29.11.21

Después de Rosh Hashaná (o Guillermo Roux, 1929-2021)



En la estación San José de Flores, subte A, las reproducciones de varias obras de Guillermo Roux se alinean a la vera de las vías. Ahí puedo ver a su primera mujer sentada en una silla. Ahí también (siempre) recuerdo esa tarde-noche donde terminamos bebiendo y hablando de trascendencias mezcladas con chistes que me hicieron bien en un momento muy malo de mi vida. No sé dónde lo leí, pero en alguna parte fue que mis ojos se toparon con la idea de que, cada siete o nueve años, se cumplen ciclos vitales. Nueve años después de encontrarme con Guillermo Roux me entero de su muerte. Nueve años después de que él seguro iniciara un nuevo y último ciclo de su vida (y yo otro más). Rearmo lo escrito de ese encuentro.

*

Año 2012:

En una sinagoga de la zona norte del conurbano bonaerense se detiene un auto blanco. El conductor desciende por su puerta, abre una de las traseras, ayuda a un anciano a ponerse en pie. Juntos avanzan hacia los hombres de seguridad que custodian el templo. El anciano lleva en la cabeza una kipá, lleva un bastón en la diestra, el brazo del taxista en la otra. El anciano tiene una barba blanca recortada y quiere festejar el 5773; vino ilusionado con soplar un shofar.

—¿Y usted a qué viene? —pregunta uno de los hombres de seguridad.

—Bueno, el rabino dijo que yo viniera, me invitó —responde el anciano.

—¿Pero usted tiene invitación? Las entradas son numeradas.

—No, no tengo. Me invitó el rabino.

—Pero usted no tiene invitación.

—Pero el rabino dijo “¡vengan!”.

—¿Cómo “¡vengan!”? Dígame, por favor, ¿usted por qué viene por acá?

—Porque quiero oír el año nuevo.

—Pero, dígame una cosa, ¿quién le dijo que viniera?

—Ya le dije, el rabino.

—¿Y este que está a su lado, quién es?

—Este es taxista, me lleva del brazo porque yo no puedo caminar solo.

—¿Y usted conoce al rabino?

—Sí, yo voy a las clases del rabino.

—¿A cuántas clases del rabino fue usted?

—Fui a cuatro, cinco clases.

—¿Pero usted es judío?

—No.

—¿Y quién le dijo que fuera a las clases del rabino?

—La profesora de natación.

Atardece o ya es de noche. El hombre de seguridad que realizó la indagatoria comenta con un colega “el problema” que ahí tiene:

—Acá hay uno que dice que la profesora de natación le dijo que fuera a lo del rabino y que quiere entrar a la celebración.

El colega del hombre de seguridad algo murmura, algo que no alcanzan a entender ni el anciano ni el taxista. Asisten así, sin comprender, a un pequeño conciliábulo, que finalmente tiene su veredicto:

—Mire, este año nuevo no va a poder ser.

—Bueno, ¿y cuándo va a poder ser, el año que viene?

—Sí, el año que viene.

—Bueno, será el próximo año nuevo —dice el anciano, tira del brazo del taxista. Los dos regresan al auto.

“Después fui aprendiendo la otra vida, la vida más cómoda —dice—. Y después, también, bueno, para muchas cosas, estoy comenzando de nuevo. No sé qué va a pasar mañana. Soy un chico. Por ejemplo, por este asunto de la culebrilla y los dolores que tengo, estoy descubriendo un mundo nuevo. Si estoy enfermo no es que lo tome a mal, lo tomo a mal porque me duele muchísimo, pero empiezo a sospechar inmediatamente de que por algo ha de ser. Y me pasó esto: nunca había entrado al vestuario de un club porque siempre tuve prejuicios con respecto a la desnudez en los vestuarios. En los dormitorios no, pero en los vestuarios me daba cosa de nervios. En Italia, cuando me bañaba una vez por semana, era un compartimento para vos solo, otra cosa. Y pintar desnudos era otra cosa. Mi aversión a la desnudez en los vestuarios es una falta, no una virtud, en especial dedicada a los que tienen deformidades; me asustaban, me impresionaron desde chico, quizá porque había en esa casa de ladrillos, de Caracas y Yerbal, en Flores, un chico al que le faltaban los brazos y salía con los muñones haciendo así —mueve los codos como una gallina— y me asustaba; era una escena tremenda. Desde esa época le tenía terror a eso. Y bueno. Ahora tengo que ir al club, a nadar por esto de la culebrilla, el dolor. Y voy un día y de repente estoy desnudo, cuando todavía me dolía más, cuando el taxista me tenía que ayudar a levantarme los pantalones. Estoy desnudo en un vestuario, lo que ya es una cosa rara para mí, desnudo con el bastón ahí, y de repente entran 15 o 20 chicos down y se desnudan todos juntos. No te digo que eran pocos down, eran como 15 o 20 tipos, todos peludos, y yo desnudo, cagado completamente, pero al mismo tiempo desconcertado y con piedad de verme a mí mismo maltrecho y a todos maltrechos, todos en la misma bolsa. En eso estoy y se me cae el bastón, y un down viene, me lo levanta y yo le acaricio la cabeza, y de pronto se me cuelgan cuatro o cinco o seis desnudos y me saludan, y yo me digo ‘¿qué hago ahora?’, y entonces veo que ¡somos iguales!, y perdí el temor, completamente lo perdí. Todos somos iguales. Bueno, me da vuelta esto en la cabeza y ahí empecé a entender otra parte del mundo. Y un día entro a la pileta y la profesora que me hace hacer los ejercicios empieza con eso y me comienza a decir cosas que no eran normales para una profesora. Por ejemplo yo le digo:

“—Mire, yo no puedo levantar la pierna.

”Y ella me dice:

”—Bueno, lo ideal es levantar la pierna. Pero si el ideal no se puede, se hace lo real. Y si lo real no se puede, se hace lo posible. Y si no se hace lo posible, se hace lo posible de lo posible. Y si aún así no se puede ni eso, basta con pensarlo, porque algún día va a ser posible. El acto de pensarlo ya es algo.

”A lo que le pregunto:

”—Dígame una cosa —y te aclaro que yo jamás entré a una sinagoga por más que Franca, mi mujer, sea judía; yo no voy ni a sinagogas ni a iglesias ni a nada, ni rezo ni un corno—. Dígame una cosa, ¿cómo usted sabe todas estas cosas, usted va a algún profesor de filosofía?

”Y ella me dice:

”—No, estoy yendo a las clases de un rabino. Estamos estudiando con un grupo de vecinos el Antiguo Testamento, acá, a diez cuadras.

”Y yo me iluminé:

”—¿Y cuándo da clases el rabino.

”—Los lunes, a las 7.

”—Bueno, el lunes, a las 7, estoy ahí”.

Franca, que se apellida Beer, que nació en Palermo, que por judía huyó con su familia de Italia en 1939, saca una kipá. Él dice: “Cada vez me interesa más. Por ejemplo: un vecino tiene una pelea con alguien, dice:

“—Y sabe qué pasa, el hincha pelota de mi vecino, que esto y lo otro, y la otra vez tocó la puerta de mi casa y no se la abrí.

”Entonces dice el rabino:

”—Dígame una cosa, ¿Dios está en todas partes?

”—Sí, está en todas partes —dice uno.

”—No, no está —dice otro.

”Gran discusión. Y el rabino dice:

”—Dios no está en todas partes. Dios está donde abren la puerta. Dios no entra porque sí, si no lo invitan. Para que lo inviten a Dios, hay que haber trabajado antes y abrir la puerta, pero no entra en todas partes, hay que haber trabajado antes para recibirlo. El que no tiene interés en recibir la visita no la recibe. Dios no es uno que se impone”.

Guillermo Roux, en 2012, tiene 83 años. (Y en 2012 yo escribo en esta laptop deformada por la batería a punto de explotar, pero debo ahora reescribir todo esto en esta misma computadora, es mi pequeño homenaje a Roux, arriesgarme a que el teclado me explote en la cara). Él es el anciano de la kipá en Rosh Hashaná, es el hombre desnudo del natatorio, el que asiste a las clases de la profesora de natación y a las del rabino. Es el casado, 45 años atrás, con Franca Beer. Es quien imaginó, antes que Luis Alberto Spinetta con su Capitán Beto, al primer astronauta argentino, cuando pintó el óleo, en 1969, “Primer lanzamiento del astronauta Fermín González, 1873”. Y Guillermo Roux es también el chico que vivió en el barrio de Flores, ahí en San Eduardo (hoy Aranguren) y Artigas; el que un día se sintió atacado por el arte, siendo todavía un adolescente; el que dejó el colegio y se puso a trabajar en la editorial de Dante Quinterno, amigo de su padre, Raúl Roux, también dibujante; el que igual siguió atacado y llegó, a través de Mario Quirós, a la casa de Cesáreo Bernaldo Quirós, en Vicente López, que fue algo así como su primer maestro, y el que escuchó el consejo de Benito Quinquela Martín de “váyase a Europa, pibe, arreglesé, y tenga cuidado con las minas”, y el que finalmente zarpó en el vapor “Salta” hacia Italia, con destino final en Roma, y asimismo el que de allí volvió a inicios de los 60, para luego instalarse en Jujuy como maestro, y el que todavía no terminaba de ser reconocido, y el que jugaba al límite con su vocación, y el que vivió un tiempo en Nueva York como dibujante, y el que regresó otra vez, como dibujante, para Franca Beer, quien sería el punto de inflexión en su vida, el antes y el después, el inicio de un nuevo amor y el de la fama y el reconocimiento de la crítica, cuando ya había llegado a las cuatro décadas, esa edad donde o se hizo todo o no se hizo ya nada. Todo eso es Guillermo Roux en 2012, más todo lo que de él han dicho en función de lo único que sabe hacer desde que tiene memoria: pintar.

