9.2.19

El deterioro del amor y algunos apuntes sobre feminismo radical - Parte del canto primero "Problemas de salud"

Personal essays (o una introducción un poco larga)
A Hernán

Hay unos tuits que dicen algo de todo esto, los escribí en fechas disímiles, mientras las nuevas generaciones se ponían a instagramear. “Mi cadáver todavía calentaba el piso. Fuera, festejaban con la carne mi no resurrección. Ahora que ando muerto, regreso despacio”, dice uno de ellos.
 Escribo echado en una cama que no es mía ni de nadie. Escribo en mi teléfono porque todo el día anduve sentado detrás de una pantalla. No es fácil. Mi teléfono anda mal, es de segunda o tercera mano, se apaga.
Hace algunos años me llamé “Zamudio”. Era una manera de protegerme. A nadie le gusta andar por ahí diciendo que perdió caballo, china y rancho, que se volvió loco por la pena de no vivir más con los hijos. Y que pasó Navidad y fin de año encerrado en un loquero. Hace algunos años, también, comencé a rescatar mis textos encontrados después del Apocalipsis, de mi Apocalipsis personal. Ahora pueden, si quieren, seguir llamándome Zamudio. Sería lo más conveniente. Pero la decisión ya no es mía sino de ustedes. Ya no me pertenece.
(No huele acá. Fumé demasiado y me quedé sin olfato).

*** 
Andaba lo que se dice mal. Muy mal. Así se dieron las cosas. Ya había pasado más de un año y medio desde que andaba así. Un año y medio atrás mi cadáver todavía calentaba el piso mientras, fuera, festejaban con la carne mi no resurrección. Había perdido caballo, china, rancho, sobre todo —lo más doloroso— la vida en común con los chicos. Me había vuelto loco y un año y medio después me habían encerrado para pasar Navidad y fin de año. Poco después salí, justo para el día de Reyes. Le compré un tractor amarillo, de plástico, a uno de mis hijos, en el Jumbo de Escobar. Verano del año 15.
Por esos días, a través de los sitios y chats de solos y solas di con la Señorita Junio, la Señorita Junio comenzó a calentarme los pies bajo las sábanas, y un día El Hombre De La Campaña, a quien más lo tengo como baterista de mi otrora bandita de rock underdog, vino a tirarme una soga.
—Che, Zamudio, sé que estás en la mala. ¿Por qué no nos tomamos un café?
A lo que respondí que sí, que claro.
Pero lo cierto es que ni claro ni por supuesto. Todo me costaba un Perú. No podía tomarme un colectivo. La gente le llama “pánico”. Yo no sé qué era, pero me agarraba. Tomaba igual colectivos, no había otra, me habían prohibido manejar por una cuestión de psicofármacos. Me trepaba a los colectivos como podía y cuando no lo hacía me echaba a rezar en mi cama de soltero, resguardado por la presencia fantasmal de mis ancianos y autoritarios padres, o si no oscilaba entre los pies de la Señorita Junio, el bajón, otra vez el miedo a todo, un dolor justo acá, en el pecho, y las reiteradas voces de mis ancianos autoritarios padres, que se venían aguantando al primogénito chistando mucho, pero que se lo aguantaban, que era lo importante.
Estaba recién salido del hostal donde me habían encerrado y la verdad es que no me había ido tan mal ahí. Al fin y al cabo era una especie de aislamiento de la gente, las calles, la ciudad, y también de mí. Demasiados internos dando vueltas por los pasillos, demasiados problemas psiquiátricos juntos, no daban mucho lugar para reconcentrarme en la pérdida de caballo, rancho, china y vida en común con mis hijos. La del hostal era gente que había mordido el pasto y que lo mordía a cada rato. Como yo. Gente que sufría por saberse loca. Fumábamos todos ahí hasta que se nos acalambraban los dedos. Me acuerdo de una mujer un poco más grande que yo. Bonita. Budista. Con poderes paranormales, o que sencillamente sabía leer el futuro mirándote a los ojos o haciendo que te leía las manos. Tenía dos hijas que a veces la venían a visitar. Había perdido la razón viviendo junto a sus hijas pero no por ellas.
—La falopa —decía—. Porque soy una falopera —decía.
Había perdido también al hombre de su vida. “Por no ser como debe ser una madre”.
Los recursos económicos del marido la habían salvado. También de algún modo la piedad del tipo. Y las drogas legales. No había terminado en el Moyano o en la calle. El marido ponía plata todos los meses.
—Vive con su novia, en un departamento pegado al de las chicas, que ya son adolescentes y que medianamente se las pueden arreglar solas.
Esa mujer una tarde me llamó al patio del hostal.
—Vení, Zamudio, vení que te leo el futuro —me dijo.
Yo me senté a la mesa de hierro del patio, a su lado, le convidé un Viceroy, se lo encendí y me encendí uno para mí. Hacía bastante calor. Ella me convidó un tereré sin gusto. Me pidió una mano.
—La derecha.
Me pidió también que le contara bien por qué había llegado hasta ahí.
Le conté lo del caballo, el rancho, la china, los pibes, en cualquier orden se lo conté. Le dije que no me interesaban más las mujeres en el sentido romántico de la expresión. Que solo necesitaba salir con chicas, pero nada más.
—¿Y tan joven pensás cerrar la ventanita del amor?
—No sé —le dije—. No sé.
Se sumaron otros internos. El Gordo Excoainómano y La Mujer Que Le Rezaba Rosarios A La Virgen. También una enfermera con la que ya se había iniciado cierta simpatía: me había pasado su teléfono, cuando ella dejaba el trabajo comenzábamos a whatsappear. Vivía en Lanús, creo, y también estaba separada.
—Mirá, acá veo —comenzó a decir La Mujer Budista, pero ya no me leía las líneas de la mano, había levantado la vista y la había clavado en uno de los muros que delimitaban el patio—, acá veo que te va a costar pero que vas a salir de esta. Y que vas a rehacer tu vida.
—¿Otra mujer?
—Sí.
—¿Y trabajo?
—También. También vas a conseguir —me dijo languideciendo, con el Viceroy medio apretado entre sus labios. Yo tenía ganas de besárselos.

