15.8.21

De la serie Todos estos años de soledad - 23 de agosto de 2017

Un sábado que comienza acá y termina allá

Perdí un manojo de llaves. Tenía en él una copia de la llave de mi vieja lancha coreana y muerta desde hace más de un mes en una calle del conurbano. Tenía otras de carácter laboral y otras más que son las de la casa de La Saxofonista; ella ya no tendrá que sugerirme que no desea dormir conmigo esta noche, no deberá siquiera obligarse a hacerlo, podrá más tarde decir que no escuchó el timbre ni el teléfono, o que no estaba cuando fui, como es que iré esta noche. Mientras tanto recuerdo. Es sábado y recuerdo e invento. Mi anciano y autoritario padre tose, también toso. Mi anciana y autoritaria madre se sienta frente al televisor, mira películas con el volumen alto, es fanática de Meryl Streep.

Son las tres, las cuatro de la tarde, en alguna parte del mundo hay atentados y bombas que estallan y aquí todavía nadie almorzó y no creo que ya nadie almuerce. Es sábado y es el barrio de Flores y es increíble que mi memoria destartalada me reporte el único beneficio anímico posible. Mi pasado más o menos reciente es un comic guionado por un depresivo, una novelita por entregas, un chiste de mal gusto. Más a fondo, mi vida en general no es más que un producto desclasificado de la Creación.

Recién pensaba en cómo habría hecho Onetti para escribir “El infierno tan temido” en estas épocas de Instagram, de Facebook. Tiene algo que ver con mi estúpida vida. Es verdad que es más cruel recibir por correo las fotos de tu mujer desnuda por otro y casi dedicadas, es cierto que resulta más poderoso que verlas en las redes sociales, pero también es real que la humillación tiene proporciones galácticas cuando esas mismas fotos salen en internet. Veo a mi ex posar con un pornógrafo, la veo también con un gordo, con un flaco y ahora con su última adquisición, un pelado. Todos la ven. Todos saben lo que he sido. Antes de que llegara a mis manos el cuento de Onetti por primera vez -quizá su mejor cuento-, mucho antes se apareció ante mí, una noche, la adaptación cinematográfica de Raúl de la Torre. Graciela Borges fue la primera mujer desnuda que vi en televisión. No tenía yo ni nueve años.

“Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto”,

escribe Onetti, que es el doble de Nabokov en unas fotografías que se pueden encontrar fácilmente.

Hace un rato busqué el manojo de llaves por todo el departamento. Debajo de camas, sofás, mesas y sillas. Hace un rato alteré un poco la calma de la tarde.

“No te preocupes, las llaves no tienen nombre”, me dijo mi anciano y autoritario padre.

Ahora, con esa música de la vejez que es la tos, incluso la mía, y también el televisor encendido y a un volumen que duele, me pongo a recordar con cierto esfuerzo sentado a la mesa del comedor, y ahí donde no doy con los hechos miento con deliberación. Me resulta muy difícil recuperar el abecé del pasado salvo excepciones muy puntuales. Las drogas legales me quemaron un poco bastante la cabeza.

Sí, es muy difícil en estas condiciones entender al pasado -y al presente- como a una especie distinta de la ficción. Además la mentira es un buen atajo y la vida misma una buena excusa. Lo aprendí de mi anciano y autoritario padre, que supo ser un gran escritor aficionado y sin libros escritos. Ya perdió un poco la gimnasia de contar historias, pero unos años atrás todavía lo hacía con mucha holgura. Tendrían que haber estado ahí.

Sus anécdotas del servicio militar siempre tenían espacio para nuevos acontecimientos. También sus historias de velorios y entierros. Ya está viejo, le cuesta recordar como me cuesta a mí, que soy treinta años menor, pero lo hacía muy bien. Por estos días -que son los últimos tres o cuatro años- algo se modificó en él. Cuando intento que regrese al nudo de sus historias se molesta, no le sale. Especialmente le cuestan los comienzos, y así como él se ofusca, sus trabas a mí también me fastidian y se lo hago saber. Él entonces se ofende todavía más y ahí termina todo.

No está bien tratarlo así, debería ser más paciente. Pasa que él no responde por la determinada época o el específico hecho por el que pregunto. Va más hacia adelante o más hacia atrás o hacia cualquier costado para meter una introducción, contamina todo de opiniones y divagues personales, se distrae en una historia subsidiaria, regresa luego a lo que parece ser el principio del punto al que debe dirigirse, pero no tarda mucho en tomar por otro desvío lateral. No es exactamente una falla, sino la elevación a la enésima potencia de su estilo literario. Si le pregunto, por ejemplo, por la caída de Perón en el cincuenta y cinco, el verbo “caer” lo hará primero hablar de Perón en Alemania, luego de Perón en Bariloche, luego de un austríaco que lo vio a Perón caerse de un caballo -y putear en perfecto alemán- y del Graf Spee y de Carlos Gesell y de los marineros convertidos en albañiles que construían casas sobre unos médanos y de las exquisitas papas alemanas que se comían en una cervecería alemana de Almagro que ya no existe.

“Vos debieras ver lo que era ese lugar”.