“(…) no puedo olvidar que cuando conocí a Roux y miré sus obras por primera vez (Galería Rubbers), allá por el año 1975, me acerqué a él y le dije: ‘Usted es un artista, pero anacrónico’. Con lo que no quise formularle un reproche, sino señalarle su prudente actitud y, a la postre, inteligente, por cuanto hoy día parece difícil seguir siendo artista pintor si no se es anacrónico, es decir, ajeno a las exigencias de su época. Con mayor razón en nuestro país, donde la nueva modernidad apenas aparece en pálidos destellos tecnológicos”. (Jorge Romero Brest).

“Con Guillermo, que es muy buen narrador, inventábamos historias. Él hacía un collage y yo escribía un texto. O a partir de las palabras surgían las imágenes que enriquecían la escritura. Por esa época, los objetos comenzaron a invadir las figuras en la obra de Roux. Vi cómo avanzaban sobre un tenista, sobre La Gioconda, sobre Goya y la Maja, sobre los amantes, los futbolistas, los lectores, los escribas, que Roux pintó desde lo fragmentario. Fue la época [hacia principios de los 70, fines de los 60] en que se afianzó su arte”. (Pedro Orgambide).

“(…) Había pintado una serie de paisajes romanos con pinetas, cipreses, ruinas y estudios de volúmenes, que no toleraba y estaba dispuesto a tirarlos al Tíber. Seguimos caminando y, frente al palacio Farnese, discutimos. Llegamos a gritarnos y me costó mucho convencerlo antes de llegar a la costa del río, para que me los diera en caución, porque yo los consideraba de valor; más aún, buenos. Guillermo padecía su autocrítica. Era impío consigo mismo. Se exigía sin límites, tanto en su trabajo como en los resultados. Cuando veinticinco años después le mostré aquellos cuadros, los miró interesado y como si hubieran sido pintados por otro. Solamente dijo: no está mal”. (Mario Corcuera Ibáñez).

*

—Fue una historia de amor. Me enamoré de él —dice Franca Beer sentada a la mesa de la casa y que fue la mesa del hogar de Guillermo en el barrio de Flores (que también supo ser mi barrio, y que, a veces, lo vuelve a ser). Hace rato que todos tomamos whisky. Hace el mismo rato que todos nos tuteamos.

—¿En el primer momento en que lo viste te enamoraste?

—No, en el segundo.

—¿Y eso cuándo fue?

—Al día siguiente de hacer el primer dibujo para la agencia. Ahí me empecé a enamorar, y al tercero…

—¿Vos ya estabas separada?

—Yo estaba separada hacía un año.

—¿Y cómo fue el hecho?

—Empezamos a conversar y a la semana ya éramos pareja. Y ya no nos separamos más. Hace 45 años.

—Y en 45 años pasó de todo —dice Guillermo, el mismo que entró en busca de trabajo a la agencia de publicidad de Franca Beer, para dibujar, nomás, y que terminó encontrando a su segunda mujer.

—Ahora, por lo que se ve en las cronologías, hay un antes y un después en Guillermo Roux tras este encuentro.

—En el acto —dice Guillermo.

—La vida de Guillermo es antes de Franca y después de Franca —asegura Franca.

—¿Y eso cómo se explica?

—Yo tengo una teoría, pero es una teoría, nomás —tercia Guillermo—. Una teoría racional. Yo creo que hubo una complementariedad, es decir, que ella era un pedazo que me faltaba. O sea, yo creo que, hasta ese momento, vivía en un mundo ideal, fantástico, no por buenísimo, sino por fantasioso. Y yo creo que ella ordenó ese potencial, eso que había, y yo encontré en ese ordenamiento un camino.

