ser Javier Cozzolino. Es como normalmente me conocen los pocos que me conocen. No me quejo. Es tan solo un detalle y demasiado frívolo, pero que me vuelve a conectar con el inicio de estos párrafos: que quiero llamar por teléfono a mi mamá, hablar con ella acerca de cómo está mi papá, cortarle el tema con algo curioso, meterle cualquier delirio para que se lo crea un rato, desmentírselo enseguida, decirle que mañana me paso. Carajo, no es fácil el duelo.

En charla con hijo menor por WhatsApp ayer le comenté que tenía ganas, muchas ganas, de hablar con mi mamá.

Él me dijo que la tiene muy presente y que también a mi papá, su abuelo, sobre todo en esa foto donde él es un bebé y en brazos de mi padre come flores.

Le respondí que no sé dónde ni cómo están.

Mi hijo me dijo que crea en él, que confíe en que están mejor, y que él sabe dónde están.

No es un beato pero tiene ese don de creer. Debo creer entonces a través de las palabras de un chico de 17 años.

Todos de alguna forma soñaron con mis padres (hablo de mis hijos), en mi caso sólo tuve un sueño y en él mi mamá me insultaba de todas las maneras posibles mientras mi papá callaba. Naturalmente fue una pesadilla, me desperté, creo que me volví a dormir tras dar vueltas por el departamento deseando fumar un cigarrillo que tengo prohibido por la ciencia médica.

Hay noches en este duelo donde temo seriamente perder la cabeza.

Hay noches donde necesitaría llamar a medio mundo para que me distrajera.

Y existen mañanas (casi todas) donde despierto desesperado.

Pero todo lo relativo a buscar contención, lo sé, sería inútil. Al principio y al final mis padres están muertos. Y las noches y las mañanas se sucederán igual.

Recuperé un borrador escrito un año atrás y que ahora lleva un nombre más acorde, es una novela corta que ignoro su destino y que refiere la inminencia de la orfandad en conjunto con la pérdida de la salud y del amor a una edad crucial para cualquiera que no se haya limpiado antes (o que no haya tenido la mala fortuna de ser tomado por una tragedia o una enfermedad horrible como el cáncer). Es ese libro, su corrección sin pretensiones ni expectativas, de las cosas que hoy más me alivian.

Avanzo despacio, en el mientras tanto, con la lectura de Bulgákov y Carrère (y a veces retomo los cuentos de Lucia Berlin), y combato molestias en la espalda y el estómago con medicina, para realizar mis rutinas de ejercicios.

Hoy tal vez vengan dos de mis hijos a cenar a casa.

Simbólico, inconscientemente simbólico: me traje de la casa de mis padres tres teléfonos, dos inalámbricos y uno a disco, de Entel. Sobra decir que el de Entel no funciona y que de los otros dos, uno seguro tampoco.

Me resta probar al que me traje ayer, puesto que ayer debí regresar al barrio de Flores para que me clavara un tasador del Mercado de Pulgas, de esos que te compran muebles a precio vil.

Acaso hoy tome ese último teléfono y vea. Tiene incorporado un contestador automático. Y es probable que haya una grabación: la voz de mi mamá.

Todavía, por esa razón, no lo conecté al módem y demás.

Me voy a calentar agua para otro termo de mate.

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