29.10.25

Cronología

Mi padre murió hace 29 días, mañana llegarán los números redondos. Escribo por el mismo motivo de siempre: para encontrarle algún sentido a todo, aquel sentido que a nada le encuentro. Escribo porque quizá me guste desnudarme, esperar en una ochava con apenas un impermeable y escandalizar a quien sea. No lo sé.

En estos últimos 29 días me persiguió un reloj con carrillón de esos enteros, alemanes, que van desde el piso hasta el techo. Lo quise vender y a punto estuve, 1500 dólares había acordado con una vecina. La hermana de la vecina le dijo que no lo hiciera, que ya basta de compras absurdas. Debí cargar en un flete el reloj, una heladera, la mesa donde cenábamos en mi infancia.

El reloj es mi padre.

Él se encargaba de subir las pesas, de cuidarlo. Lo recuerdo desde muy chico. De alguna forma atávica -pero no quiero calificarme ni menos entrar de costado en categorías freudianas-; como sea, de algún modo he recreado el departamento de mi infancia en mi departamento. Sé que es una manera de escupirle en la cara a la muerte, al paso del tiempo, a los distintos sonidos del carrillón. Sé también que todo es inútil.

(Hubo otro reloj que me persiguió antes, se activó, sin que se le diera cuerda, uno de estos días. Es un reloj centenario que perteneció a un tío abuelo político que supo defenderse en la vida como yo, haciendo de escritor fantasma. Desde hace unos días ese reloj ha dejado de funcionar hasta nuevo aviso).

Mañana será ya un mes desde la partida de mi padre, y el 9 de noviembre se cumplirán seis meses de la muerte de mi mamá.

Aquel último final -por muchos "imprevisto"-, en verdad resultó más práctico. Mi madre se ahorró la postración, la demencia, los pañales. Odiaba ser vieja, se le había instalado en la cabeza, aunque no lo dijera así, que volvería a ser joven y que otra vez retomaría su profesión y que manejaría hasta Mendoza de un tirón. Procuré con ella intentar que se cuidara, que tuviera en cuenta los alimentos que le empeoraban su salud arterial. Le di a mi infarto como ejemplo. Le dije que sal no, que galletitas dulces tampoco, que casi todo tenía grasas de distintos tipos. Pero mi madre era una negadora profesional y ahí estaban el maní japonés y el Baileys mal escondidos.

El 22 de septiembre le practicaron una gastrostomía a mi padre.

El 29 de septiembre se murió.

Antes, e incluso mientras mi madre iniciaba el proceso de su muerte, internada, con morfina, debió vivir postrado con una sonda nasogástrica. Conectaba mucho conmigo, aunque ya en los últimos meses no. De todos modos entiendo que supo que su compañera había partido antes y sin dar aviso, y entiendo también que en esas fracciones de lucidez, debe haber visto el horror, así fuera muy creyente.

No es fácil llegar a viejo, menos aún postrado casi de un día al otro; mi padre, un día estaba en silla de ruedas, venía el kinesiólogo, lograba ponerlo de pie, conseguía incluso hacerlo caminar con el andador. Y un día, una internación, la muerte que parece que ganará la partida esta vez, pero la pierde, aunque deja su aviso en cada hueso de mi padre. Y en su cabeza ("¿dónde está mi mujer; dónde estás, vieja?"). Ya no podrá ni sentarse.

El 22 de septiembre le practicaron la gastrostomía. Unos quince días antes fui solo a entrevistarme con los cirujanos y a ordenar todos los estudios que eran necesarios. Me recibió uno de los muchos que lo intervendrían, coordinados por el médico paliativista.

No quiero mandarlo al cadalso, dije.

Es una operación sencilla, me dijo, de no más de cuarenta minutos.

Yo hago un acto de fe, estoy solo, no está aquí mi hermana, queda en mí todo el peso. Usted sabe, doctor, que hasta una apendicitis tiene riesgo de vida. Y perforarle el estómago...

No hay salida, la sonda lo lastima, no puede seguir todas las semanas siendo trasladado a que le cambien la sonda.

¿Se puede morir?

Convengamos que estas operaciones se las realizamos a pacientes con muchas comorbilidades. La posibilidad es mínima.

"Mejorar su calidad de vida, por poco de vida que le quedara", resultó la síntesis de todo lo anterior.

El 22 lo operaron, el 30 lo vi ya sin vida, era un muerto con una expresión satisfecha, casi feliz, fue el primer muerto que vi con aquella gestualidad. Se fue junto a mi hermana y a una enfermera que iba a domicilio y que fue una de las últimas que pretendió robarle lo poco que le quedaba en el departamento: ollas de acero inoxidable, ropa, pañales, parches de opiáceos, medicamentos.

Los dos, mi mamá y mi papá, se fueron de esta tierra sin sus alianzas y sin una parva de cosas que eran suyas.

Mañana llegará el 30 de octubre.

Mañana llegarán los números redondos.

En todo este tiempo, e incluso desde la muerte de mi madre, procuré, con muchos errores, escapar de la tristeza a como diera lugar, como ahora mismo lo hago escribiendo estas cosas. Sin embargo, por las mañanas se pone difícil. Debo saltar de la cama, estimular mi nervio vago, beber a las apuradas un café y llegar rápido a la Vortioxetina.

No sé para qué se vive.

No sé para qué se ama.

No sé para qué se tienen hijos.

No sé para qué se escriben libros.

No sé para qué se trabaja.

Nada tiene sentido cuando la muerte domina el escenario.

Comparar es una comodidad, una práctica común del autoconsuelo. Por supuesto, entre los miles de millones de seres humanos que habitamos el planeta mi situación es privilegiada. No obstante, comparar también es una falacia que sólo llena de culpa. Cristo entiendo que quitaba demonios, como luego los exorcistas y más tarde los psiquiatras a personas de cualquier tipo de condición social. ¿Debo sentir culpa por escribir estas cosas, por levantarme vacío, por no encontrarle sentido a las cosas, al menos ahora, al menos hoy, al menos en esta hora?

Debería encender un cigarrillo, pero lo tengo prohibido.

Debería matar a esta polilla que sobrevuela mi perímetro mientras el carrillón canta las 11 de la mañana.

Hubo un tiempo, también, donde el sonido de las campanas del reloj obraba en mí una tortura sonora y quería saltar de mi cama con un hacha. Pero esa es otra historia, la historia de una depresión que hasta mereció un libro no fantasma de mi parte, que leyeron pocos, como pocos son los que me leen, mientras muchos quienes toman cualquiera de mis libritos negros.

¿Pero qué carajos tiene que ver este último lamento con lo que importa?

Nada.

Voy a ver cómo sigo.

Para empezar, abrir uno de los roperos, rociar cada cuarto de matapolillas. Y luego.

Tal vez meter un poco de orden a estas horas.

O afeitarme.

O meterme a leer Una novela rusa o los cuentos de Bulgákov que inicié en estos días mientras aguardo devoluciones de dos libros que (afantasmado) he escrito para ganar dinero.

No lo sé.

Iba a llover, no llovió.

El primer cuento que abre mi libro de Bulgákov lo leí en el tren. Es un animal lo bien que escribe así pueda contactarme con él a través de una traducción. Me sentí en un quirófano precario del interior ruso asistiendo a la amputación de la pierna de una niña.

Bulgákov, así dicen, no inventaba demasiado. Al menos en sus cuentos. Ahí es médico, como en "lo real".

Los ucranianos lo odian. Nació ahí. Pero cuando todo aquello era parte de la URSS.

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