*** 
Nos encontramos con El Hombre De La Campaña por Palermo, eso que llaman “Palermo Hollywood”. Me costó llegar pero lo hice. Me costó más disimular mi desequilibrio mental pero creo que me salió. La Señorita Junio me animó a que no perdiera la oportunidad. No entiendo cómo la Señorita Junio se había animado a calentarse los pies con los míos.
Al Hombre De La Campaña no lo veía desde hacía por lo menos dos años. Había regresado de los Estados Unidos, allí había publicado dos o tres libros, le había ido bien. Ahora estaba metido en política. Lo habían convocado para impulsar al Candidato Finalmente Ganador, y si bien yo no estaba en condiciones mentales de dilucidar qué cuernos pasaba en la política argentina —mi última participación había consistido en jurar en vano y por Facebook que quemaría una librería de un librero ultrafundamentalista de algo—, El Hombre De La Campaña, al fin y al cabo mi amigo, no se fijó —o no quiso fijarse— en esos detalles.
Medité qué entendía yo por la política. Creí totalmente fuera de la realidad que mi amigo tal vez me estaba guardando un lugar en las filas de su agrupación para que algo le aportase a la campaña. Tal vez un corrector de algún discurso, pensé. Quizá el redactor de alguno folletito…
Mi teoría sobre la Argentina en términos político-económicos no eran muy originales, menos todavía para ser divulgada en las redes sociales o en un currículum. Mientras el sol nos daba de lleno repasé que mi teoría se inspiraba básicamente en ciertos revisionistas que casi daban en el travesaño de la revista Cabildo y en mi interpretación bastante pobre de algunos textos de Raúl Scalabrini Ortiz y Jorge Abelardo Ramos. A mi entender el país, desde su nacimiento, enfrentaba a dos bandos: los dueños de la tierra y quienes trabajaban esa tierra y eran explotados. Los primeros constituían unas pocas familias patricias, terratenientes o caudillescas, en ese último caso de regiones indomables sin su presencia y su fuego. Los otros, los sometidos, habían sido los indios, los gauchos, los inmigrantes, los trabajadores y sus diversas formas de representación, desde los anarquistas, el socialismo y los movimientos sindicales, hasta llegar a las diversas formas de peronismo. A veces los segundos se cruzaban de bando si el ascenso social o la oportunidad se los permitía. Entonces se formaban nuevas subdivisiones. Pero más o menos mi entendimiento en estas cuestiones era binario. Con una salvedad: Buenos Aires había nacido como un lugar de contrabando y había formado el carácter de la Argentina, a pesar de tipos como los de 1810, puntualmente tipos como Manuel Belgrano. Y otro en particular que nada había tenido que ver con esa revolución liminar: José Gervasio de Artigas (acaso el héroe magno de toda Iberoamérica).
Pensé en todas estas cosas, por si tenía que exhibir al Hombre De La Campaña alguna capacidad para meterme a trabajar a sus órdenes. La Señorita Junio me lo había interpretado con claridad, por si yo no lo había entendido: eso que era un reencuentro y una soga que mi amigo me echaba, resultaba también una entrevista de trabajo.
Con todo aquello en la cabeza me senté ese verano del año 15, que recién empezada, a una mesa puesta en una ochava. Mi amigo y yo pedimos café. Pero él no lo tomó como un cristiano, sino con hielo. Una excentricidad de hombre de mundo, supuse. De hecho El Hombre De La Campaña llevaba puestas, me acuerdo bien, unas bombachas de gaucho, pero de gaucho turco, si es que existe algo así, y de joven le había gustado andar con el pelo largo. Siempre había tenido vocación por la excentricidad. Noté que la seguía teniendo.
Visto desde el futuro, si mi amigo se hubiera aventurado a decirme que deseaba que le diera una mano en política, hoy el Candidato Finalmente Ganador no hubiera ganado. Andaba yo tan lento y torpe como algunas películas de David Lynch. A los fines prácticos no estaba en condiciones ni psíquicas ni intelectuales como para un trabajo de los llamados “serios”. Sin embargo El Hombre De La Campaña —¿quizá recordando lo que alguna vez yo había sido, acaso con cierta nostalgia por esos tiempos de juventud donde habíamos formado un grupito de rock underdog que veneraba a Kurt Cobain?— me hizo una propuesta.
—Vos estás para los personal essays —me dijo, cosa que le entendí a medias—. Ensayos personales —agregó—. Cuando leí ese librito me di cuenta de que estás para eso —me dijo también aludiendo a un librito mío, lo que suponía una crítica casi directa hacia lo que yo había escrito en ese librito, cuestiones estilísticas, de gustos, pero ese es otro tema—. Y pensé que te podrías poner a escribir un poco de tu situación, yo te puedo conectar, y de paso te ganás unos mangos.
—Dejé de escribir, pero lo puedo intentar —dije más por educación que por otra cosa.
—Escribí de vos y da tus puntos de vista, así de sencillo.
—Así de sencillo —le reproduje vía telefónica a la Señorita Junio. Ella se puso feliz. Me aseguró que si yo me lo proponía lo lograría. Era buena la Señorita Junio. Tenía lindos pies. Le gustaba la fotografía, la pintura. En su casa de Boulogne había un cuadro pintado por ella que era una copia de una foto también hecha por ella. No sé cómo había tomado la foto, tal vez había puesto el automático. En la foto estaban sus pies y los pies del que había sido algo así como su marido durante unos siete años. Estaban desnudos los dos bajo las sábanas y solo se podían ver los pies que salían de ellas.
—Ponete a escribir y mañana nos vemos —me animó la Señorita Junio.
Del Hombre De La Campaña me había despedido con un abrazo y un beso, y con el compromiso y casi la promesa de luchar por mi vida y escribir algo. A la Señorita Junio le mandé un beso por teléfono.