—Y vos, Franca, ¿viste en él al artista que hoy es?

—Yo vi una posibilidad que estaba en manos de alguien que era muy inteligente, pero tenía todos los cables del cerebro mal conectados.

—Es decir que estaba a punto de hacer un cortocircuito.

—Era muy objetiva —dice Guillermo.

—No razonaba bien, o normal —sigue Franca—. Me hacía cada razonamiento… Por ejemplo: “Yo no necesito dinero, porque yo con un salamín y un pan vivo”. Y a mí me enamoraba él como totalidad, pero objetivamente veía que había algo que no era lógico en una persona que estaba por llegar a los 40 años, que no se preocupaba por el dinero y que creía que con un salamín y un pedazo de pan era suficiente.

—Que era lo que yo había hecho, por otra parte. No mentía —vuelve a intervenir Guillermo.

—Entonces —habla Franca—, con la habilidad que él tenía, había una cosa que estaba desfasada. Él, a los casi 40 años, no estaba en el lugar que le correspondía estar, es lo que yo sentía. Presentía que él podía dar mucho más que eso, pero que había alguna razón por la que estaba como desfasado. Entonces le dije que tenía que psicoanalizarse, porque había incongruencias que no iban con su capacidad, su intelecto, su inteligencia, y él aceptó.

—Vuelve acá una persona bloqueada y acá florece… De todos modos es increíble que un hombre que hasta los 70 estaba como “guardado” de repente sea reconocido.

—En tres cuatro meses ocurrió —dice Guillermo—. Se dan una serie de hechos que no sé quién los provoca.

—¡Yo los provoco! —dice Franca—. ¿Quién lo trae a [Rafael] Squirru? Guillermo estaba haciendo cosas maravillosas.

—Y a mí olvidate de las tendencias, yo seguía con lo mío, no estaba en contra de nada, iba por mi propio camino.

—Romero Brest dice que eras anacrónico en lo que hacías.

—Todo el tiempo me lo dijo.

—También dijo que él no era el mejor pintor argentino —Franca se prepara para lanzar algo así como un secreto—: Dijo que era el mejor pintor de la historia del arte argentino.

—Bueno, no empecemos a exagerar tampoco —la censura Guillermo.

—¡Me lo dijo a mí Romero Brest! Lástima que no lo escribió.

—Tampoco exageremos…

—Pasa que el prejuicio es tan grande que, aun los principales galeristas argentinos, frente a un desconocido… Quiero decir: Guillermo estaba pintando las maravillas que pintó en los años 70 y no conseguía galería —cuenta Franca—. Le hablé a Rubbers, me dicen “no tengo tiempo”. Así hasta con galerías de cuarta. Nada. Bonino le había hecho una exposición de dibujos y collages y no quiso seguir viendo la obra. Quedaba Rafael Squirru como crítico más importante. Ah, y Romero Brest. Pero antes de que fuéramos amigos, Guillermo le fue a mostrar un dibujo y Romero Brest le dijo: “¿Y usted para qué me muestra esto? A mí no me interesa nada de lo que me está mostrando”. Entonces le hablé a Rafael Squirru. Y él me dice: “Bueno, puedo ir para allá”, y vino acá a ver la obra, de muy mal humor. Yo no lo conocía. Subió al taller y yo digo: “¿Quiere sacarse el impermeable?”. “No, porque en cinco minutos tengo que irme a una conferencia”. Igual le digo: “¿Quiere un café?”. “No”. Y bueno, yo temblaba porque él [por GR] estaba al borde del suicidio porque nadie quería su obra.

—Me había metido en un camino que para qué te cuento —admite Guillermo.

—Pero cuando subo con el café, Rafael me dijo: “Todo lo que veo aquí es de calidad internacional; acá tiene obra no para ser expuesta solo en la mejor galería de Buenos Aires, sino en las mejores galerías del mundo”, esas fueron las palabras de Rafael Squirru cuando vio la obra. Y enseguida preguntó: “¿Qué galería tiene usted?”. Y Guillermo le dijo: “Ninguna”. “Cómo, ¿y Bonino?”. “No”. “¿Y Rubbers?”. “Tampoco”. “¡Qué ignorantes!”, protestó Rafael, y de inmediato agregó: “Hoy es sábado, yo el lunes le consigo exposición en Bonino”. Y el lunes llamó y dijo “va a ir Bonino a ver su obra mañana”. Y al día siguiente vino Bonino. Y en octubre Guillermo hizo la exposición en Bonino: vendió absolutamente todo, todos los diarios y todas las revistas hablaron de él y fue un boom. Pasó de la nada a esa explosión. Y eso fue en octubre. En marzo del año siguiente expuso, le vino un telegrama de Marlborough, Londres, invitándolo a exponer, y después vino Munich, y después ganó el primer premio en la Bienal de San Pablo.

