2.12.21

De la serie Todos estos años de soledad - 3 de enero de 2019 (*)



Salvador Muzadio, escritor de provincias

“Estoy cansado de escribir en el Argentino A, pero también es verdad que mordí el pasto lo suficiente como para pretender a mi regreso participar en las grandes ligas. Nadie me conoce y pocos me soportan. Permanecí demasiado tiempo fuera de la normalidad, el necesario como para que algún integrante de la policía intelectual sepa de mí. Es natural, entonces, que mi carrera, si es que de esa forma soberbia se la puede llamar, circule por el barro de las provincias. El problema es que soy un arquero veterano, en eso me he convertido, y no muy bueno, que jamás ascendió (ni ascenderá) con ningún equipo. Es por eso que estoy cansado. Pero especialmente porque en estas ligas perimetrales, fantasmales y casi ajenas a la literatura, así como te podés cruzar con un entusiasta editor que por amor al arte y la confianza en lo que hacés apuesta por tu escasa y malograda obra, así como es dable cruzarte con mujeres, hombres y mutantes que son cultores de las pobres luminarias del underdoguismo literario (estos sujetos se ven atraídos por estas rarezas del inframundo, con una curiosidad zoológica, debo decirte), así también es posible que te des con personajes incultos, ambiciosos y prepotentes, que se creen patrones de estancia y afilados lectores de la literatura universal, que cuentan en su mesa de luz con algún librito de autoayuda, otro de microrrelatos y algún otro acerca de cómo ser exitoso en los negocios. Gente mala, por decirlo en menos palabras. En ese último grupo ubico al editor de la tonta editorial de tonto nombre, la editorial Ay Que Me Resfrío. De él es que quiero hablar y de él es que pretendo que escribas, porque sí, además de cansado, estoy lleno de furia y sé que mi furia será propicia para escribir otra vez de mí”.

Así me escribe Zamudio firmando al pie como Muzadio, su nueva identidad, y de ese modo comienza la última entrevista súper editada que le realicé. Es que no es posible que todo lo que me manifestó pueda ser publicado. Lo meterían preso. O se comería una denuncia. Una denuncia más entre las muchas con las que ya cuenta. “Escribí sobre este episodio, ganate unos mangos y luego vemos —me escribe—, que con que me pases para un almuerzo una vez que cobres te juro que estoy hecho”.

Para abordar el último drama de Muzadio —Salvador Muzadio es su nueva y completa firma— es preciso realizar una pequeña síntesis de su relación con los libros, pues, como él mismo lo apunta, nadie lo conoce y pocos lo soportan. No me detendré en los detalles que el rigor periodístico exige, con precisión de fechas, títulos y años de edición. El espacio no es mucho, tengo cuatro metacarpianos reconstruidos en la mano izquierda y suelo, como ahora, escribir a mano.

*

La primera noticia que tenemos de Salvador Muzadio establece tal vez su karma con los libros. Hacia fines del siglo veinte es contratado de palabra y ad honorem por un profesor del Nacional Buenos Aires, quien le informa que cuenta con buenas referencias del por entonces muchacho. El profesor se apellida Siagó y lo pueden encontrar un tanto desfigurado en un libro de Muzadio publicado del otro lado del Atlántico.

Siagó lo endulza. Refiere que sabe que han nombrado recientemente a nuestro muchacho “pluma de oro” en cierta votación universitaria, le informa que las referencias que ha recibido de su colega, el profesor Alkaseltzer —a la sazón, maestro de Muzadio en las letras—, son muy buenas, y dice también conocer la tendencia a la melancolía del exadolescente, “problema que, en muchas oportunidades, se cura con trabajo”, agrega. Siagó no puede ofrecerle dinero, pero sí el nombre en la portada de un libro, de un libro que será presentado en la Biblioteca Nacional, un libro subsidiado que referirá la vida de un viejo hombre de leyes también subsidiado que se transformó en referente menor de la vida cultural de Buenos Aires.

