9.6.25

30

Hoy es el primero de estos treinta días de duelo donde -quitando fines de semana u obligaciones impostergables- revolví no trabajar y (aun a cuenta del regreso de los antidepresivos) permití deprimirme, protegido por la compañía de I, mi hijo tal vez más dulce.

Me lo dicen mi terapeuta, mi psiquiatra, el chat gpt. Que ando con tres duelos superpuestos. El de la pérdida física de quien me trajo a este mundo, ni más ni menos. El de la proximidad de otro fin, el de mi padre, que yace bajo tortura divina postrado y con una sonda que le entra por la nariz y no se detiene hasta su estómago. Y el de mi cuerpo y mi psiquis, que perdieron el refugio que supieron agenciarse, no sin discusiones ni problemas, pero que era, al fin y al cabo, el único refugio posible, adulto y humano, puesto que los hijos pueden armar algún otro tipo de contención, pero siempre son hijos, y otras mujeres pueden abrazarme pero lo que hay suele ser solo abrazo y no ese otro sustantivo. Refugio. Búnker antibombas nucleares. Agujero donde esconderme. Protección donde sé que no me impacta ninguna esquirla. Etcétera.

Hoy es el primero y espero que el último día donde resuelvo no trabajar y me permito la depresión que silencio hasta con un novedoso psicotrópico de ultimísima generación cuya contraindicación principal es el suicidio.

Extraño demasiado a mi madre, pero no puedo empeorar todavía más las cosas. Se viene la muerte de mi padre y antes todavía se debe soportar toda la impiedad de este Dios que sí existe y que nos odia, o que por lo menos me odia a mí (tal vez a vos, papá, las cosas te impresionen de otro modo; tal vez le veas algún sentido a todo, incluso a Dios y a tu presidio dentro de esos huesos que no funcionan, no lo sé).

Como sea, no puedo ni debo abrirle un nuevo canal a la desgracia. Ya sabemos, al menos mi cabeza y yo, que a nada bueno nos dirigimos cada vez que nos ponemos mínimamente de acuerdo, sin considerar otras razones como las del corazón o las del cuerpo.

Me han dicho que debo creer que existe la piedad. La divina y la humana.

No puedo, ojalá fuera posible.

Me han hasta propuesto un retiro cuando se desconoce que ya el mero ingreso a una iglesia se me torna insostenible.

Hoy no creí que ya fuera junio, que ya todo este frío, hoy me sentí como todas las mañanas aterrado, dentro de una iglesia. Y no creo ni caigo aún que ella ya está enterrada, que realizó su última expiración un mes atrás, cuando todavía había un clima primaveral. No lo creo ahora mismo que sea este mes. Ni tampoco me quedan muchas razones para creer en nada.

Ni tampoco entiendo para qué escribo esto.

O sí, lo sé.

Lo hago para no lastimarme, para no tajearme un brazo, para no buscarme problemas.

Me dicen que tiene algún sentido vivir.

Puede ser.

Los hijos.

Pero ellos deben hacer sus cosas, forjar sus destinos.

No son una propiedad y, en esa dirección, no cargan de significado ya absolutamente nada de mi existencia. Poseen la misma entidad que la cría recién nacida de un par de gatos.

Me gustaría ver qué hay del otro lado.

No solo no trabajar y deprimirme hoy. Me gustaría estar muerto. Para comprobar que hay otra vida y que allá estás bien vos y que allá también lo estará ese pobre hombre que yace postrado a la espera de un final que nunca jamás llega.

Me gustaría estar muerto, sí, para encontrar un refugio real y definitivo.

También eso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario