10.12.21

De la serie todos estos años de soledad - 23 de noviembre de 2021

La miel en tu ventana

Confundir a la luna con la triste ventana de un edificio. Eso es pasar una noche en el barrio de Flores. La vida y el barrio son una trampa.

Me circunscribo a un área reducida, para no generalizar, limitada por el eje Carabobo-Boyacá, al este; Juan B. Justo, al norte; Nazca-San Pedrito, al oeste, y la avenida Eva Perón (otrora Avenida del Trabajo), al sur.

Me remito, lo asumo, casi a la misma sección que César Aira describe con precisión quirúrgica en, por lo menos, La guerra de los gimnasios, La prueba y Las noches de flores (que no terminé de leer por un problema personal, pero que alguna vez lo haré cuando deje mi estado carveriano). Acaso un área más o menos parecida a la que se plantea el universo del sentimental (pecado) Ángel Gris de Alejandro Dolina y de Silvio Astier activando sus sueños de ladrón en un colegio creo que de la calle Yerbal.

Y disculpen las cuadras de menos (o las de más). Y el error. Y asimismo las referencias literarias, que en este caso no pesan por tales, sino por su valor descriptivo. (Dicho sea de paso, no es lo mismo leer a Roberto Arlt, César Aira o a ese libro sentimental -pecado- de Dolina si no se durmió en el barrio de Flores, como no es lo mismo leer, qué sé yo, a cierta novela de Julian Barnes si se ignora una obra clave de Flaubert y un lugar de Francia). Vuelvo al hilo.

En los 80, la plaza, frente a la iglesia-basílica, presentaba unos caños de hormigón o cosa parecida, restos, seguro, de una obra pública. Estos sumaban, concatenados, unidos, una cifra impar, digamos el cinco. Los recuerdo grises.

Todos los chicos recién llegados al barrio no resistíamos a la tentación de meternos dentro de aquel “túnel” construido con desperdicios de la obra pública. Y todos salíamos de él con una licenciatura en Plazas Peligrosas y ya nunca más regresábamos, o casi.

La razón: al ingresar a esas cañerías abandonadas por la municipalidad y montadas como inocentes “juegos para niños” ya no había marcha atrás, a menos que quisieras recibir una paliza de los pibes ya expertos que te exigían “retroceder, nunca; rendirte, jamás”. En el interior de aquellos tubos de hormigón, el olor a pis se tornaba insoportable. Podías ver, metido en su luz difusa, el hilo negro de orín que surcaba de parte a parte y, una vez ahí, solo luchabas por escapar.

La licenciatura en Plazas Peligrosas que obtenías al salir presentaba tintes filosóficos, incluso antes de saber de los griegos. El mito de la caverna se invertía: lo real no era el afuera, sino el adentro. Me explico: siempre había quien, cuando salías de los caños, te contaba que ahí dormían los linyeras por las noches, y que ahí meaban; ergo, la miseria era más fenomenal que la flor de un jacarandá, y la tristeza, a diferencia de la felicidad, jamás tenía fin. Este mundo aún hoy es su imperio.

Los que te aseguraban una trompada si te atrevías a abandonar la experiencia de la tubería y que te contaban luego “la razón” de por qué te obligaban eran los nacidos en Flores o los que, como yo, una vez hecho el debut en esos charcos de meo, volvíamos a la plaza solo para cancherear, decir y amedrentar.

Está bien, todo aquello ya no existe, se acabó esa misma década de 1980 con la difusión del sida y las jeringas, y más o menos a la par del cierre definitivo del Pumper Nic de Rivadavia y Bonorino. En otras palabras, las autoridades municipales quitaron los caños, el público infantil que asistía al sitio de comidas rápidas argentino -antes de que abrieran el McDonalds y el Burger King- civilizaron un poco los pastos ralos de la plaza, pero igual eso también duró más bien poco y otra vez la plaza, la vida y el barrio no tardaron en volver a ser una trampa, el anzuelo por el que los púberes y prepúberes de Flores se inician, hasta hoy, en el mito inverso de las cavernas. O en el Imperio de la Tristeza.

En los bancos de la plaza, hasta no hace demasiado, tras el último tren de la noche, quedaban demoradas por el amor algunas parejas sin dinero para un hotel; ella, encima; él, debajo. Y también se demoraban los borrachos, los viejos que se atrevían a jugar al ajedrez sobre las mesas que dan a la calle Fray Cayetano y los pendejitos que venían de los boliches del otro lado de Nazca para dirimir pleitos a botellazos y armas blancas. Supongo que no debería escribirlo en pasado, supongo que ha de seguir ocurriendo aquel espectáculo humano y filosófico, delimitado por los cuatro puntos cardinales de la sección Arlt-Aira-Dolina, donde unos hacen el amor, otros ejercitan el movimiento de peones y reinas, y otros más se matan. (Supongo: pasa que cuando voy de noche por la zona, intento reducirme al maxikiosco y regresar sin ya intercambiar palabra con nadie).

La ciencia me avala. Si es que esto que sigue es ciencia:

Así como hay quienes dicen que el feng shui es muy útil y que la energía espacial “se nota”, de manera tal que, si dormís con la cabeza “para allá”, tenés pesadillas, pero que, si lo hacés con la cabeza “para este otro lado”, que no; digo que así también esa cualidad energética puede aplicarse a mayor escala. (Esta máxima se puede aplicar a cualquier barrio, a cualquier ciudad, a cualquier país, a cualquier región del mundo y la galaxia).

Aira en esto es muy agudo. La Avenida Rivadavia es larga y no necesariamente recta. Pero, como él lo escribe mejor, cuando se pega la pequeña curva por la avenida viniendo desde el barrio de Caballito y lo hacés hacia las horas capitales del día (el anochecer o el alba), siempre se pronuncia el contraste, un cambio hasta de husos horarios. Por ejemplo, si atardece, en Flores todavía hay sol, pero del otro lado no (días atrás un hijo mío lo notó, distinguiendo la irrupción del oeste). Uno podría decir que lo mismo pasa con un sujeto puesto en Liniers que contrasta el cielo de ese barrio con el de Villa Luro. Y sí, es verdad, pero esa pequeña curvatura que pronuncia la Avenida Rivadavia entre Flores y Caballito hacen del primer barrio algo “extraño” o “satánico” o "metafísico", vaya a saberse (la Avenida Juan Bautista Alberdi también pronuncia una curva en su derrotero Caballito-Flores; hace muchos años yo vi al diablo venir desde la sección Arlt-Aira-Dolina; si no me creen, es problema de ustedes, que creen en la felicidad de Instagram).

No termina ahí la cosa. O para ser más prolijo: en todo el material perceptible de Flores se puede apreciar el carácter sobrenatural del barrio. Ejemplo:

Los trazos voltaicos del alumbrado público en Flores siempre tienden al ambarino sórdido, que no es cualquier ambarino. No hay modo de que igualen a las luminarias de lugares (no entiendo por qué) más favorecidos de la Ciudad de Buenos Aires, como la avenida Santa Fe o Cabildo. Ni tampoco llegan a ese halo místico y a veces arbolado de los barrios de Agronomía, La Paternal o Villa Urquiza. No. Los trazos voltaicos del alumbrado público en Flores tienden al ambarino sórdido-deprimente y por eso inician al novato en el mito inverso de la caverna y en el reconocimiento del Imperio de la Tristeza, donde la verdad está en la sombra y no en el exterior.

Exacto, tal es otra iteración de la trampa que Flores supone: uno viene de fiestas en barrios del este y del norte, y nomás el ambarino prevalece, así también el ánimo decae; y ni qué decir del esfuerzo que implica reponerse del bajón cuando uno de Flores parte hacia aquellas zonas con luminarias más..., ¿cómo decirlo?, “felices”.

Nada es al azar. Una fuerza extraña lo domina todo en esta suerte de triángulo de las Bermudas o Área 51 de Buenos Aires. ¿Un reptil? ¿Un demonio? ¿La sangre de un gaucho? No lo sé. Solo sé que, cuando llegué de Belgrano en lo que todavía era mi infancia, ya no hubo ni bicicleta ni fútbol en la vereda, y que aquellas actividades rápido las debí reemplazar por carreras imaginarias contra otros caminando y por intentos vanos de iniciar en el culto esotérico de Flores a mis pocos amigos, que son todos de otros barrios; sobra decir que poca bola me dieron. Prefieren el confort de los shoppings, imagino.

Hay una aguafuerte porteña que me sirve de final y de prueba, por si alguno cree que miento. Hace como un siglo atrás Roberto Arlt camina de noche, apesadumbrado, bajo esas luces ambarinas de sórdida tristeza, y se pregunta, mirando hacia las ventanas de los edificios, acaso confundiéndolas con pequeños bestiarios lunares, qué estara haciendo tal en aquel cuadrado iluminado. Dice, en la parte que me importa:

“...no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de luz amarilla, situado en altura (...). En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio”.

Una meditación así solo puede provenir de alguien que durmió en Flores.

El resto es malevaje de Boedo a Palermo, la tradición de Borges continuada -a medias, cuando es sincero- por Casas (y que, además, tiene poemas muy de Flores, como Spinetta canciones), donde las luces de la valentía física se ponen en juego.

En Flores los atributos que se barajan son más bien sombríos y astrológicos. Y ojo, eso no implica que sea algo bueno. Una anécdota procura ilustrarlo, o así lo creo:

Padre es del corredor norte de la ciudad unitaria que preside un pelado y recuerda los carnavales de su infancia regados de color y serpentinas. Madre es de Flores y siempre pronuncia igual evocación de un carnaval por la calle Echeandía: un hombre disfrazado de oso se pone a fumar. Enseguida la revolución trae a los bomberos. El hombre muere calcinado.

No son casualidades.

Solo en Flores se muere vestido de oso.

Y solo en Flores la luna es una ventana.

Mientras que, de Boedo a Palermo, y así hasta Núñez, el ambarino y el misterio abundan menos.

Mucho menos.



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