—Fue muy rápido todo —recuerda Guillermo.

—Ahora bien, vos estuviste al borde de ser un ignoto total y hasta un fracasado.

—Es que nunca me sentí un fracasado —se defiende Guillermo—. Angustia sí, pero no “fracasado”. Yo tenía certezas de que lo que yo estaba haciendo era mi camino, aunque pasara lo que pasara. Trascendía mi vida. Yo nunca me sentí fracasado, nunca pasó por mi cabeza esa idea. Ni “éxito” ni “fracaso”.

—¿El rabino hace casamientos? ¿Y si se casan?

—Qué sé yo… Si me dejaron ir al Día del Perdón… No sé por qué caminos se enteraron de que no me habían dejado entrar al año nuevo judío, trascendió, y el caso es que me fui al Día del Perdón impecable, con un traje blanco que me puso ella. Mirá el desenvolvimiento que tiene todo esto, que finalmente la enfermedad me lleva al Día del Perdón. Todo en mi vida se ha ido dando de esa manera, por hacer caso a ciertos hechos que no puedo explicar. Para mí no hay nada que no tenga una consecuencia, nada es desperdiciable, ninguna cosa es inútil, todo tiene un indicio, por algo te llega. Lo malo y lo bueno, ¿eh?, no importa. Nada de lo que pasa es inútil y hay infinita cantidad de vidas que hay que ir aprendiendo a recorrer. Lo de antes no te sirve para mañana ni para hoy. Y cada día tiene su señal para el futuro. Camino mal y termino con el rabino... Luego, no sé qué significa eso. Pero no es que la vida se termina, sino que comienza cada vez, es un eterno recomenzar, con códigos nuevos, con cosas nuevas, algunas de las cuales jamás descubriremos.

*

Año 2021:

Antes de que esta laptop explote, y mientras no dejo de recordar esos tragos con Roux y su mujer y que habían desvirtuado la consigna (“algo cronológico, biográfico y periodístico, Cozzolino, y no esto que hiciste y que escribiste en pedo, está clarísimo”), procuro la enmienda (breve) de aquella omisión etílica:

En 1948, GR egresa de la Escuela de Bellas Artes; trabaja de dibujante para Dante Quinterno; logra una única exposición en la Galería Peuser, de la calle Florida, y solo la repercusión en un medio boquense le permite conocer a Benito Quinquela Martín, quien le aconseja irse a Europa. Así llega a Roma, en 1956, con dinero ahorrado que se gasta, y allá trabaja a las órdenes de Umberto Nonni, su maestro, como ayudante en obras de decoración y restauración de la posguerra. La vida es dura, 10 y 12 horas de trabajo para poder comer. De este período surgen dos de sus obras más importantes: “Medias rojas” (1957) y “El paño amarillo” (1958), que a nadie por entonces muestra, que guarda bajo la cama de la pieza que alquila. Carajo, y dos años después de Europa se muda a Jujuy, para hacer de maestro en escuelas primarias y poder pintar por las tardes con óleos, tinta y gouache (creo que así se escribe, ¿no?). Y en 1967 se instala en Nueva York para probar suerte y un año después, de vuelta en Buenos Aires, conoce a Franca y viene la “explosión”. Germinan sus primeras obras producto del trabajo que realiza con su psicoanalista, se revaloriza su trabajo en The Marlborough Fine Arts (Londres), la Galerie Buchholz (Munich)..., en fin. Para todo lo demás existe Wikipedia. Exposiciones, premios, la gloria. Lo importante: GR seguirá pintando sin importarle demasiado nada. Y no se repetirá, cosa poco común; vg., en algún momento ya no habrá cabezas en algunas de sus figuras humanas. En algún momento de todos esos años de gente, premios, retrospectivas, etcétera. Etcétera. ¡Etcétera! Hasta 2012 y aquellos whiskys. O hasta 2021 y el final, como se lo quiera reescribir.

Llueve el día que ha muerto Roux. Llueve mucho. Creo que también llovía mientras tomábamos whisky en 2012.

Que en paz descanses, pintor.




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