Salvador Muzadio por esos días acaba de completar una antología de cuentos infantiles por la que le abonaron ochocientos dólares. Buen dinero. O tal vez poco si se considera que el joven underdog no ha firmado con su apellido esa colección y ha cedido todos sus derechos. Escribe también por esos días una novela que jamás publicará y que se perderá más tarde dentro de un disco rígido, y que versa sobre inundaciones y mormones. Y a la par ha iniciado, para la conquista de una muchachita virgen, otra novelita para siempre igualmente inédita, donde uno hombre idéntico a Borges se ve implicado en un asunto policial.

Naturalmente, Salvador Muzadio acepta la propuesta, su economía no es buena —coordina los destinos de una revista de variedades, escasa tirada y poco interés— y su situación amorosa roza lo patológico: está de novio con una chica demasiado liberal para su gusto.

La resolución de la propuesta del profesor Siagó es triste: los tiene a éste y a Muzadio sentados en segunda o tercera fila de una de las salas diseñadas por Clorindo Testa. El geronte al que refiere el libro se ha quedado con la autoría de la obra y habla desde el estrado, rodeado de actores y otras celebridades ya muertas; el geronte solo tuvo la delicadeza de ubicar a su amigo Siagó y a Muzadio en la solapa posterior del libro, como “colaboradores” de cierto capítulo, el último. Siagó y Muzadio están indignados, pero asisten de todos modos al ritual de la presentación, acaso por pusilánimes, más seguramente porque entre los presentes se encuentra el profesor Alkaseltzer, quien posee una enorme influencia sobre los dos. El libro: el libro tiene una tapa donde predomina el verde y se destaca la figura de un arlequín. Salvador Muzadio regresará esa noche de invierno —porque es invierno, el mes de junio o julio— con un ejemplar del libro verde, embarcado en el también verde colectivo de la línea 92, de regreso a Flores. Siagó se despedirá un poco antes del principiante en el fracaso sobre la Avenida Las Heras. Jamás volverán a verse, o casi: “Un mediodía, sobre República Árabe Siria, cuando creo que todavía así no se llamaba esa calle, de la vereda del Jardín Botánico me cruzaré con Siagó —me escribe Muzadio—. Pero fue solo saludarnos, ni siquiera éramos amigos, la diferencia de edad entre los dos era grande y yo iba de la mano de otra novia, muy concentrado en mis propósitos lúbricos. En lo que a Alkaseltzer se refiere, ni siquiera me saludó en la presentación, nunca lo volví a ver, no sé si está muerto, no me interesa”.

*

Debemos saltar al siglo veintiuno para encontrar en acción nuevamente a nuestro insoportable antihéroe, que ya se casó; que, con la eficacia y la virtud de un roedor, ya es padre de múltiples hijos. Pesa unos diez o quince kilos más, etcétera, méritos todos que lo han convertido en un soberano infeliz. “Deberías escribir en alguna parte —me escribe— que las religiones, la institución familiar y ciertas personas muy pías enferman rápido de hipocresía. Yo fui uno de esos; la tristeza y la locura, luego, me salvaron de males mayores”.

Salvador Muzadio se sostiene económicamente con trabajos más bien sin relación de dependencia y ha roto todas las ilusiones que en lo pretérito vendió el profesor Alkaseltzer a quien se cruzó, entre ellos a Siagó. En efecto, Muzadio no ha honrado su “pluma de oro” juvenil, es una exreina de la Vendimia que se afeó y mucho, y no saben ustedes de la defraudación que al respecto experimenta su por entonces mujer. Ella soñó con París, con conferencias de Muzadio y libros por él publicados, ella creyó como una devota temerosa cree en Dios, ella confió en que Salvador Muzadio la llevaría a dar la vuelta al mundo y que por él ella sería famosa. “Pero aclaremos —me escribe también— que yo nunca nada a nadie prometí y que mucho menos me la creí, por la sencilla razón de que siempre supe que no me daba el piné”: es verdad, los textos ahí están, Muzadio trabaja con textos, pero el mayor premio que ha recibido carece de aires literarios: es el primer puesto de cierto año por una nota de periodismo técnico y se trata de una estatuilla mitad de plástico, mitad de vidrio, que se romperá a minutos de ser recibida.

