2.3.21

2 de marzo, un poco después

Lo que más lamento del robo del teléfono son los libros y las fotos que guardaba en la tarjeta de memoria, más su uso para asistir a Equis y Zeta. Ya no hay casi amigos ni nada.

(También lamento el valor económico, por supuesto: no sé cómo carajos haré para hacerme de algo aceptable por renovados ladrones). Salgo del paréntesis.

Ignoro si ahí, en la tarjeta de memoria, se hallaban las novelas breves de Onetti. No lo quiero saber. Me invade la pena.

Hace más de veinte años me secuestraron y vi en la muerte un consuelo frente a las posibilidades factibles si los tipos avanzaban en su plan. Recuerdo que por el oeste me arrodillé en la banquina de una ruta y pedí que me dispararan. No me obedecieron, me cambiaron de auto y la tragedia no superó el disgusto y una quincena de paranoia aguda. Pocos meses después dejé a la novia con la que andaba, conocí a la que sería madre de mis hijos y en poco más de un año estaría casado. Y loco.

Muchas más veces me asaltaron y en algunas logré escapar. La diferencia con el pasado es que ayer lo que más hubo fue tristeza. Ya había iniciado mal el día: una sensación rara que refutaba con "este es tu humo negro depresivo que siempre está al acecho, nada más".

Debo atender más a este tipo de corazonadas y repudiar cualquier sentencia. Y debo saber que ese minuto que pierdo o que gano son siempre vitales. Ese minuto permite que continúe vivo. O muerto. Sería obligación de todo el mundo aplicar la misma regla. Nadie escapa a ella. La vida y la muerte se resuelven en un minuto. Y acaso en menos.

La penúltima vez que creí estar en peligro andaba por Tijuana. Corto de presupuesto, me caminé buena parte del occidente de esa ciudad (el lado opuesto intuí que podía resultar suicida). En la Avenida Revolución tuve problemas con los municipales o federales, ya no sé qué eran esos policías que se agrupaban a unos doscientos metros del muro. Me hablaron en inglés, no les entraba en la cabeza que un argentino hubiese sido invitado "por escribir" a un festival de "literatura" en Baja California. Descreían de mi nacionalidad, de mi humana condición y de mis pastillas inocuas, aunque necesarias para disminuir la ansiedad y la angustia. Examinaron una a trasluz. Creo que la textura blanca y harinosa de una de ellas los convenció de mi inocencia. Con las yemas de los dedos habían antes decretado, precisos, los miligramos. Ordenaron que me alejara, que podía ser asesinado en cualquier momento, que ese no era lugar para turistas y menos para "escritores" invitados por el "gobierno". Les creí, pero la fascinación por las sombras y la falta de presupuesto me pueden desde chico.

Sobre la misma avenida, César me detuvo. Vestido de personal de seguridad, a las puertas de un hotelucho, hablaba con un gringo de San Diego. Me ofreció un prostíbulo, muchachas frescas para la noche, si no recuerdo mal en la calle Coahuila. Extendió su oferta al jurarme que desde los Estados Unidos les servía de guía a gringos, japoneses y árabes. Yo ya había visto cómo terminaban esas muchachas frescas en la Plaza Santa Cecilia unos cinco años después y si es que aún se hallaban con vida. Por otra parte, jamás supe lo que es el sexo con una prostituta. Cuestión de principios.

Le retruqué a mi ofertante con mi "vengo en son de paz" y la exhibición de la Tau de madera que cuelga de mi pecho, obsequio de Equis antes justo de que volara a México. Resignado, César solicitó al gringo sacarse una foto conmigo, "el escritor desconocido". Luego pidió unos pesos para comprar frijoles. El gringo, a su vez, me regaló un caramelo.

Por esos días nada me importó y no hubo mayores inconvenientes. Volví al hotel siempre de noche y a pie desde el centro. Solo un pequeño can, un día, en un mercado, me mordió el pantalón.

En Tijuana, me doy cuenta, había temor, pero antes una infelicidad llena de anestesia que hasta se comparaba con la dicha. Aquí, ahora, en este lugar, todo, muy despacio, se rompe otra vez. La mayoría de las ocasiones que monto a la bicicleta termino en zonas de cierto riesgo. Mi corazón no desea esos lugares pero la cabeza se me nubla y enseguida me encuentro frente a la posibilidad de un balazo. 

(Está bien, no todo es mi cabeza: la zona, el país, se ha complicado mucho y ya no se puede estar seguro en casi ninguna parte. A propósito de lo anterior, me viene cierta jactancia con mexicanos cuando me preguntaban que cómo me atrevía a caminar tanto y a no utilizar un Uber o un taxi. Mi respuesta era sistemática: ¿ustedes todavía se creen el verso de la Argentina europea, ustedes tienen alguna idea de lo que es la "París" sudamericana y su conurbano, ustedes piensan que somos alemanes?).

 

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