***
La última escena de ese día que de alguna manera comenzó a ser mi regreso parcial a la vida de los normales, y digo parcial porque me caía cada dos minutos, se dio en la pieza de la casa que, en Ingeniero Maschwitz, todavía tienen mis ancianos y autoritarios padres.
Caía la tarde y aunque estaba cansado por las pastillas y el colectivo que me había tomado en Palermo, ahí me había encerrado, y las primeras palabras de mi trabajo por encargo se las dedicaba con absoluta certeza al conjunto caballo-china-rancho-hijos.
El documento de Word, casi en blanco, ahí estaba, dentro de la laptop, junto a la ventana, y en él podía leerse bien claro en Arial 11: “Hace un año y medio yo era Michael Landon en ‘La Familia Ingalls’. O eso creía yo. Desde entonces vivo en la pena. Pena por mis hijos, por ya no vivir con ellos”.
No me daba cuenta, ahora sí, que, despacio, estaba de vuelta.

***
Posdata:
En el hostal donde me alojé había una biblioteca. De ella tomé dos libros. Dejen todo en mis manos, que no había leído, y El Aleph, que había llegado a mí por la adolescencia, cuando Borges se te hacía bien difícil. Como yo tenía la habitación del hostal sola para mí, aproveché para intentar leer toda la noche.
Recuerdo que inicié la lectura con el libro de Levrero. A Levrero le debo el regreso a los libros que creía que había perdido para siempre, y no solo eso: con Levrero pude volver a disfrutar de algo, en este caso la historia, las cuestiones formales de su escritura. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba ni de un asado.
Con Borges alcancé otra cosa que también me faltaba desde hacía rato: la resignación, el consuelo y la actitud contemplativa. Era posible ser como Borges, no en la escritura, claro, pero sí en lo espiritual. En una novelita que publiqué antes de caer en el precipicio (y que pueden comprar en Amazon por nada) escribí un epígrafe, que empieza diciendo:
“Renuncio a los excesos de la carne y también a los del rigor. Seré la tortuga en el mar que busca el anillo por donde asomará su cuello”.
Ese epígrafe se lo dediqué a Borges —también a Kurt Cobain— antes de terminar internado.

Para conseguir el librito entero mandar mail a jgcozzolino en gmail (considero seriamente a quienes no tienen dinero para gastar en libros, los entiendo, soy uno de ellos, así que todo es posible).
También pueden visitar este link y pagar. O buscar en las librerías donde Textos Intrusos coloca sus libros.
Fuera de la Argentina, directamente escríbanme. Y vemos.

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