Salvador Muzadio de todos modos pierde horas de sueño por sus pretensiones literarias; la falta de dinero para ser socio de un club, la ausencia de una práctica marcial, los dos amigos que frecuenta una o dos veces por año, su incipiente derrota en el amor romántico y la economía, todo aquel conjunto es común que obre fatalidades como la literatura de segunda. Pero no existe otra cosa a su alcance. Creámosle. Y todo se trata, al final de cuentas, de un ritual inofensivo como el de quien necesita lavarse las manos cada quince minutos. Internet, además, ha contribuido con esta patología fatua: para Muzadio constituye lisa y llanamente una revolución. Por Internet de algún modo encontró el club, la práctica marcial y amigos con quien hablar. Con estos ha formado una revista en pdf donde publica sus ejercicios, cual si fueran golpes y patadas. La publicación cae en la casilla del spam de increíbles lectores, pero ese es un detalle menor. Salvador Muzadio por primera vez desde Siagó y el geronte estafador ve posible realizar su sueño pequeñoburgués. Publica dos o tres ficciones, cierto ensayo, una novela inconclusa sobre una asociación protectora de niñas vírgenes y una crónica eterna sobre el Riachuelo. Y sí, la fortuna en esta ocasión parece estar por vez primera de su lado en términos estrictamente librescos: dos editores de la península ibérica lo contactan, le piden que reúna material, que les interesa evaluar la posibilidad de sus escritos envasados en tapas blandas. Muzadio ya no recuerda bien los detalles, sí sabe, y así me manda, unos links donde todavía su libro europeo se puede conseguir a un precio imposible para cualquier argentino. Tal obra integrará el catálogo de una editorial de provincias que finará en breve, pero que antes tendrá el buen tino de publicar a uno de los escritores latinoamericanos que, a mi gusto, mejor escriben a principios del milenio, el dominicano Juan Dicent, alias Dino Bonao. Por lo demás, el libro europeo de Salvador Muzadio, si bien no es un éxito, es valorado y reseñado por dos medios regionales y uno nacional, “lo que no es poco, amigo, por eso no entiendo por qué me dices que te sientes deprimido”, le escribe, algo harto, el editor español a nuestro intolerable protagonista, como respuesta a un correo electrónico que Muzadio dice que no encuentra. “En Buenos Aires y rodeado de chinos recibí cuarenta ejemplares de ese libro, los repartí mal, nadie les dio pelota, me di cuenta de que no tenía amigos en el ambiente, en casi ningún ambiente, y aunque quise armar un segundo libro, los problemas económicos y los emocionales me lo impidieron: realmente el matrimonio es el suicidio de cualquiera —Muzadio me escribe—. Recién a días de mi separación publiqué una novelita más bien breve, burda y pornográfica, y si lo hice fue a sabiendas de que de ahí a nada ya nada podría escribir”.

El quebranto económico, los psicofármacos y un par de internaciones psiquiátricas terminan con esta segunda parte de la historia. Ya falta menos para cumplir con lo que mi protegido me ha encargado: escribir sobre la editorial Ay Que Me Resfrío y el libro Cuidado con el anciano.