Mi anciano y autoritario padre narra con notas al pie y con subnotas de esas notas. Sé que cuando se muera me voy a arrepentir de mi impaciencia. Sé también que suele pasarme alguna desgracia doméstica a cada paso que doy, como perder un manojo de llaves o encontrarme con el pelado y mi ex en internet, y que eso me pone nervioso (muchos conocidos y examigos o todavía amigos laiquean las fotos de Ella y el pelado, dan gracia). Además la vida pasa rápido y si el cigarrillo no me mata antes tengo plena noción de que llegaré en peores condiciones a la edad que mi padre hoy tiene. Para esa última etapa de mi existencia no podré siquiera emprender el rumbo errático y lleno de circunloquios y digresiones que a él hoy lo atormenta. Hay un punto donde es él o soy yo. Y debo procurarme una vejez medianamente digna. Si no escribo ahora cosas como estas que espero escribir más abajo, no tendré forma de recuperar algunas partes de mi vida para entretenerme y leérselas en un futuro no tan lejano a un viejo amigo que esté igual o peor que yo para ese tiempo.

“¿Pero no tenías algo más agradable para contar, para recordar?”, me preguntará mi viejo y esclerótico amigo.

“No, así fue mi vida y mi invención siempre me viró a lo pobre y me arremetió por lugares lúgubres”, le responderé sentado al holograma de una mesa donde se encuentre interrumpida una partida también holográfica de dominó. “Pero tengo otras historias, una historia de extra o intraterrestres con forma de reptil, por ejemplo”, también espero poder decirle si llego a tiempo para escribir esa otra historia que tiene su base real. Porque he visto reptilianos. Los he visto. Existen.

Dicen que hay que pensar en los lectores. A mí me importa un solo lector, o dos: el anciano y autoritario hombre senil que seré y que no tendrá otra arma que lo que haya escrito cuarenta años atrás y mi eventual amigo. Confío en que lo que hoy escribo mañana me calme un poco el horror y la soledad que supone la cercanía precisa de la muerte.

Las llaves no tienen nombre. Tampoco los ancianos lo tienen. La muerte no es un golpe si no hubo de por medio una tragedia, un martirio. La muerte vulgar de los ancianos es más bien antes un lento desaparecer, y lo primero que desaparece, más allá de lo físico, es la capacidad de recordar hasta cómo es que uno se llama. Sé que me espera un endurecimiento de días, meses o años. Sé que debo combatir ese endurecimiento inexorable con la lectura de lo que alguna vez fui y de lo que me inventé. Ya no estará mi anciana y autoritaria madre para esos días, tampoco él, mi padre; ya mis cuatrocientos hijos habrán hecho su vida, ya me encontraré solo en una pieza y en pañales pidiéndole a un dios que me asista, pero no serán suficientes mis oraciones, debo llegar preparado. Además, aunque trabajo como un animal, no tengo un peso que me sobre, mi vieja lancha coreana es testigo, y por escribir cosas como esta me pagan algo. Alabado sea el Señor.

***

Tenía pensado seguir un poco más. No pude. O en realidad sí pude, pero me quedó demasiado largo. Debo juntar dinero para arreglar mi vieja lancha coreana y solucionar en líneas generales todo lo que se llama mi economía. Mientras terminaba de escribir hubo buenas noticias. Mi anciana y autoritaria madre dejó una película rodar sola, fue a uno de los baños, regresó unos minutos después con el manojo de llaves.

“Estaba junto al bidet, se ve que se te cayó”, me detalló.

“¡Gracias!”, literalmente exclamé. “¡Un problema menos!”, me levanté de la silla.

“¿Qué hacías?”.

“¿Qué voy a estar haciendo, mamá?”.

“¿Otra vez trabajando para El Gordo Sinvergüenza?”.

“No, para otra cosa”.

“¿Qué?”.

“Otra”.

Creí que sin las llaves La Saxofonista no me aceptaría esta noche. Ahora resultaba un poco distinto el panorama. Mi anciano y autoritario padre me despidió con mucha tos, mi madre con un beso. Tomé subtes, colectivos, trenes. Gente mal vestida, hombres, mujeres, niños, contrahechos, todos pidiendo limosna o cantando a cambio de una moneda. Por decoro toqué el timbre, esperé unos quince minutos. Luego entré.

“Podés dormir en la otra pieza”, me dijo La Saxofonista. “Pero no quedamos en vernos. Y ni siquiera me llamaste. Esta es la última vez que es de esta manera. Quiero que me devuelvas mis llaves”.

La di las gracias. Le expliqué que me había quedado escribiendo, que había perdido esas y otras llaves, que mi anciana y autoritaria madre las había encontrado. Le pedí también si me dejaba usar su máquina un ratito. Una lágrima le cayó a La Saxofonista. Una sola. Así suelen llorarme las mujeres cuando sin querer las lastimo. Después subió la escalera, se encerró en su cuarto.

Le pedí disculpas del otro lado de la puerta. Tomé mi teléfono. Le leí algo de lo que había estado escribiendo durante la tarde. La Saxofonista no contestó.

“Lo voy a partir al medio, así me pagan más”, dije. “Creo que escribo como habla mi viejo”, le dije también.

Abrí la puerta, todo estaba a oscuras, solo entraba la luz artificial y azulina de la ciudad a través de la persiana. Me metí en la cama y le rocé los pies, ella los corrió de lugar. Tomé de nuevo mi teléfono y con no poca dificultad retoqué algunos detalles, casi todos; corté todavía más esta entrega. Mañana leo todo de un saque y lo corrijo, mañana será otro día, me dije. Dejé el teléfono.

Fuera no había un solo ruido. Era extraño. Abracé el cuerpo de La Saxofonista, ella esta vez no me rechazó, dejó que por unas horas todo fuera muy parecido a la normalidad. Y aunque quise dormirme enseguida no lo conseguí, pensé mucho en mis ancianos y autoritarios padres.

No soy un buen hijo, me dije. Tampoco lo soy con vos, le hablé sin hablar a La Saxofonista.

Ella dormía bajo mi brazo como duermen todas las mujeres que son legítimas y esposas.

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