*

Empalmemos. Recién dado de alta de una internación, Salvador Muzadio un día deja su hogar conyugal “por estar seteado para que así suceda —me escribe—, porque: ¿por qué los hombres debemos dejar de vivir con nuestros hijos en estas situaciones, no es esta una de las formas del tan mentado patriarcado?”. Como sea: un día Muzadio deja su hogar conyugal y se abraza a renovados tratamientos solventados por la caridad de sus familiares. Durante tres o cuatro años casi no volverá a escribir como lo hacía ni tampoco podrá leer. En consecuencia probará ingresar a trabajos donde el estar empastillado no le traiga mayores complicaciones. Pero la suerte otra vez no estará de su lado y nadie lo aceptará en plantilla alguna, e incluso cuando el horror cese con un “empleo menor para un déspota sanisidrense” su mecanismo responderá a reflejos ya muy condicionados: retomará los libros, volverá a matar las horas de soledad con esa vocación de pertenecer a las ligas menores de la escritura por carecer del carné de un club donde lanzar una patada. De esas ligas hechas de potreros y baldíos no será nuevamente capaz de apartarse, como una mosca tampoco puede evitar la pulsión por olisquear la carne podrida. Llegamos de este modo casi al inicio de este pequeño documento donde Salvador Muzadio busca darme de qué escribir. Me quedan muy pocas hojas tamaño holandés, como les dije mi escritura es a mano, me duele el hígado y como también creo que les narré soy zurdo, mi zurda tiene cuatro metacarpianos reconstruidos y duele.

*

“Agregame datos biográficos falsos”, me instruye Muzadio. “Por ejemplo, decí que me hago llamar Muzadio. O decí que vos soy yo. Y escribí que no soy tan underdog, o que sí, que lo soy, pero que no es para tanto, y que cuento no con una, sino con dos novelitas intermedias entre los espacios de insania; decí que escribí y publiqué la novela del falso Borges y también la otra de las inundaciones y los mormones, contá que esas obras fueron publicadas por editoriales hoy desaparecidas, que siempre las editoriales desaparecen, y por fin decí que el editor de Ay Que Me Resfrío es un femenino y que todo lo que hasta ahora hayas escrito es solo una mentira. Es más, matame. Al final de tu textito, matame. Podés utilizar el recurso de un relato largo de Clarice Lispector, que mata muy bien a una nordestina; yo soy incapaz de imitar a Lispector, confío en vos”.

Pero no. Edición. Y los hechos:

Salvador Muzadio escribe Cuidado con el anciano bajo la inepta edición de la editora o el editor (no importa el sexo sino la moralidad de los actos) de Ay Que Me Resfrío, así se dan las cosas. Y Cuidado con el anciano es la obra prohibida de Muzadio. Así es y así debo contarlo, por más que Muzadio me ordene varias veces seguir desfigurándolo todo y escribir que el verdadero nombre del libro es El tuétano del marciano o El sombrero de Mariano. “Muzadio, todos sabrán que los nombres de mi texto serán todos cambiados, no te preocupes”, lo consuelo.

Cuidado con el anciano es una novela biográfica. Ay Que Me Resfrío recibió el encargo por parte de dos sexagenarios que pretendían homenajear a un familiar muerto con un libro. La obra de Muzadio gustó, los sexagenarios en su delirio de hacerse ricos con la historia reaccionaron tarde, cuando Ay Que Me Resfrío ya se había lanzado como editorial y puesto como autor a mi protegido. Los sexagenarios: pretendieron (tarde) la explotación comercial del libro hasta setenta años después de muerto Salvador Muzadio y ahora, como último recurso, retienen los ejemplares de la novela (o eso dan a entender) y le iniciaron acciones legales a nuestro torpe protagonista amigo de nadie. “Explicá que lo que mis enemigos creen es que El muérdago de Alejandro llegará a Hollywood o a Netflix, que nunca antes nadie me sobrevaloró y odió tanto a la vez, y que por eso no soportan la fantástica idea de verme en un convertible, con un par de modelos, en California, mientras ellos hunden sus pies en agua caliente y sal, metidos una pieza del conurbano bonaerense poco calefaccionada. Explicá, explicá aunque no esté bien, aunque no corresponda, que por ese libro tuvieron la pretensión de que les cediera mis derechos patrimoniales hasta después de que el último gusano habitara mi cadáver. Y no te olvides de al final matarme”.

Mi amigo quiere que construya un relato con una estructura parecida a esta: Ay Que Me Resfrío y un par de sexagenarios encargan la escritura de la novela Cuidado con el anciano; Salvador Muzadio finaliza la novela, que es aplaudida por los tentáculos de ese primer público lector, que reconoce la autoría de nuestro antihéroe a la vez que lucubra que esa obra llegará mucho más allá de la cuarta división literaria; Ay Que Me Resfrío, la editorial de estúpido nombre, más los sexagenarios, retienen la distribución y venta de la obra (o le ocultan esa perentoria información al autor) en tanto Muzadio no ceda su alma: para convencerlo, lo amenazan con ensuciarle su currícula de arquero veterano, con matarlo socialmente, con tildarlo de plagiario, a lo que Muzadio resiste bajo la expresión principista de la dignidad y las conquistas laborales alcanzadas por el peronismo. Resultado: ninguno le perdona que se defienda, la idea esclavista de que Muzadio es el perro que le muerde la mano al amo es demasiado poderosa. Y como si a un Leonardo de provincias le cuestionaran la propiedad de la sonrisa de La Gioconda, a Muzadio le terminan por cuestionar todo, hasta la autoría. Con ese clima llega la carta documento.

Las últimas imágenes de esta crónica son irrelevantes. Ahí está Salvador Muzadio camino a la sala de mediaciones. Lleva en su mochila un ejemplar de uno de los Cuidado con el anciano que pudo retirar de imprenta, el contrato de edición con Ay Que Me Resfrío y la impresión de correos electrónicos llenos de ristras de insultos y amenazas. Lo acompaño yo, que soy su abogado, que le digo que tiene todas las de ganar, que por una triste vez en este país habrá algo de justicia y que quién le dice si de este lío su obra despierta algún interés genuino en la prensa y asciende de categoría. Pero mi amigo, lo sé, ya antes de ingresar al edificio donde se realizará la mediación, ha decidido renunciar a su histórica patología, o bien ha resuelto resignificarla. Puedo hasta imaginar la frase que resume su retiro de las ligas menores de la literatura: “¿Sabés qué? —me dice—. Voy a dejar de escribir, me da mala suerte, y creo que me voy a inventar alguna cosa parecida a un taller literario, donde estar a gusto, de igual a igual, con aspirantes de mi condición. Eso no será curarme, pero alejaré un poco la macumba a la que me expongo”. Tras ello Muzadio no muere, todavía no. No hay auto amarillo que lo atropelle, tan solo la cámara nos enfoca desde atrás, en las veredas angostas que rodean a la plaza Lavalle. Por ese paisaje nos mezclamos entre la gente, mi cuerpo fornido engalanado con un traje de importación junto al físico pequeño de mi protegido vestido con harapos. Y luego, como alguna vez cerró cierto texto Muzadio, todo se funde a negro.

*

Post scriptum:

“No, no me gusta el final y menos mis últimas palabras —Muzadio me dice tardíamente como corrección de esta crónica, entrevista o como quiera llamarse, acaso ensayando ya su pretendido nuevo oficio de tallerista—. Me vas a traer todavía más problemas. El verdadero arte está en la metáfora, y lo tuyo en nada es metafórico. Solo cambiaste nombres. Con eso jamás alcanza”.

“Lo siento —le respondo—. Si acaso existe la oportunidad, intentaré con otro texto enmendar los errores de este. Lo escrito, escrito está”.

“Metele aunque sea un ‘continuará’”.

“Ya no puedo, Muzadio”.

“¡Meteseló, por favor!”.

“Imposible, ya lo entregué. Pero podemos en un futuro inventar algo más, ¿qué te parece?”, le pregunto.

Bien, que le parece bien, me responde Salvador Muzadio y cuelga (sí, esta conversación es telefónica).

Dos hombres de incierta edad, buenas dosis de arrogancia y borrachos de aspiraciones de grandeza le tocan el timbre; él debe recibirlos.

“Son mis primeros alumnos y aquí se inicia mi primera clase —Muzadio se justifica antes de colgar—. No recuerdo aún cómo se llaman. Internamente los nombro 'Carozo' y 'Narizota'. Y no sé si pueda soportarlos”.


* Texto eliminado de donde originalmente se publicó por las fuerzas buchonas y paraliterarias de la política neoprogreliberal, el mainstream y el odio.

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